Foto extraída de @aaa

Ha empezado el curso político y, como se preveía, este va a ser un otoño convulso. La conferencia del President Quim Torra del pasado día 4 así lo demostró, como también la inesperada dimisión de Xavier Domènech, el mismo día y de forma simultánea a la conferencia. Es bastante significativo que, tanto en el discurso de Torra como en una carta reciente escrita por Oriol Junqueras, ambos líderes fueran incapaces de reconocer el cercenamiento identitario existente en Catalunya. Observamos como se ha construido Pueblo en la medida en que se ha definido un “ellos”, un enemigo del que resguardarse y evitar interferencias, básicamente, culturales. De hecho, prácticamente todos los actos políticos del verano en Catalunya (y también en el resto de España) se han basado mayormente en temas, identitarios y culturales. Todo ello, acompañado por la parálisis institucional que se vive en el Parlament de Catalunya (fruto de las fricciones entre JxCat y ERC), hace que el President Torra no plantee nada más que una “movilización permanente”, que espere al Momentum para suplir la falta de liderazgo de su gobierno. La falta de proyecto claro y conciso del independentismo ha dejado al Presidente Pedro Sánchez en la situación de poder marcar los tiempos, y de ser él quien controle (en parte) la agenda del conflicto mediante algunos “globos sonda” que ha ido soltando durante el verano. Sobre todo después del acuerdo entre Gobierno y Podemos, pues la imagen con la que salimos del verano es la de que mientras algunos están metidos de lleno en la “guerra de lazos” haciendo de la impotencia un símbolo político, otros llegan a acuerdos para hacer de la transformación social y democrática un símbolo incluyente y progresista.

Por otro lado, cuando se celebra el aniversario del desconcertante pleno en el que se votó la Ley de Transitoriedad, y a medida que se acerca también el aniversario del 1-O, se hace cada vez más evidente que saltarse una institucionalidad con fuerza de ley para intentar instaurar una nueva mediante una ruptura unilateral -sin ni si quiera tener una mayoría amplia- desde una institución que forma parte del aparato del Estado como es la Generalitat -como si el campo político se redujera al a favor o en contra de la independencia- era algo difícilmente justificable desde el punto de vista jurídico. También, porque no haber sido conscientes de las frustraciones que llevaría consigo un proceso como este es una falta de visión política y estratégica remarcable. Y es obvio pues que el curso que ahora empieza debería extraer las lecciones políticas de lo vivido y poner en marcha una estrategia, más de mínimos que de máximos, que aleje las posibles reacciones centralistas de algunos sectores, en virtud de una competencia virtuosa de los que han apoyado la moción de censura. En este sentido, han sido bastantes los que han destacado el escaso sentido del Poder por parte del nacionalismo más romántico y ‘Herderiano’, ya que éste suele acomodarse en el reduccionismo de considerar que toda política es política cultural -o simbólica-, estableciendo una clara primacía del Ser ante el Hacer, esto es, el predominio de las esencias en frente de los hechos, la utopía sentimental frente a la practicidad inherente al mundo contemporáneo.

En este punto, lo que se hace evidente es que es necesario jugar en un escenario distinto al escenario dicotómico entre política “cultural” y política de la praxis, es decir, se requiere de una política hegemónica que sea capaz de articular ambos polos. En definitiva, una política que entienda la importancia de las emociones, los anhelos y horizontes políticamente, pero que a la vez tenga voluntad de trabajar desde el corto plazo, ordenando y gestionando el día a día. Asumiendo, en este caso, que la “cuestión territorial” produce tensiones y exige combinar las disputa mediática inmediata (y las contradicciones que esto conlleva) con la pedagogía cultural de largo plazo que necesita cualquier cambio para sedimentarse.

Aprovechando el tirón mediático que da la circunstancia de que en agosto hay pocas noticias, algunos partidos han optado por recrudecer esto que muchos medios de comunicación han llamado la guerra de símbolos o de lazos. Pero, en nuestra opinión, el foco del debate se ha situado en el lugar equivocado pues, a priori, no es negativo lanzar mensajes, utilizar símbolos identificativos y estar presente en el espacio público. El problema aparece cuando un símbolo ya no se enmarca dentro de una estrategia política para conseguir un objetivo sino que se utiliza como arma arrojadiza para decirle a alguien que no forma parte de la comunidad o de la nación. Cuando este fenómeno se produce suele demostrar que existe una falta de estrategia política o de voluntad para materializar los objetivos que se ha propuesto el grupo en cuestión.

