Por Ignacio Lezica 

Dice Clara Serra en su último libro, Leonas y zorras, que conviene atender a los usos tácticos del feminismo además de los estratégicos. Con ello, la autora nos indica que es posible hacer uso de la fuerza y las legitmidades del movimiento feminista con fines políticos que sean diferentes a los del desmantelamiento del patriarcado. Esto implicaría valerse del relato feminista no sólo para abordar la desigualdad entre hombres y mujeres, sino también para hacerle frente a otros conflictos que atraviesan nuestra sociedad: entender el anticapitalismo como un abandono del individualismo masculino en pos de un proyecto alternativo de sociedad que ponga el cuidado del otro en el centro, la construcción de un federalismo plurinacional que abandone la dinámica testosterónica de extremismos autodestructivos que caracteriza el debate territorial hoy en día, o la necesidad de ir a un proceso constituyente para incorporar los derechos y libertades de las mujeres, abriendo la posibilidad de hacer transformaciones en la carta magna que desborden esta intención inicial con otras demandas. Esta operación política, lejos de instrumentalizar (en el peor de los sentidos posibles) el feminismo para olvidarnos de las metas que le son propias, podría convertir el feminismo en el elemento vertebrador de una nueva voluntad general. En el pasado fue posible imaginar un horizonte nacional-popular con el movimiento obrero como sujeto particular cuyos intereses se vuelven los de la totalidad. En este momento histórico, podemos imaginar algo similar con el movimiento feminista, la fracción más organizada y transversal del movimiento popular español hoy en día. Los contragolpes feministas masivos y con intensidad creciente ante ciertos movimientos de elementos claves del régimen también castigados por el conflicto territorial (sobre todo el Poder Judicial, pero también partidos políticos o incluso sectores del poder mediático hasta ahora intocables), permiten pensar antes una ruptura del régimen en clave feminista-plurinacional que desde otros lugares de enunciación agotados por el fracaso de la izquierda.

Construir con éxito un nuevo bloque histórico hegemónico, no implica la exclusión absoluta (antagónica, definitiva) del cuerpo social de quienes anteriormente ocupaban la posición dominante, sino la redefinición de su posición para despojarla de los privilegios a combatir y a la vez comprometerles con el nuevo orden de cosas. Por esto, pensar el feminismo como cimiento de una nueva hegemonía en España, es pensar también nuevas formas de ser hombre que resuelvan la crítica feminista a la masculinidad ofreciendo soluciones atractivas. Esta necesidad es crucial: todo proyecto que busque superar un régimen en decadencia y se deje fuera a la mitad de la población estará condenado a perecer frente a otros que sí generen horizontes para todos y todas, sean éstos democráticos o no. Incluir a los hombres en una nueva España feminista no quiere decir ceder cuotas de poder al patriarcado, sino lo contrario. Un feminismo poderoso es aquél que no sólo seduce a las mujeres, sino que también proporciona identidades políticas para los hombres más atractivas que las que ofrece el patriarcado. Dicho de otra forma: si creemos en el feminismo como relato conductor del proceso de superación del régimen del 78, el feminismo debe dejar de ser un movimiento que interpele exclusivamente a las mujeres y pasar a convertirse en un movimiento para España entera que, sin retroceder un ápice en la defensa de los derechos y libertades de las mujeres, vaya mucho más allá, hacia la transformación radicalmente democrática de nuestro país.

Cometeríamos un inmenso error colectivo si creyéramos que al destinar energías a repensar la masculinidad para un proyecto feminista de país, el feminismo está defendiendo intereses que le son ajenos: no puede ser ajeno al feminismo pensar crítica y constructivamente los mecanismos sociológicos a partir de los cuales la mitad de la población asume identidades nocivas para las mujeres. De hecho, el abandono de esa tarea se la regala a un adversario que ya mismo, a través de interpelaciones muy hábiles a una masculinidad frágil y en decadencia, busca recomponer las identidades masculinas en oposición al feminismo. No hay nada de natural en que los hombres definan su hombría como trinchera de resistencia frente a los ataques morados, pero desde luego será lo que ocurra si, una vez que sectores importantes de la sociedad española impugnan la masculinidad tradicional, el conservadurismo y la reacción son los únicos que ofrecen alternativas atractivas.

