No es el Congreso de los Diputados secuestrado por Tejero, son los estudiantes franceses ocupando el aula magna de La SorbonaPor David Sánchez

Pero cuando deconstruimos un mito, ¿no debemos después escribir un relato común? Cuando pulverizamos un yugo, ¿no debemos a continuación refundar estructuras colectivas en las que inscribir de nuevo nuestras individualidades emancipadas?

André Glucksmann. Mayo del 68. Por la subversión permanente

 

Es intelectualmente tentador analizar los acontecimientos del 68 desde la perspectiva del sistema-mundo. Las protestas y los levantamientos de aquel año sacudieron simultáneamente el centro, la semiperiferia y la periferia de nuestro planeta: desde Francia a México, pasando por Japón y Checoslovaquia. Según Immanuel Wallerstein, los ‘orígenes, consecuencias y lecciones [de la revolución del 68] no pueden ser analizados correctamente aludiendo a las circunstancias particulares que rodearon las manifestaciones locales de este fenómeno global’. El 68 venía a señalar el comienzo del fin de ‘los treinta años gloriosos’, una etapa inaugurada tras la Segunda Guerra Mundial y caracterizada por la hegemonía mundial de los Estados Unidos, altos niveles de crecimiento económico  y una cierta redistribución social de la riqueza (Estado del bienestar).

Sin embargo, desde una perspectiva que otorga prioridad (y una extensa autonomía) a las influencias y los desarrollos políticos propios de cada país, el 68 es un fenómeno demasiado heterogéneo como para ser presentado a través de un relato uniformizador como el de Wallerstein (cuya voz es privilegiada hoy por algunos dirigentes políticos nacionales). En 1968. El nacimiento de un nuevo mundo, González Férriz distingue entre el 68 en las ‘naciones ricas y democráticas’ (Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania y Japón), el 68 en las ‘dictaduras comunistas’ (Checoslovaquia y Polonia), el 68 en los ‘regímenes ambiguos’ (México) y el 68 en las ‘dictaduras militares’ (España).

Dado que España ha dejado de ser una ‘dictadura militar’ para convertirse (con matices) en una ‘nación rica y democrática’, es más productivo, en términos de análisis político, fijarse en las experiencias de aquellos países que en el 68 se asemejaban más, al menos desde un punto de vista institucional, a la España de 2018. En este sentido, Francia es un referente inevitable. El Mayo francés ha sido históricamente el paradigma del 68, tanto en nuestro país como en el extranjero. En Francia el 68 fue más lejos que en ningún otro sitio, con unos 10 millones de trabajadores participando en una huelga general y sumándose a las movilizaciones masivas de los estudiantes iniciadas en las universidades de Nanterre y la Sorbona. Fernández Buey calificó este momento, que hizo tambalear los cimientos de la V República Francesa, como un ‘ensayo general revolucionario’. 

Bruno  Barbey, autor de algunas de las fotografías más icónicas del Mayo parisino, señalaba recientemente otro motivo por el cual los acontecimientos del 68 tienen tanta relevancia pública en nuestro país: ‘siempre me ha llamado la atención la forma en que los españoles se sienten atraídos por los acontecimientos de Mayo del 68; la razón, pienso, es que sigue habiendo toda una generación frustrada que, bajo la dictadura de Franco, nunca pudo pensar en vivir unos hechos así. Y siguen queriendo entender qué es lo que de verdad pasó en París en aquellos años’. Tal propósito requiere analizar tanto las victorias como los fracasos de un movimiento que, según Bourdieu, provocó un ‘gran estremecimiento del orden simbólico’.

El Mayo del 68 fue, en primer lugar, un problema teórico para los partidos comunistas tradicionales, que no dudaron en descalificar a los estudiantes apelando a sus orígenes de clase. George Marchais, secretario general del Partido Comunista Francés, se refirió a ellos como unos fils à papa (hijos de papá). En Italia, Pasolini fue más allá, y en su famoso poema ‘El PCI a los jóvenes’ expresó su posición ante el conflicto de los estudiantes con las fuerzas de seguridad del Estado: ‘yo simpatizaba con los policías, porque los policías son hijos de los pobres, vienen de periferias, ya sean campesinas o urbanas […] Ayer se produjo un episodio de lucha de clases: y vosotros, queridos (si bien estabais de la parte de la razón) erais los ricos’. Algunos marxistas no querían abandonar la idea del proletariado como sujeto privilegiado de la emancipación (de ahí su consigna de que ‘la bandera de la revolución pase de las manos débiles de los estudiantes a la clase obrera’), y, cegados por un análisis economicista, no aceptaban la legitimidad de las demandas libertarias de los estudiantes. (Sin embargo, esta opinión no era exclusiva de los comunistas. El director de cine François Truffaut, a pesar de haber apoyado la cancelación del festival de Cannes de 1968 en solidaridad con las protestas, le dijo a Jean-Luc Godard: ‘yo nunca estaré del lado de los hijos de la burguesía’, lo que supuso la ruptura de la amistad entre ambos).  

El ‘orden simbólico’ al que hacía referencia Bourdieu estaba hegemonizado en las décadas  anteriores al 68 por la disputa entre el conservadurismo gaullista y el comunismo de inspiración soviética, representado por el PCF. André y Raphaël Glucksmann han señalado que el Mayo francés vino para hacer saltar por los aires las cadenas morales y el dogmatismo verticalista que imponían uno y otro modelo. Es cierto que la mayor parte de los estudiantes parisinos tenían una filiación marxista (trotskista, maoísta, guevarista…) pero la Unión Soviética estaba dejando de ser para ellos el referente político fundamental. (Hay que recordar a Cohn-Bendit, líder del movimiento 22 de Marzo (22M), identificándose ante un juez, en un acto de solidaridad, como ‘Kuron-Modzelewski’, los apellidos de dos profesores polacos represaliados por el régimen comunista). El rechazo del orden existente sumado a cierta ausencia de proyectos políticos de referencia fue lo que otorgó al Mayo del 68 su carácter (a la vez virtuoso y deficitario) de movimiento destituyente.  En una entrevista publicada en el mismo mes de mayo por Le Nouvel Observateur un Jean-Paul Sartre simpatizante de las revueltas le trasladaba a Cohn-Bendit una preocupación de sus conciudadanos franceses: ‘les reprochan querer “destruirlo todo” sin saber- en todo caso sin decir- lo que ustedes quieren colocar en lugar de lo que derrumban’. La respuesta de Dany el Rojo, para unos ingenua, para otros libertaria, ilustra una de las claves del movimiento: ‘es preciso evitar la creación inmediata de una organización o definir un programa que serían inevitablemente paralizantes. La única oportunidad del movimiento es justamente ese desorden que permite a las gentes hablar libremente y que puede desembocar, por fin, en cierta forma de autoorganización’. Es decir, renuncia explícita a la política parlamentaria y a la gestión institucional del poder.

André Glucksmann propone (en un extraordinario libro escrito a cuatro manos con su padre Raphaël Glucksmann, protagonista del Mayo francés) una interpretación novedosa de los acontecimientos del 68. Por un lado, les reconoce sus virtudes, a saber, la emancipación del individuo de relatos morales metafísicos (gaullistas-comunistas), pero por otro, le confía a nuestro presente la necesidad de hacer aquello que el 68 no pudo o no quiso hacer, a saber, ‘refundar estructuras colectivas en las que inscribir de nuevo nuestras individualidades emancipadas’ o, expresado en un léxico contemporáneo, construir pueblo de manera no esencialista. La renuncia prolongada a esta tarea dejó abierta una vía que el neoliberalismo aprovechó para incorporar las demandas libertarias de los soixante-huitards a un marco general mercantilista y consumista que es hegemónico desde hace varias décadas, pero nuestro análisis debe ser cuidadoso y no tirar al niño de las libertades individuales junto con el agua sucia del neoliberalismo. (Precisamente por esta razón la primavera de Praga de 1968 y sus anhelos de un socialismo ‘de rostro humano’ o democrático deberían ser estudiados con mayor interés).  

La democracia no fue una de las prioridades de los estudiantes parisinos. La huelga general de mayo fue la más grande en la historia del país, con dos tercios de los trabajadores en paro, pero apenas un mes y medio más tarde, a finales de junio, los gaullistas y sus aliados obtuvieron una victoria abrumadora en las elecciones generales. ¿Pero no se había asegurado que las mayorías sociales se transforman automáticamente en mayorías electorales? Conviene recordar que tras los disturbios de mayo en el barrio Latino de París, los grupos maoístas, trotskistas y anarquistas fueron disueltos, el movimiento 22M ilegalizado y las manifestaciones prohibidas durante la campaña. Las elecciones no se celebraron en condiciones democráticas. Además, el gobierno, la patronal y los sindicatos habían firmado a finales de mayo los acuerdos de Grenelle, que establecían importantes mejoras salariales y ampliaciones de vacaciones para los trabajadores y las trabajadoras, una revolución pasiva que provocó la desactivación de la protesta obrera (a pesar de que se mantuvieron las ocupaciones en algunas grandes fábricas) y el debilitamiento del movimiento contestatario. De todas formas, los estudiantes habían asumido una actitud expresada por el eslogan ‘Elecciones, trampa para idiotas’; la disputa del poder estatal a través del mecanismo electoral y, más importante, la construcción de un proyecto político hegemónico que incorporase las demandas de otros sectores sociales, nunca estuvieron entre sus objetivos. En países como Italia o Alemania, esta incapacidad de los movimientos sesentayochistas para transformar sus sociedades tuvo como consecuencia que algunos grupos radicales como las Brigadas Rojas o la banda Baader-Meinhof optasen por la vía armada y por el asesinato político como instrumento revolucionario, renunciando definitivamente a la acción política democrática. (Por contraste, el mayo del 68 francés distinguió siempre, según Raphaël Glucksmann, ‘entre las violencias contra las cosas y el terror contra las personas’).

El Mayo del 68 francés y el 15M español, a pesar de ser dos fenómenos políticos difícilmente comparables, comparten un rasgo común: en ambos un periodo de efervescencia social en las calles dio paso a una mayoría electoral conservadora. En Francia, la victoria de los gaullistas en las urnas vino precedida por un acontecimiento muy relevante: el 30 de mayo se convocó en París una manifestación ‘En defensa de la República’ en la que participaron unos 300.000 ciudadanos. En aquella movilización tomaron las calles aquellos que durante el mes de mayo habían permanecido en sus casas asustados por las barricadas y los disturbios. El presidente conservador De Gaulle, que aquella misma mañana había alertado del riesgo que Francia corría de caer presa de la dictadura del ‘comunismo totalitario’, monopolizó durante aquellas semanas previas a las elecciones los principales símbolos nacionales, como La Marsellesa o la V de la victoria  (utilizada por los que resistieron a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial), frente a las cuales La Internacional, el puño en alto o las banderas rojas y negras que ondeaban los estudiantes ejercían una interpelación política de menor intensidad. Suerte que en 2018, 50 años después de los ‘sucesos de Mayo’, las lecciones del populismo hayan llegado ya hasta la Francia Insumisa.