César Alonso Porras (@Chedar92)

En pleno ecuador de mis estudios de Grado (quizás demasiado tarde), Almudena fue de las primeras personas que me hizo plantearme seriamente la relación que existe entre nuestros pequeños hábitos cotidianos y nuestras posiciones y roles sociales. ¿Su manera de hacerlo? Sugerentemente, como profesora que era en ese momento, se refería al conjunto de la clase con un “todas”, en vez de “todos”. El mero cambio de una vocal producía un efecto singular; algunas se irritaban por la injuria a nuestras costumbres lingüísticas, otras se veían identificadas en tal gesto político, y a mí, en particular, me produjo una grata curiosidad saber de qué trataba este asunto que estaba a punto de marcar mi futuro como estudiante. El asunto en sí, en abstracto, no tenía que ver sólo con el género: era la puerta hacia el mundo de las identidades. Como muchos otros hombres blancos que nacen en la periferia madrileña, mi forma de aproximarme a la identidad tenía más que ver con el equipo de fútbol al que me adhiriese que con mi género, mi cultura o mis creencias religiosas. Estas últimas cuestiones funcionaban en mí como parte de un conjunto de verdades psicológicas (Appiah). A día de hoy, no tengo duda alguna de que estas verdades, categorías o etiquetas toman el nombre de identidades y que su funcionamiento (tanto psicológico como social), tan naturalizado en nuestra vida cotidiana y en nuestro sentido común, vuelve mucho más compleja la tarea de hablar de lo político.

Kwame Anthony Appiah, en Las mentiras que nos unen, propone una sencilla pero elegante “teoría de la identidad” justificada a partir de tres descubrimientos académicos. Primero, y a partir de la sociología de Pierre Bourdieu, Appiah considera que las identidades no son solo las expresiones reflexivas de nuestras filiaciones políticas o estéticas. La identidad, en palabras del autor, tiene que ver con “el modo en que usamos nuestro cuerpo”. Los hábitos, ya sea el acento, nuestra expresión o hexis corporal, el vocabulario con el que nos expresamos tanto en público como en privado… importan y mucho, si lo que queremos es hablar de identidades. El acento que uno hereda de su cultura, país o clase social es una especie de marcador o identificador que le permite a uno moverse mejor o peor en nuevos contextos sociales, el gusto estético (ya sea en el ámbito de la moda, la gastronomía o la música) que uno tenga suele ser, en algunas ocasiones, un filtro importante para generar lazos o antagonismos. Pero, ¿por qué es esto importante? Cada uno de los capítulos de este libro trabaja sobre una identidad concreta: la creencia, el género, la nación, la raza, la clase y la cultura. Pues bien, gran parte del éxito de este corto trabajo es mostrar de una manera elocuente que cada una de estas formas de identificarse lleva siempre consigo una serie de códigos que no son solo dogmáticos sino que también son ingenuos y banales, recogidos y expresados en nuestros hábitos. Yo nunca me había planteado que mi masculinidad se expresa a partir de mis andares, de mi tono de voz y las palabras con las que me expreso. Tampoco me había planteado (y esto ha sido hace muy poco tiempo) que, aún siendo ateo por elección, sigo siendo igual de católico que gran parte de mi familia al compartir con ellos un código ético y moral que guía y estructura muchas de mis decisiones cotidianas. El hecho de jugar al baloncesto en las pistas del barrio con los dominicanos, acentuaba, pese a nuestra buena relación y fraternidad, que éramos dos grupos representados perfectamente en dos equipos: dominicanos y “nosotros”.

Cada uno de los capítulos trabaja sobre una identidad concreta: la creencia, el género, la nación, la raza, la clase y la cultura. Cada una de estas formas de identificarse lleva siempre consigo una serie de códigos que no son solo dogmáticos sino también ingenuos y banales.

Y este “nosotros” es fundamental para entender la segunda de las verdades que guían la narrativa de Appiah: que las identidades son las mentiras que nos unen, y paradójicamente, esta unión se realiza gracias a la distinción. Distinción entre un nosotros y un ellos, dentro y fuera, bueno y malo, etcétera. Este “sentimiento de tribu” es fundamental, es una cuasi verdad antropológica, parece inevitable en sus rasgos más negativos, pero a la vez, es esencialmente humano. En mi último año de universidad, como parte de ese camino que tomé en relación a mis estudios, elegí por recomendación de Almudena la asignatura “Identidad y territorio”. Creo que fue en ambas asignaturas donde nuestro sentimiento de tribu salió más a la luz, se reveló como algo parecido a la fuerza de la gravedad: la clase se dividió en dos partes desde la primera sesión, la izquierda del aula y la derecha del aula. Sin conocerse apenas, los que hasta ese momento formaban parte del grupo de tarde se sentaron en el ala izquierda. Nosotros hicimos lo propio sentándonos a la derecha. Pero también se reprodujeron otros agrupamientos. Recuerdo que en la segunda sesión también decidimos aplicar un filtro ideológico para esta división del aula. Lo que podemos llamar el eje ideológico izquierdas-derechas, que implicaba posicionamientos políticos y morales en relación a la clase, el género, la nación o la cultura, reprodujo aún más nuestro comportamiento tribal. Y eso que se trataba de una clase que precisamente se debía dedicar al estudio (crítico) de las identidades. Y es que justamente este tipo de comportamientos paradójicos son los que hacen atractivo, diría bello, el mundo y el estudio de las identidades. Aceptar que nuestro comportamiento distintivo es el centro de las paradojas que plantea el estudio de las identidades es altamente frustrante y estimulante a partes iguales. Porque en pleno siglo XXI quizás tratamos de juntarnos con gente a partir de nuestras similitudes de una manera positiva, es decir, identificamos en otras personas una serie de valores que nos parecen buenos para poder desarrollar una vida en común. Pero, y aquí la parte de frustración, también construimos estas relaciones a partir de la diferencia, que podemos identificar en lugares como el color de la piel, la vestimenta, las creencias religiosas e incluso en descubrimientos de carácter científico.

