“La irrupción ciudadana ha pasado de ser una experiencia reciente, vigente, a convertirse en un recuerdo a menudo melancólico de lo que pudo ser y no fue. El tablero es otro, con los problemas viejos y nuevos”
Por Daniel Alonso (@danialgo_)
Dentro de unos meses se cumplirá una década del 15M. El año 2011 dio lugar a un ciclo largo, dentro del cual se han sucedido otros periodos más cortos, de diferente tipo y alcance. En muy pocas palabras, el 15M se puede concebir como una ruptura cultural con los consensos de la Transición, debido fundamentalmente al incumplimiento, por parte del Régimen del 78, de sus propias promesas de integración/ascenso social y de una desconexión entre élites y pueblo. No es que las exigencias de los indignados fuesen utópicas, sino que la situación hacía que incluso la demanda más sensata suponía algo inasumible para el orden establecido. César Rendueles lo explica muy bien en Capitalismo canalla:
«En 2011 en Madrid la policía tuvo que proteger el Congreso de los Diputados de hijos y madres y abuelas y nietos y hermanas y novios que aspiraban a un trabajo más o menos estable y a formar una familia. Intentar llevar una vida convencional se había convertido en un experimento contracultural […] Nos dimos cuenta de que todo ello nos obliga a transformar de arriba abajo el mundo que conocemos. El mero sentido común nos enfrenta a los dementes trajeados que desde los parlamentos y los consejos de administración tratan de arrasar nuestras vidas.»
El descontento se erigía frente a los recortes sociales y se sucedían los escándalos de corrupción. El movimiento “contra-indignó”, previsiblemente, a la derecha, pero también a una parte de la izquierda que se replegaba en sus símbolos e identidades políticas. Extrapolándolo a hoy, es un poco como las personas que consideran el identitarismo y el posmodernismo (sin aclarar muy bien qué es eso) como el principal obstáculo para la revolución, proponiendo como alternativa más identidad y retórica, eso sí, propias.
El movimiento “contra-indignó”, previsiblemente, a la derecha, pero también a una parte de la izquierda que se replegaba en sus símbolos e identidades políticas.
La contrahegemonía de 2011 dio paso a recuperar certezas, motivos y esperanzas para articular una lucha colectiva, a politizar dolores que se vivían muchas veces aislados y en privado. La ruptura cultural no dio paso a la ruptura política; la condición necesaria no era suficiente. Hoy vemos menoscabada parte de esas certezas, y el neoliberalismo imperante sigue destruyendo los vínculos sociales. A las movilizaciones le sucedió el cansancio y el miedo a más represión; a la ola de cambio le devoró el cansancio postelectoral, las resoluciones internas de los partidos y la falta de resultados en forma de gobierno; la cultura del acuerdo resurgía, y la épica impugnatoria y las razones políticas y morales no bastaban. Errores propios y ajenos, decisiones evitables e inevitables. El ruido mediático y los resortes del poder han tenido que ver, por descontado. La oportunidad en la crisis actual de blindar lo público, de distribuir la riqueza y de construir una comunidad política no mercantilizada está siendo desechada por el Gobierno para contentar a los grandes poderes, pese a la discrepancia de una UP (no sólo, pero sí dentro del Gobierno) debilitada cuantitativa y cualitativamente. En 2011 lo sensato también era revolucionario, pero ahora cargamos a nuestras espaldas diez años más de cansancio, a veces resignación, y miedo ante un mundo cuyo sentido ya no conocemos.
Hoy tenemos un Gobierno que incluye ministros a la izquierda del PSOE, algo inédito, pero con la alternativa tendente a ocupar sólo la esquina izquierda del tablero. La lógica gubernamental de este año se resume en ciertas mejoras impensables sin UP, pero sin una alteración sustancial de la estructura de poder. La exageración de la derecha patrimonialista contribuye a reforzar ese marco: no ser un fascista ni un matón de cortijo hace a uno revolucionario. UP, en este caso, no puede contentarse con eso; las discusiones a través de la prensa no pesan más que la senda que impone el socioliberalismo en última instancia. La normalización, el arraigo, no deben conducir a ser subsumido. Si el 15M expresó la ruptura de los consensos del 78, la estrategia de subalternidad los refuerza, frente a un peligro reaccionario que es real, pero también utilizado de forma oportunista por una parte del régimen. Uno de los momentos que mejor reflejaron la tendencia actual fue intervención de Pedro Sánchez halagando del papel del PCE de la Transición, entre agradecimientos de marxistas-leninistas que poco tiempo antes abjuraban del legado del carrillismo. El tablero quedaba repartido.
El tsunami del 15M hoy nos sabe a derrota. La desafección hacia la clase política sigue presente, pero la distinción entre “mayordomos de los ricos” y “carteros de la gente” opera con menos fuerza que hace cinco años. Ahora la desilusión, la quemazón militante y simpatizante, y el síndrome TINA (There Is No Alternative) combinado con cierto cinismo, pesan todavía más. Hay quien culpa desde la izquierda a las personas trans, al feminismo, al globalismo al veganismo o al posmodernismo de esta derrota. Que nos expliquen en que -ismo divisor de la clase obrera inscribimos el que llevemos 8 años sin que las direcciones de los sindicatos mayoritarios, esas organizaciones del ámbito más “material”, hayan convocado una huelga general.
El tsunami del 15M hoy nos sabe a derrota. La desafección hacia la clase política sigue presente, pero la distinción entre “mayordomos de los ricos” y “carteros de la gente” opera con menos fuerza que hace cinco años.
Una parte de la indignación actual, de corte elitista, pero con capacidad de penetración social, es acaparada por la extrema derecha (incluida sectores del PP como el que representa Ayuso), lo que se retroalimenta con la canalización del apoyo progresista al PSOE. El conflicto catalán fue la ventana de oportunidad de la derecha radical trumpista, que ha continuado polarizando a través del anti-feminismo, el negacionismo, un odio de clase oportunista y el patrimonialismo estatal expresado en los cayetanos. Lo que uno opine sobre la independencia importa poco, cuando la cuestión territorial es inevitable y trasciende a una identidad nacional: la despoblación de las Castillas o Extremadura, la fobia hacia otras lenguas del Estado, el dumping fiscal impulsado por el PP de Madrid, la tasa de pobreza en Andalucía… Sin embargo, el debate se ha focalizado en un nacional-constitucionalismo que se fortalece tras la contrahegemonía democrática del ciclo largo de esta década.
Además de lo dicho, el neoconservadurismo goza de una ventaja oligárquica para establecer su agenda (medios de comunicación, contactos en el Estado, recursos empresariales). No es excusa para la pasividad, sino un aviso de que el hablar muy duro no es la clave del éxito a imitar. Partiendo de aquí, aún quedan mimbres para construir una antropología emancipatoria, que no pasa por la unidad frente a la diversidad, sino por su unidad a través de su diversidad. Lo común resuelto por los comunes, bajo condiciones materiales garantizadas. La degradación social que ha traído el neoliberalismo, progre o conservador, nos obliga a empujar más fuerte por politizar las opresiones en un sentido radicalmente democrático. Esa causa es compartida por la gente que hace diez años se echó a las calles y que después tejió un inmenso abanico de movimientos.
Aún quedan mimbres para construir una antropología emancipatoria, que no pasa por la unidad frente a la diversidad, sino por su unidad a través de su diversidad. Lo común resuelto por los comunes, bajo condiciones materiales garantizadas.
Han pasado casi 10 años del 15M y ha pasado el 15M. La irrupción ciudadana ha pasado de ser una experiencia reciente, vigente, a convertirse en un recuerdo a menudo melancólico de lo que pudo ser y no fue. Hemos tenido auge y declive de fuerzas populares. El tablero es otro, con los problemas viejos y nuevos. El 15M forma parte de la cultura democrática de la cual debemos aprender, sin que se convierta, como diría Marx, en una losa para los vivos. Ni evocaciones fetichistas ni profecías autocumplidas. Otro 15M es necesario en la llamada “era COVID”, en tanto que debe ser algo distinto, eso sí, siguiendo el hilo conductor de la emancipación. Se han perdido esperanzas y capacidad de agregación política y social, pero no las ideas: sanidad, cuidados, tiempo libre, independencia civil, la mencionada vertebración territorial, etc. Las revoluciones se basan en patear manuales y en aprender de lo mejor del pasado desde un enfoque herético. Estamos peor que ayer, hay menos tiempo y más miedo, y por eso mismo hay más razones para cambiar todo desde lo que somos hoy.