Mira como corren – Juan Genovés
Reseña de “Qué Horizonte: Hegemonía, Estado y revolución democrática” (Lengua de Trapo, 2020)
Por Gerardo Muñoz
Qué Horizonte: Hegemonía, Estado y Revolución Democrática (Lengua de Trapo, 2020) es una larga conversación entre dos de los líderes progresistas más importantes de la política hispana contemporánea: Álvaro García Linera, ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, e Íñigo Errejón, cofundador de Podemos, y ahora diputado del incipiente partido verde Más País. Estas dos personalidades comparten un horizonte de pensamiento político a la vez que han demostrado un pragmatismo político y un sentido de carisma que les ha permitido elevarse a los niveles más altos de sus respectivas realidades nacionales. El lector entra y sale en un diálogo entre dos estadistas que creen en el poder transformador del Estado y sus instituciones, y que han dejado atrás la cultura comunista del siglo XX que pensaba en el pluralismo, la sociedad civil y las instituciones como meros artificios de “dominación burguesa”. Tanto García Linera como Errejón encarnan el cambio democrático y la reversibilidad en sus propios recorridos políticos: el primero, fue un joven guerrillero militante del grupo guerrillero boliviano Túpac Katari que escribió bajo el nombre de Qhananchiri (“el iluminado”) durante los años 90 para convertirse más tarde en vicepresidente electo democráticamente del gobierno de Evo Morales; y, el segundo, un estudiante de Ciencias Políticas que escribió su Tesis sobre el acceso al poder del MAS (Movimiento al Socialismo) y que más tarde se convirtió en la enérgica tercera opción progresista española que se ubicó frente al populismo cesarista de Pablo Iglesias y al liberalismo centrista del PSOE.[i] Mientras que Errejón está en el inicio de su carrera política, García Linera es un intelectual de Estado, una especie de ‘Soberano-escribiente’ que en última década dibujó las rutas teóricas más importantes del proyecto modernizador del Estado Plurinacional de Boliva. [ii] Es un acto de autenticidad política que el vórtice de la conversación de Qué Horizonte gire en torno al papel del liderazgo político en nuestro tiempo, y más concretamente, en las realidades políticas (España y la región latinoamericana) donde las fronteras entre Estado y sociedad civil son promiscuas o abigarradas, por decirlo con el concepto propuesto por el pensador político boliviano Rene Zavaleta Mercado [iii], que denota la naturaleza inestable y volátil en las realidades americanas. La noción de sociedad abigarrada describe los entramados gelatinosos de las dinámicas institución-sociedad que caracterizan a las “naciones modernas tardías” que fracasaron en la creación de un marco colindante entre el Estado y la nación, fallando así en la inclusión de sectores grandes de la población y permitiendo un proceso continuo de subalternación. En otras palabras, en realidades políticas que han experimentado procesos de subalternación, la cuestión de la legitimidad sigue siendo controvertida, lo que ha dado lugar a un ejercicio pleno del uso de la violencia al interior de regímenes políticos abiertamente excepcionalistas (dictadura, cesarismo, o mando oligárquico).
En cierto modo, esta naturaleza abigarrada de lo social ha sido el elemento invariable en la historia de la política latinoamericana moderna, que es también la historia sobre el fracaso de la modernización de sus instituciones y la construcción de un proceso de una autoridad política dotada de legitimidad. Este es el punto de partida en la discusión entre García Linera y Errejón: ¿hasta qué punto es un cambio transformador ya no subscribir los postulados de la vieja guerrilla o del paradigma soviético de tomar el poder por la fuerza de una “vanguardia política Iluminada”, sino afirmar la forma de una revolución pasiva que pueda convencer a las clases subalternas de que esta forma de dominación es mejor a la hora de representar sus luchas? A lo largo de la primera parte de la conversación, este argumento es expuesto por una gramática compartida tanto por García Linera como por Errejón, y que les permite establecer una diferencia entre dominación y liderazgo (conducción) en la confección de una horizonte nacional-popular. Esto se encuentra mejor expresado por Errejón en un punto que vale la pena citar aquí.
“Las dominaciones se sostienen sobre una economía de tolerancias y aceptaciones morales entre un grupo de personas hacia otro grupo. Gramsci resumía todo esto con la idea de una “conducción intelectual y moral”. Un segundo elemento, que tú has mencionado también, está ligado a este momento revelador: una dominación se construye cuando un sector de la sociedad integra parte de las expectativas, de otro sector social y aparecer, así, como el que es capaz de entenderlos, recogerlos y proyectarlos” [iv].