Aun así, no debemos caer en la crítica liberal racionalista que dice que lo que hay es una guerra de símbolos que impide hablar de los temas serios, y que únicamente propone obviar dicha polémica para empezar a soltar recetarios de políticas públicas. Esta posición, que es defendida por algunos tanto en Cataluña como en el resto de España, no tiene sentido alguno pues asume que el encaje territorial no puede formar parte de los problemas reales de la gente. Cuando realmente, “no hay nada más social que la definición y construcción del país en el que se vive, las emociones que moviliza y el horizonte hacia el que camina. Para los sectores subalternos, hacerse portadores de un proyecto de país es un peso fundamental para conquistar la hegemonía” [1]. Además, indica Álvaro García Linera, que toda identidad es el resultado “de una relación social de fuerzas, una construcción jamás terminada” [2], por lo tanto toda identidad tiene un carácter contingente. En el caso de la identidad nacional su contenido depende del producto histórico de las luchas entre bloques con pretensiones dirigentes para afirmar su voluntad de pertenencia colectiva y, en esto, los símbolos pueden ser importantes, como aglutinadores de todas estas ideas identificadoras. En esa misma línea, Javier Franzé también señala que lo político no es únicamente lo que “administra” lo económico o lo cultural. No es un derivado de “lo social”, sino que lo crea. Lo político es aquello que da lugar al orden social y sus actores principales. Por lo tanto, los símbolos no dejan de ser la expresión de las pasiones políticas, es decir, demuestran que hay algo sustancial en juego. Pero en España hay bastantes sectores políticos que “consideran que movilizar la pasión con algún tipo de identificación afectiva es algo potencialmente totalitario porque la libertad contemporánea y madura estribaría en individuos solitarios que deciden asépticamente, a ser posible no en la calle, sino desde el sofá de casa”[3]. O como twitteaba Jorge Moruno recién, esto nos llevaría a dejar los espacios públicos vacíos de simbología excepto por la publicidad y “así solo se podrá expresar quien pueda pagarlo y solo hay lugar para la venta de productos. El espacio público [se define así] como espacio privatizado donde se prohíbe la expresión de la diferencia, del desacuerdo y el pluralismo”.

En Cataluña la crisis de representación de la identidad nacional ha ido abriendo en los últimos años una intensa polémica entorno de lo que define, y constituye, el ser ciudadano catalán. En definitiva, una polémica en torno al populus, del pueblo, legítimo. Los hechos de octubre del año pasado y las elecciones del 21D pusieron en evidencia la existencia de una rivalidad discursiva sobre el pueblo oficial y legítimo, cada uno reclamando su momento y un nosotros que negaba al otro y a sus aspiraciones. Esto generó como resultado un empate catastrófico, agravado por el 155, de creciente radicalización del disenso, y del adversario visto como elemento “anti pueblo”. Evidentemente el antagonismo planteado en estos términos ha ido desbordando su canalización institucional alejando así una eventual solución agonística es decir, compartida por los adversarios. La lucha actual por la afirmación del pueblo legítimo, como aquel oficial, es en realidad una lucha por la afirmación de la diferencia y como tal se construye de forma perversa a partir de la definición del adversario y de su negación como posible elemento constitutivo de una posible futura comunidad política reconciliada consigo misma.

El problema fundamental radica sobre todo en la ausencia de una voluntad de liderar el conjunto del país. Ya que hacerlo significaría asumir el carácter abigarrado, el mosaico identitario, que es Cataluña y pretender liderar a partir de la voluntad. O en otras palabras, si alguna fuerza política en Cataluña pretendiera actuar hegemónicamente debería intentar comprender, sin hacer una descalificación moral, qué anhelos, miedos y demandas consiguió articular en torno a sí Inés Arrimadas en las elecciones del 21D. Básicamente porque toda lucha por la hegemonía conlleva no sólo una capacidad de liderazgo moral e intelectual hasta el punto que los adversarios puedan reflejarse en ella, sino que también conlleva la capacidad de integración y de absorción del adversario. A su vez, una propuesta como ésta opera en el tiempo, rememorando los recuerdos como punto de partida, articulando los deseos del presente y construyendo ilusiones proyectadas hacia el futuro, no solo a base de símbolos -o política simbólica- pero si con ellos.

Quizás hoy una propuesta hegemónica que genere un nosotros inclusivo, o un pueblo de pueblos, que construya ilusiones compartidas y que represente su diversidad con orgullo es una posibilidad lejana, pero necesario para salir del “nosotros” estrecho que impide cohesionar al país alrededor de un rumbo compartido. Esa propuesta por construir es una tarea tan afanosa como necesaria, pues a veces, una pequeña polea puede orientar engranajes más grandes hacia un horizonte nacional-popular como el que señalamos. Es un error regalarle a las fuerzas adversarias la posibilidad de representar ellos una idea de país, un proyecto de patria fuerte construida contra los más débiles, contra los que vienen de afuera, contra las naciones minoritarias o en forma excluyente en vez de reconstruir una idea cívica, popular y democrática de país, con instituciones sólidas y garantistas, solidario e incluyente. Un patriotismo radicalmente democrático, progresista y popular.

 

 

 

 

Notas: