Por Iván Montemayor (@Ivan1Montemayor)
Golpes sobre una puerta.
Los dos agentes se miran.
La comisión judicial les ha ordenado que abran la puerta sea como sea. Han tocado al timbre varias veces, pero nadie responde. Un desahucio difícil de ejecutar.
– La jueza está al teléfono —dice el secretario judicial.
– Ahora voy.
Sants es un barrio organizado. Sólo era cuestión de minutos que toda una red de asociaciones de vecinos, asambleas, cooperativas y organizaciones políticas se enterara de que estaban realizado un lanzamiento y se presentara allí al menos una decena de jóvenes activistas.
Cuelga el teléfono. Los policías usan el ariete para abrir la puerta. Al tercer golpe se abren. Acalorados y notando el peso de los chalecos antibalas, los dos agentes entran en el piso.
Poco a poco, se acerca a la ventana que pega a un pequeño balcón, que sobresale del humilde comedor del piso. Estaban en un quinto piso.
El hombre al que iban a desahuciar se ha tirado por el balcón. Esta escena que acabo de narrar podría ser un capítulo más de la serie dramática Antidisturbios, que comienza con un desahucio en un barrio de Madrid, y en el que se describen las complejas interacciones entre los jueces, la policía y los movimientos sociales.
El problema es que esta escena es más frecuente de lo que pensamos. En Sants, en el año 2021, un hombre se suicidó justo el día que iba a ser expulsado del piso donde residía. Por desgracia, son habituales los casos donde las autoridades judiciales no siguen los protocolos establecidos para evitar desahucios de personas en situación vulnerable o no consideran válidos los informes de los servicios sociales.
El hombre recibía alimentos como usuario de Cáritas, tenía cincuenta y ocho años y estaba sin trabajo. Cobraba una ayuda social que sin embargo no era suficiente para cubrir sus gastos. Parece ser que hacía un año que no pagaba el alquiler, y que contaba con un informe de los servicios sociales del Ayuntamiento que acreditaba su estado. El inquilino presentó toda la documentación, pero finalmente el juzgado de primera instancia desestimó su propuesta de paralización del desalojo. La razón: según el juez, faltaba documentación. Roberto García Ceniceros, coordinador de los jueces del ordenamiento civil de Barcelona, declaraba que era “absolutamente injusto” culpar a los jueces de la falta de vivienda. Tiraba, descaradamente, balones fuera.
¿Qué puede hacer una formación política cuando llega a las instituciones y descubre que la policía no le obedece, que no está a cargo de un representante escogido mediante un proceso electoral, sino a un juez o a una jueza? Ciertamente, es una constante frustración. Además, la ciudadanía a quien va a fiscalizar es a los cargos electos, y no tanto a un juez sin nombre. “Alcalde dimisión”, “Conseller dimisión”, “Ministro dimisión”. Es propio de una sociedad democrática, y más en los casos en que estos cargos han defendido vehemente en sus programas electorales el fin de los desahucios u otras cuestiones relacionadas con la Justicia Social.
Los tribunales son un tema poco estudiado en esa disciplina que se ha convenido en llamar Ciencias Políticas. Miles de egresados salen cada año de las Facultades con un elevado conocimiento sobre geopolítica, formas de gobierno, derecho constitucional y por supuesto estadística electoral. Además, se hace hincapié de manera especial en el agenda setting, es decir en como los diferentes actores van determinando los temas que están la agenda política. Aquí intervienen los medios de comunicación de masas, las redes sociales, los partidos políticos, el sector privado, los movimientos sociales, lobbies y laboratorios de ideas… Pero rara vez se estudia en la Universidad con detenimiento el papel que va a tener el Poder Judicial en la elaboración de políticas públicas o en su ejecución. En la práctica, es uno de los actores más relevantes a la hora, por ejemplo, de intentar desprivatizar la gestión del agua.
En este sentido, me atrevería a hacer una división muy poco académica, qué seguro que es discutible, pero creo que puede ayudar a entender el papel que juega cada actor en el proceso político.
Los movimientos sociales representan la sociedad que no existe, sino que existirá. Suponen la fracción del pueblo que propone las demandas que han de generar un nuevo orden en la sociedad. Ejemplos hay miles: desde la jornada laboral de ocho horas conseguida gracias a la huelga de la Canadiense en Barcelona, pasando por el matrimonio para parejas del mismo género, la regulación del precio de los alquileres, la rebaja de las matrículas universitarias o el derecho al aborto seguro promovido por los movimientos feministas… Todos ellos tienen algo en común. A saber, demandan cambios que prefiguran la realidad que todavía no está positivizada en el derecho y en las instituciones.
Por otra parte, las instituciones públicas viven el presente. “Nosotros nos encargamos de la gestión del día a día”, me dijo una vez un asesor que trabajaba para un regidor de una importante ciudad de Catalunya. El día a día es asfixiante, todos los colectivos intentan que sus demandas se tengan en cuenta y el objetivo acaba siendo la supervivencia. El cálculo a corto plazo es lógico en un sistema político que se basa en que los partidos se han de presentar a elecciones cada cuatro años, y los proyectos que no se llevan a cabo en un tiempo acotado no dan resultados mostrables al posible electorado. Por tanto, viven en la vorágine de un presente infinito.
Finalmente, los jueces interpretan el derecho. Es decir, la sociedad que ya fue, la sociedad del pasado. La palabra escrita que nos dejan los muertos. Muchos de nosotros, por nuestra edad, vemos como una cosa lejana la Constitución que se aprobó en el estado español el año 1978. Pero este peso de la sociedad pasada va mucho más allá de la Constitución. Pongamos tres ejemplos básicos. La ley de Enjuiciamiento Criminal, que regula como deben ser los juicios penales, no fue publicada en el BOE, sino en la Gazeta de Madrid, en el año 1882, en plena Restauración monárquica. La famosa Ley de Indultos actualmente vigente es del 1870, en pleno Sexenio Democrático. Y la ley de expropiación forzosa, que permite intervenir sobre la propiedad privada, es del 1954. Se trata de una ley de la dictadura franquista absolutamente vigente. Los jueces y las jueces parten, por tanto, de las leyes, costumbres y principios que nos heredan las sociedades anteriores.
En este cruce entre derecho, jueces, instituciones y movimientos sociales, se desarrolla la política como un proceso dinámico, a veces con avances y otras con retrocesos. Y las sociedades cambian a nivel cultural y político de forma gradual, si exceptuamos esos momentos históricos llamados revoluciones.
La persona que escribe estas líneas, pero, no es politólogo, aunque tenga muy buenos amigos y buenas amigas que sí que están formados en esa disciplina. No, mi formación fue en la criminología. Es decir, en la ciencia social que estudia la delincuencia y la reacción social a ésta, incluyendo el Sistema Penal en su conjunto. Para clarificar, la criminología dominante en Europa es una especie de sociología (más o menos administrativa, o más o menos crítica) de la cuestión penal: los jueces, la policía y la cárcel.
Existe una basta literatura académica sobre la cultura policial, especialmente en la cuestión del racismo de estado y la gestión neoliberal de las migraciones y las consecuentes expulsiones. También, brillantes criminólogas y sociólogas han investigado la institución carcelaria: su origen, sus efectos perversos, la cuestión de si la cárcel puede rehabilitar, las violaciones de derechos humanos y cómo se interrelaciona la condición carcelaria con factores de género, etnia y clase social.
¿Y la cultura judicial? Los estudios sobre los tribunales son la hermana pequeña y pobre de los estudios criminológicos. Si bien existen multitud de trabajo sobre esta cuestión, nada que ver con el volumen de trabajos sobre la policía y la cárcel, especialmente en el ámbito anglosajón. Eso sí, desde los años sesenta, las teorías del etiquetaje nos legaron la noción que el delito es una construcción social. Primero es el delito y luego el delincuente, en un proceso de criminalización primaria (poder para definir que es legal y que no lo es) y luego de criminalización secundaria (realizada por los agentes que seleccionan a los individuos, es decir, policías, jueces y funcionarios de prisiones). A mayor abundamiento, el criminólogo crítico que inició desde Barcelona un estudio sobre el Poder Judicial fue Roberto Bergalli, cuyas reflexiones han de ser recuperadas[1].
Existen limitaciones evidentes. Los jueces penales son solamente una parte del Poder Judicial, aunque evidentemente es la más vistosa y relevante. Pero la sociología del derecho y la criminología muchas veces no parten de una teoría del estado más amplia, sino que reproducen estudios más parciales y aplicados.
No seamos ingenuos. Los elogiadores del capitalismo salvaje lo tienen claro. Aquí, de repente, aparecen con rapidez los defensores de Montesquieu y de la separación de poderes como una manera falsaria de defender realmente otra cosa: el derecho a la propiedad privada por encima de cualquier otra cosa. Incluso, como denunciaba en su día Robespierre, por encima del derecho a la existencia[2].
Además, en las últimas décadas se ha popularizado en ciertos círculos activistas, políticos y académicas el uso de la expresión lawfare, a partir de los sucesos vividos en América Latina, especialmente en Brasil o Bolivia. Podemos definir el lawfare como el uso de medios judiciales contra enemigos políticos, y proviene de los estudios militares estadounidenses. Lo cierto es yo no soy muy partidario del uso de esta categoría, a pesar de su expansión, ya que se solapa con otras nociones como “derecho penal del enemigo” o “judicialización de la política”. Bien, todas estas expresiones apuntan al mismo fenómeno: el protagonismo togado en la vida pública.
En nuestro contexto, no hemos visto un gobierno caer por la actuación de la magistratura como le sucedió a Lula en Brasil, pero si hemos visto todo el activismo togado en el año 2017 contra la realización del referéndum de independencia en Cataluña. La condena por sedición, que finalmente indulta en 2021, inventaba una nueva doctrina que fue descrita por un informe del Consejo de Europa como la condena de la “violencia sin violencia”. También una aplicación excesiva de leyes antiterroristas que han afectado en reiteradas ocasiones a la libertad de expresión y de manifestación.
Quizá en una sociedad emancipada, el papel de los tribunales debiera ser mínimo, y los jueces y las juezas en vez de protagonistas de casos mediáticos, simples servidores públicos como otro más. Pero la urgencia que tenemos como sociedad para debatir el rol del Poder Judicial nos apresura a analizar como plantear cambios necesarios.
La teoría del estado y el estudio de experiencias concretas a lo largo de la historia me han ayudado a entender mejor la importancia de esta temática. Y es que todos los estados tienen alguna forma de poder judicial y en el caso de la justicia penal hablamos ni más ni menos que del poder de castigar. El poder de matar, encerrar o expulsar en nombre del soberano. ¡No es una cosa menor!
Ahora bien, y que esto sirva como adelanto, no se está diciendo aquí que ideología deben tener los jueces y las juezas. Eso sí, no hay ningún motivo por el cual no se pueda intentar que la actuación del Poder Judicial se acerque lo más posible a la defensa de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Y entre los Derechos Humanos, además de por supuesto derechos individuales, se incluyen los derechos sociales como el derecho a la vivienda digna. No debemos olvidar que la cultura de los Derechos Humanos y la creación de instituciones más o menos exitosas como son la Organización de Naciones Unidas o el Tribunal Europeo[3] de Derechos Humanos son el legado de la derrota histórica del nazismo y el fascismo. La promesa de poner punto final al odio, para siempre.
Empezar a reflexionar a largo plazo sobre el poder judicial y su rol en nuestras sociedades es una tarea cada vez más acuciante. Se trataría de lucha de posiciones en el seno del propio estado, difícil y llena de obstáculos. Pero el coste de no abordar esta cuestión es mucho mayor: nos jugamos las vidas de las personas más humildes de nuestro Pueblo.
Notas al pie
[1] Véase Bergalli, R. (1991). La quiebra de los mitos. Independencia judicial y selección de los jueces. Nueva sociedad, (112), 152-163.
[2] “La primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir”. 2 de diciembre de 1792, en la Convención.
[3] Nada que ver con la Unión Europea, por cierto. Se trata de un órgano mucho más antiguo, dependiente del Consejo de Europa. Éste aplica la Convención Europea de Derechos Humanos, firmada en Roma el 1950. El dolor de la guerra contra el fascismo todavía impregnaba las calles de Europa.