Estar en condición de forjar un liderazgo de consenso tiene que ver en última instancia con la construcción de hegemonía; es decir, con el dominio discursivo de la representación que puede trascender a un ideal de “Nosotros, el Pueblo”, en el que la nación existencial se convierta en una con el Estado. Este ha sido siempre el objetivo recurrente -un objetivo fallido- de la política latinoamericana en los últimos dos siglos. Por supuesto, podemos decir que en la historia política de la región latinoamericana esta estrategia tomaba con frecuencia la forma técnica de populismo cesarista, que identificaba el “pueblo” con un liderazgo personalista concreto, y que generó el movimiento pendular entre los polos de la revolución y la reacción, la conservación de la élite y el levantamiento popular. Por supuesto, la única manera de avanzar en la creación de un estado integral es inscribir el ascenso del Pueblo en un momento constituyente que pueda crear irreversibilidad dentro del Estado de derecho. [v] Como sostiene Errejón, la verdadera prueba de un proceso revolucionario se mide con el acontecimiento del ‘día después’, es decir, cuando el liderazgo que ha ocupado el Estado demuestra que puede transformar las estructuras institucionales para generaciones posteriores.[vi] Del mismo modo, para García Linera, ocupar el Estado de manera eficiente implica naturalizar la dominación, es decir, convertir al Estado en un conjunto administrativo de aparatos que puedan canalizar las demandas de los sectores populares a lo largo del tiempo. [vii] La función del liderazgo político, entonces, se vuelve homóloga a la cuestión de la dirección concreta y la toma de decisiones de un Estado soberano. Tomemos este momento de la concepción errejonista sobre el liderazgo político:
“La dirección es la institución de un reparto de papeles, de posiciones y de visión del mundo, pero eso no es un combate literario, no se da en un combate retorico. Eso es un hecho, en mi opinión discurso producido mediante intervenciones claramente materiales. La dirección lo es porque es capaz de decirle legítimamente a resto quienes son, a qué pertenecen, a qué tienen derecho, a qué no, y cómo se relaciona, cual es su lugar en a la sociedad y hacia dónde va esta.” [viii]
No hace falta recordar que el liderazgo aquí se entiende como la capacidad de garantizar un sentido de orden. En otros momentos del libro, los autores también lo hacen de forma colindante con la creación de una percepción de ‘normalidad’. Estamos lejos del espíritu revolucionario que buscaba destruir algo preexistente para establecer algo radicalmente diferente; en sentido contrario, muy bien podría suceder que el concepto de hegemonía sea un avatar para un orden secundario, que, según García Linera, equivale a “es una forma de administrar la economía de bienes y de valores que cada individuo y cada colectivo posee y desea poseer”[ix]. Pero, ¿no es esta la misma lógica de la gubernamentalidad del Estado post-soberano (ya sea pro-regulador o desregulador) que se ha visto subsumido en la lógica coste-beneficio propia de la administración y de la gestión dispensadas por las política del liberalismo? [x]. Es una cuestión que nunca se confronta directamente en el intercambio entre los dos estadistas. Pero nos queda pensar sobre si la “administración de los bienes” es todo lo que el leninismo puede significar hoy en la política, lo que no equivaldría a un gran “cambio radical”, sino a un ajuste en la adjudicación dentro de la forma de Estado liberal tardío atravesada por la acumulación capitalista y las fuerzas financieras transnacionales.
Está claro que, para Errejón, el liderazgo se basa en una concepción peronista de “conducción” para generar un proceso de irreversibilidad. Este fue el gran aporte teórico del peronismo de izquierda de John William Cooke. Para García Linera, más leninista en su aproximación, el liderazgo político es la capacidad de hacer cumplir una voluntad de poder en nombre de un nuevo universal. Como argumenta García Linera: “[El liderazgo político] no es un algoritmo – ahora que se habla de los algoritmos de Facebook – el que te conduce, es una permanente capacidad táctica, reflexiva, un buen manejo de las incertidumbres, mucha voluntad de poder mucha voluntad de igualarte, de no quebrarte, y de esta al tanto de que viste un paso, te equivocaste, retrocedes, vuelves a cambiar, vuelves a dar el paso y te no te rindes.”[xi] Puede que no sea una estrategia tecnológicamente programada, pero la forma en que García Linera define el liderazgo aquí está más cerca de la primacía de la legitimación burocrática que una política de la “virtud”, tal y como surge en la historia del republicanismo moderno. [xii]
Esta es la cuestión latente del libro, como se vuelve explícita cuando Errejón habla de su noción de “relativa irreversibilidad” y Linera lo traduce como « lógica burocrática del Estado». [xiii] De hecho, uno muy bien podría argumentar que la práctica material de García Linera al frente del Estado boliviano – que está totalmente ausente en estas páginas y que se hace invisible por el teórico de la revolución, una especie de leninismo tecnificado que reduce la política al objetivo de ocupar el Estado – fue un administrador magistral tanto del conflicto como de la geo-economía como principal estrategia para construir un Estado integral moderno. De ahí que sea tan importante releer el tratado Geopolítica de la Amazonia (2013) a la luz de los debates ecológicos del presente. Al decir esto no estoy socavando el papel tan importante de García Linera en un intento de modernizar la composición abigarrada de Bolivia, pero uno no puede dejar de lado la maniobra específica de la administración técnico-económica como compensatoria por la ausencia de una fase verdaderamente “revolucionaria” del Estado [xiv].
