“La necesidad de la extrema derecha de volver a azuzar el mito de la anti-España es la evidencia de que su patria lánguida carece de cualquier proyecto autóctono ni horizonte propio”.
Por Pablo Cerezo (@Pablo_Cerezo_)
Felipe II (1527-1598) hizo de la devoción religiosa su principal baluarte político. El monarca “prudente” se comprometió a que la Reforma protestante no cruzara los Pirineos y puso todo su empeño en que así fuera. Para ello en 1559, el Inquisidor Fernando de Valdés decidió prohibir los libros en castellano de cara a evitar cualquier expansión reformista por la Península.
Por aquel entonces, Teresa de Jesús (1515-1582) era una joven dedicada al Señor y a la lectura. Aún faltaban unos años para que la mística fundara la Orden de las Carmelitas Descalzas, pero la futura Santa era ya una ávida lectora de las novelas de caballería y hagiografías de santos. No obstante, tras la prohibición de la Inquisición tuvo que renegar de su pasión lectora y volcarse entera al Señor.
Sin embargo, Felipe II no fue el primero en obsesionarse con la exclusividad religiosa. Ya con los Reyes Católicos se formalizó un proceso de depuración de todo aquello que no obedeciese a lo castellano y católico. La expulsión de musulmanes y judíos de la Península y la búsqueda de la unicidad cristiana fue troncal en el proyecto político de la Modernidad en la Península Ibérica. Durante la Reconquista se plantó una catedral allí donde hubiera una mezquita, se optó por el rentismo antes que por la inversión industrial y se impuso como requisito gremial la “pureza de sangre”.
Mucho de lo anterior se puede explicar por el propio contexto histórico. Lo problemático, sin embargo, es que resulta imposible separar nuestra actual identidad nacional de la de aquel entonces. El sustrato de ambas sigue siendo el mismo a pesar de los siglos: la incapacidad de lidiar con la heterogeneidad. Una incapacidad heredera de aquella vocación de unidad que tuvo “lo castellano” como modelo central y la Inquisición y la Reconquista como hechos fundacionales. Aún a día de hoy, esa obsesión por la unicidad nos persigue.
Resulta imposible separar nuestra actual identidad nacional de la de aquel entonces. El sustrato de ambas sigue siendo el mismo a pesar de los siglos: la incapacidad de lidiar con la heterogeneidad.
En el libro Europa frente a Europa, Pablo Bustinduy define la identidad europea como una identidad negada, pues el discurso europeísta “suele defender las virtudes del proyecto de integración utilizando principalmente argumentos negativos”. De este modo, si la historia europea la habían definido mayoritariamente las guerras de religión, la Unión Europea ha venido a traernos la paz y concordia entre los pueblos. Y si esas guerras habían supuesto extenuantes conflictos fronterizos, ese pasado queda atrás con la UE que ha diluido las fronteras. Así, “su principal logro es que Europa haya dejado de ser lo que siempre ha sido; su identidad positiva se basa en la ausencia de aquello que la definió durante gran parte de su existencia.”
Lo cierto es que a nuestra identidad nacional le pasa algo similar a la europeísta: es incapaz de afirmarse. O, mejor dicho, solo puede hacerlo negando a la otra mitad que la habita y a gran parte de su pasado. Es un cuerpo incapaz de erguirse por sí mismo, dependiente en su totalidad de aquella mitad que aborrece. Heredera de un largo proceso político en el cual, incapaz de lidiar con la diferencia, se acabó por expulsar a musulmanes y judíos, se prohibieron los libros a Teresa de Jesús y se cerraron las puertas a Europa. Convencidos de que, aislada y árida, Castilla seguiría siendo Castilla.
En buena medida, el nacionalcatolicismo recogió el relevo de aquella identidad. Los golpistas se “levantaron contra los enemigos de España”, y durante cuarenta años de dictadura, Franco represalió a la mitad del país que gobernaba. Para el franquismo sólo existía una buena manera de ser español, católica y castellana, y quienes no profesasen esos valores no sólo no eran buenos españoles, eran la antipatria; los enemigos de la nación. Aún a día de hoy, el eco de “la anti-España” resuena en el Congreso, y más de un diputado encuentra evidente satisfacción en alimentar el viejo fantasma de la España negada, que nunca llegó a abandonarnos.
Desde que la extrema derecha alcanzara las instituciones, se han dedicado a eliminar placas y conmemoraciones impulsadas por la Ley de Memoria Histórica, como los versos de Miguel Hernández del cementerio de la Almudena o la placa homenaje a Largo Caballero (ahora hecha pedazos en algún contenedor a las afueras de Madrid). Su necesidad de volver a azuzar el mito de la anti-España es la evidencia de que su patria lánguida carece de cualquier proyecto autóctono ni horizonte propio. Niegan para afirmarse mínimamente, como un burdo matón de instituto.
Por ello, salvaguardando el mundial de fútbol (lo cual no es un ejemplo banal), la bandera no se saca como símbolo de orgullo y reconocimiento de ciertos valores, sino para recordarle al “antiespañol”, al rojo, al separatista, a la feminista, al homosexual o váyase usted a saber a quién, que no es tan español como ellos; que su incapacidad de enorgullecerse con la bandera le convierte en un ciudadano de segunda. Es por ello por lo que la rojigualda nunca fue un elemento de adscripción sino un recurso de diferenciación. Y he ahí la verdad incómoda para aquellos que creemos que otro concepto de identidad nacional es posible: por ahora solo hay España en la medida en la que hay anti-España.
He ahí la verdad incómoda para aquellos que creemos que otro concepto de identidad nacional es posible: por ahora solo hay España en la medida en la que hay anti-España.
Llegamos así a los últimos eslabones de esta identidad defectuosa: los que arremeten contra Andalucía y nuestra pluralidad de acentos, los que lucen rojigualdas en la muñeca, pero ven en nuestra riqueza lingüística una temible amenaza a la unidad de la patria, los que creen que el Estado les pertenece en herencia y claman que cualquier gobierno que no sea el suyo es poco menos que ilegítimo, o los que juran defender una patria a la que creen le sobran 26 millones de personas. En definitiva, los adalides de una patria inconsistente que niegan el país al que dicen adorar.