De hecho, a partir del siglo XIX, el cientificismo ha sido un gran aliado del carácter naturalizador de las identidades (aunque últimamente solo aparezca en la crítica del marxismo ortodoxo). Uno de las cosas que más me gustan de Appiah es que, gracias a su narrativa histórica, es capaz de convencerte de que los términos y las identidades no siempre han sido como las pensamos y como funcionan en la actualidad: las cosas cambian, tanto en significado como en su funcionamiento dentro de los grupos. El esencialismo de las identidades (nuestra tercera verdad psicológica), es un modo de justificar el carácter ahistórico de nuestras ideas, es decir, de convencernos de que las cosas no cambian, que siempre han sido así. María, profesora de mi asignatura de “Identidad y territorio”, sacó la varita mágica y dibujó en la pizarra un eje, esencialismo-constructivismo, que vendría a representar el espectro académico sobre el que íbamos a trabajar en ese curso. En contraposición al constructivismo, que explica la realidad social a partir de su carácter dinámico y cambiante, el esencialismo asocia a algunas ideas y categorías una especie de naturaleza verdadera, algo interno e inamovible. Pero el estilo de Appiah no se caracteriza por ser parcial explicativamente; creo que la sociología de Bourdieu en la que se apoya el autor tiene un remanente materialista que complica la empresa constructivista. Por ello, y lejos de comenzar un debate entre una u otra perspectiva, Appiah aborda la cuestión del esencialismo de las identidades no solo desmintiendo viejos mitos e ideas. Su principal cometido es trazar genealogías que muestran cómo la raza, la nación, la cultura occidental… se han construido y justificado históricamente a partir de ciertas “esencias” naturales. Por ejemplo, en el capítulo dedicado a la Cultura, es capaz de trazar una genealogía entre cristianismo, europeísmo y occidentalismo. Lo que permite identificar a una persona como Occidental radica en los valores de la igualdad y libertad, esencia del ideal democrático. Pero, sin embargo, esta asociación de ideas contemporánea tuvo sus predecesores históricos: la identidad moderna de europeidad cuya esencia (de corte hegeliana) era la herencia cultural y artística de las sociedades griegas y romanas y la identidad medieval cristiana, que surgió del conflicto político con aquellos que vivían en el “hogar del islam”, antes que por similitud en costumbres, lengua y tradiciones entre los diferentes Estados de la Europa del medievo.

El esencialismo de las identidades es un modo de justificar el carácter ahistórico de nuestras ideas, es decir, de convencernos de que las cosas no cambian, que siempre han sido así.

Esencia, habitus y distinción, son las tres herramientas que nos ofrece Appiah para hablar de las identidades. La elegancia del modo en que él aborda la causa quizás la encontremos en tres aspectos. El primero es que las tres herramientas funcionan a la perfección para comprender cada una de las categorías del libro. Desde el género a la nación o la distinción racial, cada una expresa sus formas de esencialismo, su hexis corporal, o su constitución antagónica. En segundo lugar, encontraríamos su exposición histórica y causal. Más que centrarse en dinamitar otras posturas teóricas y políticas, Appiah las encaja en el proceso que llamamos historia y con ello, las esencias se diluyen por sí mismas, los habitus se revelan y las distinciones se vuelven comprensibles. Pero sobre todo hay un elemento, y este es el tercer aspecto, que le da a este libro un toque mágico. Appiah aborda cada una de las identidades a partir de biografías individuales. El autor nos presenta cada una de estas categorías o identidades desde la cercanía y realidad de la vida y la historia de personas: desde su familia (un mix curioso de ghaneses e ingleses), a Svevo, un cosmopolita singular y sin lugar (más que en las calles de su barrio y ciudad natal, Trieste) en la Europa nacionalista de finales del XIX y principios del XX, o Amo, un niño que, gracias a la empresa ilustrada, fue partícipe (sin voz ni voto) de un experimento para demostrar que los negros también podían estudiar filosofía y gozar de los mismos derechos que un europeo blanco. Es este detalle, la narrativa a través de casos biográficos, el que ofrece argumentos para pensar una identidad que parece importante para el siglo XXI: la humanidad. La empatía que despiertan las personas a través de sus historias, genera algo que trasciende otras formas de identificación y no por ello hay que acabar con éstas otras. Reconocernos como humanos y encontrar valores e ideales que nos unan como tales puede ser una manera coherente de seguir siendo hombres, judíos, ingleses, occidentales, lesbianas o Ashanti: “soy humano, nada de lo humano me es extraño”. Quizás, necesitemos una mentira (más grande aún) que nos una. Quizás la tribu, a estas alturas, se nos haya quedado pequeña.

Referencias

Appiah, K. A. Las mentiras que nos unen. Barcelona: Penguin Random House, 2019. ISBN 978-84-306-2226-9.