Supongo que el nombre que se repite en el libro como “revolución” significa algo completamente diferente a cómo se entiende en nuestro léxico político moderno, que ahora pareciera incapaz de hacer frente a las fuerzas transnacional de los procesos generales de acumulación. El uso de revolución deambula sobre esta condición, algo que también se puede decir de las tácticas leninistas. En este sentido, “habitar la paradoja del Estado”, argumento central de la posición teórica de García Linera en este libro- puede significar una mayor redistribución igualitaria de la renta, en línea con los patrones económicos de acumulación y los índices del consumo para así mantener niveles adecuados de apoyo popular. Por supuesto, esto está lejos de transformar la naturaleza de la forma del Estado contemporáneo, lo cual sería una cuestión totalmente diferente. Puede ser que esto sea lo mejor que la forma Estado puede ofrecer en una época en la que las fuerzas de la soberanía estatal ya no satisfacen a la estructuración moderna del ius publicum europeum. Uno de los límites de la paideia política de García Linera en toda la conversación es que no reconoce mutación en la naturaleza de la autonomía de la política y de la forma del Estado en los últimos cincuenta años.
Esto nos trae a la cuestión del concepto de hegemonía, que es la estrategia suplementaria para el liderazgo político tanto para Errejón como para García Linera. En efecto, la lógica de la hegemonía es lo que diferencia su capacidad administrativa con cualquier otro orden impuesto gubernamental impuesto por la clase dominante. Es la hegemonía lo que ahora forma parte del suelo sobre el que nace su legitimidad; una legitimidad que se elabora como traducción metonímica de la parte que universalice a la Sociedad en su conjunto. Esta es una operación precaria que no es tratada con profundidad en el debate. Errejón afirma que “la hegemonía es la capacidad de un grupo de generalizar una visión del mundo particular haciéndola general, en el extremo la única razonable, e integrar en ella al resto de la sociedad en una posición subordinada” [xv]. Donde hay un cierre hegemónico, entonces, hay también una voluntad de poder de una parte que la sostiene y subjetiviza a otros hacia su régimen de representación para que se conviertan en los “representados”.
Por lo tanto, toda hegemonía para ser un sujeto político presupone la sujeción a la representación que se vuelva en un nueva “totalidad”. Y sin embargo, como dice Errejón en la última parte de libro: “Anudando pueblo y nación son la parte y son el todo…es la reclamación para sí de la legitimidad” [xvi]. Al mismo tiempo, Errejón admite que la única definición deseable del socialismo es aquella que se entienda como “democracia sin fin” [xvii]. ¿Pero no es esta totalidad, frente a la hegemonía, lo que limita la naturaleza necesariamente abierta de la “democracia infinita” o sin fin? ¿No se vuelve la hegemonía otro nombre para el tapón de la continua expansión de la des-subalternación de la democracia? Aquí pareciera que nos topamos con una incoherencia: si articular una parte de la hegemonía se vuelve un todo, entonces uno niega la infinitud y la estructura abierta de la forma democrática. Precisamente porque la democracia siempre está abierta e incompleta, el lugar de la construcción política tiene que recordar la parte perdida o fisurada para permitir la fuerza de lo infinito y del no-todo. Este salto entre la articulación hegemónica y la democracia infinita es a lo que yo llamo posthegemonía. Por postehegemonía, no quiero expresar un momento temporal que va “después” de que se ha logrado la hegemonía, sino más bien para cualquier articulación hegemónica que de cuenta de la apertura de la contingencia democrática, que nunca debe finalizar en el nuevo cierre hegemónico. La posthegemonía nombra una separación abismal e irreductible entre dominación y democracia a favor de la expansión de esta última, y de la minimización de la primera.
Al avanzar hacia el diseño postehegemónico, no quiero invalidar las tesis de Errejón acerca de que “una fuerza revolucionaria debería gobernar con un pie en el consenso realmente existente y el otro en aquel que quiere generar, siendo muy consciente de hasta donde llega el mandato popular recibido” [xviii]. En línea con esto, la posthegemonía solo busca renunciar a la idea de que el fin de la política termina con la construcción hegemónica, como Ernesto Laclau argumentó a lo largo de su operación teórica. En segundo lugar, la posthegemonía no niega la existencia real de las fuerzas hegemónicas en la práctica política, pero intenta mantener abierta una fisura para hacerse cargo, por un lado, del conflicto contra la tendencia de la hegemonía a cerrarse y, por otro lado, de la infinitud de la producción social de identidades. En este sentido, un diseño posthegemónico del liderazgo político, contrario al hegemónico, no fantasearía con un providencialismo, a veces asociado con los defensores de los progresistas gobiernos populistas de América Latina, que ven en sus repetidos fracasos las garantías de un inminente triunfo [xix]. Es hora de dar por muerta toda filosofía de la historia en la reflexión política transformadora.
La posthegemonía vive bien con las derrotas, en tanto en cuanto prioriza el antagonismo democrático como plural e infinito contra un diseño político cuya finalidad puede ser la guerra. Mientras la hegemonía siga siendo equivalente a la promesa de una democracia infinita, la naturaleza conflictiva del demos conducirá irremediablemente a la aniquilación que convierte el desacuerdo en enemistad absoluta. No obstante, si el diseño político debe apuntar a la radicalización de la democracia, entonces me parece que colocar la hegemonía como su límite conceptual termina actuando como una restricción reguladora, en lugar de como facilitador de una relación dinámica sin fin [xx]. En otras palabras, el conflicto que forma parte de la democracia está mejor optimizado si es separado de sus ambiciones hegemónicas que dan lugar a los efectos opuestos a los que se inicialmente aspira. Por lo tanto, la relación entre hegemonía y democracia solo debería ser una relación excepcional capaz de alentar el dinamismo de la naturaleza conflictiva de la democracia.
Me gustaría concluir trayendo esta discusión al presente; al momento después del golpe que ha tenido lugar en Bolivia contra el gobierno democráticamente elegido de Evo Morales (los editores del libro nos recuerdan que la conversación empezó en 2018 antes de este golpe). En una entrevista que tuvo lugar en México inmediatamente después de su huida de Bolivia, para mi sorpresa, García Linera admitió que después de todos estos años en el Estado, resultó imposible establecer una “hegemonía real” que hubiera evitado “las grietas que comenzaban a verse en un vaso roto” [xxi]. Plantea la cuestión de que si más de una década “ocupando” las instituciones estatales no ha consolidado la “hegemonía” es bastante probable que nada lo haga, y no hay ninguna razón para pensar que las cosas fueran a ser diferentes si la historia hubiera tomado otro camino. Así, el pensamiento de García Linera acerca de que no hubo “hegemonía” sirve como invitación para pensar en el diseño posthegemónico. En otras palabras, nos permite asumir desde el principio que el antagonismo siempre toma parte, que la fragmentación es el estado natural del conflicto político, que la esencia infinita de la democracia implica una creciente conflictividad, y que las “grietas en el golpe” aparecerán tarde o temprano. Por lo tanto, en lugar de forzar las cosas para que el conflicto no escale hasta el punto de no retorno, un diseño postehegemónico optimizará sus riesgos para evitar confrontaciones catastróficas que impliquen la reversibilidad de lo conquistado a nivel de la forma estatal y de los avances codificados en el derecho. La hegemonía no sirve bien del todo a las aspiraciones democráticas, y es el momento de enmendar unos presupuestos teóricos con la finalidad de comprender mejor la facticidad de la fragmentación social contemporánea.
Esto implica también que uno debe prestar atención al paisaje y no solo al horizonte, en tanto en cuanto la percepción de la fragmentación es tan importante como el objetivo deseado. A veces, mirar al horizonte podría volvernos ciegos a lo que ya está abierto en la superficie en la que se decanta el conflicto. En otras palabras, atender al paisaje como antesala al horizonte (elemento central del libro, recogido ya desde el título) es también una invitación para poner al centro la cuestión de los medios antes que la de los fines. En última instancia, esto no significa que el liderazgo político desaparezca, todo lo contrario. Por eso, nuestra tarea actual es pensar una forma de poder ejecutivo y conducción que pueda trascender las taras unidad y consenso hegemónico que han demostrado repetidamente sus debilidades no sólo en su compenetración institucional, sino más importante aún, en su cuartada contra la energía del conflicto que yace en el vórtice de todo demos político [xxii].
Notas y referencias
[i] Íñigo Errejón y Pablo Iglesias, introdujeron los debates políticos en torno al caso boliviano en España en los volúmenes editados Ahora es cuándo, carajo! Del asalto a la transformación del Estado en Bolivia (El Viejo Topo, 2011) y Bolivia en Movimiento: movimientos sociales, subalternidades, hegemonías (Vicepresidencia del estado, 2014).
[ii] La página web de la Vicepresidencia de Bolivia sitio web (https://www.vicepresidencia.gob.bo) como escritorio de Yo El Supremo, la conocida novela de Augusto Roa Bastos, se lo debo a John Kraniauskas en una conversación hace unos años. Sobre García Linera y su política de administración estatal, véase también el ensayo de Kraniauskas, “Universalizing the ayllu” (2015): https://www.radicalphilosophy.com/reviews/individual-reviews/universalizing-the-ayllu
[iii] Para la noción sociológica de ‘abigarramiento’, véase Lo Nacional-Popular en Bolivia (Siglo XXI, 1986), de René Zavaleta Mercado.
[iv] Ibid., pp.41
[v] Para una comprensión de los cambios de los momentos constitucionales de Bruce Ackerman, ver su We The People I: Fundamentos de la historia constitucional estadounidense (Traficantes de sueño, 2015).
[vi] Qué Horizonte. pp.47
[vii] Ibid., pp.65
[viii] Ibid., pp.71
[ix] Ibid., pp.74
[x] Según el constitucionalista liberal Cass Sunstein, la revolución silenciosa del liberalismo durante la segunda mitad del siglo XX fue el triunfo del modelo “costo y beneficio” en las prácticas de gobierno y administración burocrática. Véase su The Cost-Benefit Revolution (MIT, 2018).
[xi] Qué horizonte, pp.95-96
[xii] Véase James Hankins, Virtue Politics: Soulcraft y Statecraft en la Italia renacentista (Harvard U Press, 2019).
[xiii] Qué Horizonte, pp.116
[xiv] En la gestión del Estado boliviano como proceso de regulación del patrón de acumulación y forma de estado, véase el informativo de Gareth Williams “Desarticulación social y forma de Estado en Álvaro García Linera”, Cultura, Teoría y Crítica, Vol.56, 2015, pp.297-312.
[xv] Qué horizonte, pp.123
[xvi] Ibid., pp.132
[xvii] Ibid., pp.135
[xviii] Ibid., pp.144
[xix] Esta la postura defendida por John Beverley, uno de los teóricos de la postura subalternista hegemónica de los Estudios Culturales Latinoamericanos. En su más reciente libro, The Failure of Latin America (U Pittsburgh Press, 2019) defiende una visión escatológica providencialista, donde el “fracaso” de un concepto político conduce a un movimiento de transformación futuro: “Latin American modernity may have failed, but in its failure (because of its failure?) it retains the possibility of an alternative modernity, not so bound to the domination of global capitalism as Chine and India. Latin America’s failure is Latin America’s difference”, pp.xviii.
[xx] En efecto, como ha visto Gareth Williams, la hegemonía constituye el limite de contención de lo político, muy similar a la manera en que la frontera contiene a la “soberanía”. Véase su ensayo, “Decontainment: the collapse of the Katechon and the end of hegemony”, in The Anomie of the Earth (Duke U Press, 2015), pp.159-173. Sobre la lógica del vacío como lógica informe sin instrumentalización, remito al interesante trabajo de Adrià Porta Caballe, “El vacío de Podemos: meontología política del cambio en España”, escrituras americanas, de próxima aparición, primavera 2020.
[xxi] Véase, “Entrevista a Álvaro García Linera”, Telesur, 16 de noviembre, 2019: https://www.youtube.com/watch?v=CfAAiBIQIVw
[xxii] Sobre el poder ejecutivo y la dinámica del conflicto en el diseño constitucional, ver “The Publius Paradox”, de Adrian Vermeule, Modern Law Review, Vol.82, 2019, pp.1-16.