Varios apuntes sobre la tarea que tenemos por delante. La construcción de masculinidades de nuevo tipo probablemente sea la principal responsabilidad colectiva que los hombres tenemos dentro del movimiento feminista. Comprendemos con mayor inmediatez los mecanismos psicológicos y sociales de construcción de la identidad masculina dominante, y en su crítica ante otros hombres siempre seremos más escuchados que ellas. Es obvio que repensar la masculinidad como tarea feminista de los hombres no implica sólo la mera reflexión teórica sobre aquello que podría funcionar, sino abordar desde ya mismo la labor de seducción y persuasión de otros hombres aún no convencidos, nuestros compañeros de clase, de trabajo, de actividades deportivas, familiares, etc. En este “cuerpo a cuerpo” con los hombres aún no identificados con nuestras ideas quizá sea útil la reflexión de Clara Serra sobre la apropiación feminista de determinados significantes asociados a la masculinidad, como la valentía, cargándolos de sentido emancipador. Así, será valiente, y por tanto un hombre de verdad, aquél que no sólo aborda la difícil tarea de lidiar con sus propios miedos e inseguridades sin dañar a otras personas en el proceso, sino también quien se enfrenta públicamente a esos militantes antifeministas que se refugian cobardemente en la inercia conservadora de los grupos de amigos para enunciar mensajes de odio y desprecio contra las mujeres. También cabrá señalar la seguridad masculina en uno mismo como un valor que no se demuestra ocultando dudas y miedos, y mucho menos en el desprecio ante la opinión del otro, sino precisamente en lo opuesto: uno está seguro de sí mismo cuando comprende la naturalidad del miedo y la duda, y por ello se abre a la escucha para encontrar soluciones compartidas, más allá de repliegues egoístas que siempre son síntoma de masculinidad frágil. Poco valientes, y poco seguros son, por ello, quienes necesitan abrigarse con identidades patriarcales neuróticas y avejentadas. Otro enorme campo por explorar es el de la paternidad, como un tipo de identidad claramente masculina pero asociada al cuidado de quienes son más vulnerables. La viralización frecuente de material audiovisual en el que los padres ejercen de buenos padres (dejándose maquillar por sus hijas, jugando a las muñecas con sus hijos, animando y queriendo a ambos cuando no han jugado el mejor partido de sus vidas, etc) quizá muestre nuevas y potentes vías de reconocimiento social de los hombres cuando se muestran como cuidadores dedicados.

Respecto a estos hombres esforzadamente hostiles al feminismo, de imposible convencimiento, cabe difundir sobre ellos la categorización que se merecen: no son hombres, sino pringados atrapados mentalmente en la adolescencia incluso aunque algunos de ellos peinen canas, que sólo en los discursos de Forocoches y Un Hombre Blanco Hetero han encontrado precarias herramientas para gestionar sus inseguridades personales, su ansiedad social y su pavor a las mujeres, al que sólo pueden hacer frente con una misoginia recalcitrante fundada precisamente en el escaso contacto que han tenido con ellas. Es necesario estudiar los dispositivos discursivos con los que este modelo de masculinidad forocochera logra seducir a los hombres, y contrarrestarlos en su terreno: si la imagen ridícula que algunos tienen de sí mismos es la de iluminados que denuncian la corrección política injusta de una sociedad en decadencia por el progresismo, allí debemos estar para señalar que no son más que una panda de quejicas infantiles que corren a patalear vía Twitter porque alguien les ha pedido en el metro que no se despatarren ocupando dos asientos. Si se valen del desprecio misógino para alimentar esa delirante identidad de miembro de un selecto club de caballeros, guardianes de esencias masculinas perdidas, que leen fragmentos de Bukowski mientras apuran el vaso de whisky, habrá que avisarles que apenas llegan a grupo de pajilleros con serias dificultades para tener relaciones adultas y maduras. Si nos escandalizamos y les llamamos monstruos, violadores en potencia y otras grandilocuencias por el estilo se refuerza su identidad y se recrearán en ella como ya lo hacen, así que hay que empezar a llamarles pringados, pajilleros, inmaduros y quejicas, significantes nada proclives a ser romantizados e incorporados con orgullo, sino motivo de vergüenza. Es, además, de justicia: merecen avergonzarse por lo que defienden.

La tarea que tenemos por delante es compleja. No sólo hay que encontrar formas destituyentes que ridiculicen el antifeminismo con efectividad, sino sobre todo construir nuevas formas de ser hombre que superen las contradicciones señaladas por la destitución feminista. Leyendo con inteligencia los elementos de la masculinidad dominante que puedan ser resignificados en sentidos emancipadores para los propios hombres, quizá sea posible construir un feminismo que no sólo defienda los intereses sectoriales de las mujeres, sino que se convierta en un sólido cimiento para la construcción de un nuevo interés general, popular y democrático, para España.