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Por Genís Plana

No es menor la notoriedad que ha tomado la noción académica de populismo a la vista del reordenamiento de las posiciones políticas que en los países occidentales se está produciendo durante los últimos. El presente escrito, cuyo propósito es presentar los planteamientos populistas como lógica inherente a una determinada acción política, se estructura en tres partes. La primera de ellas pretende deconstruir la crítica consuetudinaria que se realiza sobre la teoría populista, y a partir de la cual se propala mediáticamente una noción de populismo desprovista de cualquier fundamento positivo. La segunda parte está dedicada a mostrar los rasgos principales que conforman la teoría populista que, en mayor o menor medida, se encontraría presente en la fundamentación estratégica a partir de la cual los movimientos nacional-populares latinoamericanos obtuvieron los consensos necesarios para su ascenso a posiciones de gobierno en las últimas décadas. Asimismo, la recepción de los planteamientos populistas en el Estado español puede explicarse por la influencia de los mismos en Podemos, la fuerza política que irrumpió en el sistema bipartidista y alteró su dialéctica turnista. Finalmente serán presentadas unas conclusiones encaminadas a la consecución de una democracia radical.

Dicho lo cual, una aclaración que se revela necesaria antes de continuar pasa por comprender que la intención de este escrito no es tanto hacer hincapié en las experiencias políticas aludidas sino, por el contrario, en los fundamentos teóricos que permiten pensarlas. Se trata de un estudio enfocado en lo ontológico como razón del ser, y no así en lo óntico como materialidad del ente. De tal manera que las líneas que en adelante seguirán, antes que a la historia de sus concreciones políticas, refieren al pensamiento posmarxista del cual derivan los planteamientos populistas. Aunque preliminar sea la cuestión, el objetivo no es otro que el de explicar las características que a grandes rasgos conforman la teoría populista desarrollada por Ernesto Laclau en colaboración con Chantal Mouffe.

  1. Crítica a la crítica populista

Alejados del uso peyorativo que habitualmente el entendimiento ordinario propalado por los medios de comunicación le otorga al epíteto populista, este escrito pretende abordar la noción de populismo dentro de la complejidad que exige una aproximación rigurosa al fenómeno en cuestión. A ello se debe que, sin ánimo de realizar una digresión que nos aparte de la tarea a la que están destinadas estas páginas, sea conveniente identificar el liberalismo como el lugar desde el cual suele proceder el rechazo al populismo. Porque asumir la forma liberal de entender la condición humana equivale a poco menos que minusvalorar la dimensión colectiva que le es propia a la política: puesto que las epopeyas históricas que coligaban una voluntad colectiva son cosa del pasado, los únicos sistemas de gobierno beneficiosos son aquellos cuya capacidad efectiva de dispersar la voluntad colectiva tiene por envés un mero agregado de preferencias individuales.

De lo anterior se sigue una democracia liberal-parlamentaria en la que los electores tienden a concurrir a los comicios como consumidores de opciones sobre las cuales resulta inverosímil verter pasiones o anhelos. Concebida de esta manera, la democracia supondría una especie de mercado en el que se yuxtaponen diferencias simuladas. Ni que decir tiene que, según los planteamientos liberales, la contraposición de proyectos políticos verdaderamente antagónicos sería un riesgo demasiado peligroso de asumir en entornos sociológicamente tan heterogéneos como aquellos que se nos presentan en la actualidad.

De manera que si alguna lección podemos sacar de lo expresado ésta radica en que para entender qué es el populismo ayuda observar el lugar de enunciación de su detracción, que no es sino el espacio de influencia de un vulgarizado pensamiento liberal que busca mecanismos de coordinación social que no impliquen pensar lo común, deliberar conjuntamente y llegar a acuerdos más o menos consensuales. Pero cabría preguntarse si, a diferencia de lo que sostiene la mayor parte de narrativas de procedencia liberal, puede existir una democracia sin una voluntad colectiva por querer organizarse políticamente. Acaso pudiera ser que la apelación a algún tipo de asociación cuyo origen se reconozca como ese sujeto colectivo que es el pueblo sea conveniente para establecer las normas sobre las cuales descansa una comunidad política cualquiera.

Ya empezamos a comprender, por tanto, que la crítica intuitiva e irreflexiva al populismo está históricamente construida desde unos planteamientos que en ningún caso, por más que así se presenten, son neutrales ni universales. Y una de las formas más habituales que adopta esta crítica al populismo es la presencia consustancial de un líder carismático que soliviantaría la conflictividad social mediante la manipulación de las masas por medio de soflamas desbordadas de irracionalidad. Ahora bien, ¿resulta útil tan liviano diagnóstico a fin de valorar las experiencias populistas que durante las últimas décadas han surgido en América Latina y que parecen surgir ahora, de uno u otro signo, en Europa? Dando una negativa por respuesta, una aproximación al populismo que aspire a ser cabal nos solicita adoptar una perspectiva alternativa, motivo por el cual debemos apartarnos del liberalismo para recurrir a la otra gran corriente del pensamiento surgida con la modernidad.

Algo que resulta por lo demás evidente es que el pensamiento socialista, una ramificación de abolengo incuestionablemente republicano, asume buena parte de su sofisticación teórica con las aportaciones basadas en el materialismo histórico. No obstante, este pretendido método científico de estudio socioeconómico resulta sumamente encorsetado cuando es canonizado por un marxismo doctrinario portador de un mecanicismo determinista que imposibilita pensar la construcción social de la actividad política al margen de cualquier reificación de las identidades de clase. Según el entendimiento que aquí se presenta, semejante deficiencia es enmendada, de manera más provisional que definitiva, a través de ciertos planteamientos realizados por la denominada teoría posmarxista, la cual aporta los rudimentos de un pensamiento materialista discursivamente constituido. Sin presentar solución de continuidad con la tradición de la que es sucesora, la hipótesis efectuada por Ernesto Laclau nos parece el horizonte cognitivo de referencia más acertado para aproximarnos al fenómeno populista.

  1. La hipótesis populista

Una vez descartado aquello que el populismo no es, debiéramos proceder a esbozar aquello que sí parece ser que es a través de sus supuestos iniciales. Ahí es donde observamos que el populismo parte de la premisa según la cual la disputa política entraña, ante todo, la composición de marcos compartidos de significación e interpretación de la realidad por parte de los actores implicados. Por consiguiente, la posibilidad de que las concepciones mentales del mundo de un determinado grupo humano acontezcan predominantes responde a la aptitud para generar discursos dominantes susceptibles de dotar de sentido a los fenómenos sociales. Al fin y al cabo, la hegemonía no sería sino, expresado categóricamente, la capacidad por la cual unos marcadores conceptuales particulares logran presentarse como universales de modo tal que dejan de ser vividos como una opción ideológica intencional para ser parte de una realidad apolítica plenamente naturalizada. Teniendo en cuenta lo expuesto, somos capaces de advertir que la política se desarrolla sobre el ámbito discursivo y, como tal, supone la pugna por construir una materia prima ideológica atribuible al conjunto de la población.

Siendo la hegemonía la capacidad de producción de gramáticas políticas que sean asimilables por parte del conjunto del cuerpo social, se infiere que los sujetos políticos no responden a esencias objetivas e inmutables ya que, bien por el contrario, constituyen identidades contingentes y alterables. Así es como la teoría populista comporta una ruptura con la ortodoxia marxista según la cual toda subjetividad política (ser-para-sí) debe, a condición de no incurrir en una falsa conciencia alienada, adecuarse al fundamento connatural que determina al individuo (ser-en-sí), el cual se encontraría objetivamente dictaminado por su posición con respecto a la propiedad de los medios de producción. Por consiguiente, habiendo desterrado todo purismo que reclama para un sector social particular un alineamiento político determinado, empezamos a comprender que cualquier filiación política es susceptible de interpelar a la masa social a la que se dirige. Como veremos más adelante, ninguna condición social tendría, por sí misma, significado político, pues recibe dicho significado al ser adscrita en discursos que le dan un sentido compartido.

Puesto que las ideas, independientemente del signo que éstas sean, no son exclusivas de aquellos grupos sociales con los que históricamente se las ha asociado (por ejemplo, la ideología de izquierdas a la clase trabajadora), resulta posible pensar que –partiendo de una lógica populista– un proyecto pretenda ampliar las lealtades políticas a su favor mediante la apelación a un sujeto popular capaz de movilizar el grueso de la población en pos de un modelo político de nuevo cuño. Ante lo cual no resulta difícil atinar que la importancia de invocar al pueblo recae en el hecho de que éste designa una realidad auto-constituyente susceptible de generar adhesiones al margen de las distintas sensibilidades ideológicas que previamente le son propias a la población. Precisamente porque el pueblo remite a un principio mítico-ideal subyacente a las demás identidades, resulta tan moldeable y funcional para los intereses del proyecto populista: el pueblo no sería sino una comunidad idealizada que opera como categoría extremadamente inclusiva.

Recapitulando sintéticamente los planteamientos formulados hasta el momento diríamos que, para el populismo, el material del que está hecha la política es eminentemente discursivo. Toda construcción política hegemónica va a necesitar del consenso de los gobernados mediante la incorporación de los afectos, las pulsiones y los dolores que el discurso populista es capaz de movilizar, siendo que ello coagulará en una concepción del mundo afín al proyecto político en cuestión. La apuesta hegemónica pasa, por consiguiente, por la conformación de un bloque popular a través de un fenómeno metonímico. Se trata de una sinécdoque, figura retórica consistente en designar a la parte por el todo, en la cual el interés de un sector sociopolítico singular se reivindica como la encarnación de una aspiración universal y, por consiguiente, beneficiosa para el grueso de la población.

Llegados a este punto debemos señalar la performatividad que implica todo proyecto discursivo, pues apelar al pueblo no tiene tanto que ver con anunciar su comparecencia como con gestar su existencia. Dicho de otro modo, aquello que no se menciona no existiría, si quiera como realidad oculta u olvidada [1]. Su invocación no va a ser un elemento suficiente para su existencia, pero sí un elemento necesario. Y ello no tiene demasiada relación con que la realidad mencionada sea una categoría objetivamente demostrada: no dejemos de tener presente que, según Laclau, la política es una práctica eminentemente discursiva cuyo procedimiento radica en disponer de ficciones operantes. Así como sostiene el teorema de Thomas, no importa que un hecho sea verdadero o falso, toda vez que si es aceptado por la sociedad como verdadero, aunque no lo sea, sus consecuencias son inevitablemente verdaderas. Traído al caso que nos convoca diríamos que poco importa si en la multitud interpelada se encuentra un principio de identidad prístina y homogénea que permita su articulación como pueblo; lo importante, por el contrario, es que esa atribución permee en la población, conformando una identidad nucleada en torno a un sujeto colectivo que se reconoce como pueblo, y a partir del cual se establecerán las alianzas o los desacuerdos que permitirán afrontar la batalla política en unas u otras condiciones.

Por mor de lo explicado ya estamos en condiciones de afirmar que la interpelación al pueblo tiene como reverso el reconocimiento de un elemento social al que se le opone [2]. Consiguientemente, la polarización antagónica de la esfera pública en dos bandos opuestos (el pueblo y su enemigo), no sólo se revela crucial para que las masas constituidas como pueblo habiliten el desarrollo del proyecto político que secundan, sino que, antes de eso, constituye el engranaje articulador de los distintos sectores sociales que pasan a concebirse como parte integrante de ese mismo proyecto. Pero ello conlleva reconocer que la de pueblo es una identidad inestable en la medida que los distintos componentes sociales que la integran nunca pueden unificarse de manera irreversible, pues las particularidades de los mismos difícilmente se disolverán en aras de la centralidad de un único trazado político.

Subsumirse a la misma lógica uniformadora constitutiva del pueblo requiere enlazar las demandas específicas de los distintos grupos sociales que componen el pueblo (a ello Ernesto Laclau le ha llamado «cadena de equivalencias»), anteponiendo sobre todas ellas aquella que sea apta para aglutinar a todas las demás debido a su carácter genérico y representativo (lo que Laclau denomina como «significante vacío»). Siendo que alrededor de esta última demanda se articulará una multitud anteriormente dispersa y, por ello, es la que mayor fuerza toma al momento de vertebrar el proyecto político que aspira a devenir hegemónico. En este sentido la hipótesis populista posee las resonancias de lo que, en términos gramscianos, es designado como la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular que se traduce en la conformación de un bloque histórico presto para mitigar las relaciones de explotación imperantes.

  1. Conclusiones: una democracia radical

Habida cuenta de lo expuesto, por hipótesis populista debemos entender una tentativa de construcción hegemónica por medio de la apelación a un sujeto político identificado como pueblo, cuya posibilidad de conformación requiere, por un lado, la unificación de las demandas de la multitud a partir de la homologación de las mismas («cadena de equivalencias») y, por otro, la condensación de todas esas demandas en una única reivindicación simbólica («significante vacío») cargada de significado emancipador: la identificación de la muchedumbre con el proyecto político que le confiere identidad popular depende de que el proyecto político en cuestión sea percibido como beneficioso para las mayorías, pues son éstas las que integran el pueblo en oposición a una alteridad anómala y excluida. Asumido esto, resulta imprescindible reconocer que la fragilidad intrínseca a ese sujeto colectivo denominado pueblo procede de unos dominios de sentido compartido que, si bien permiten una voluntad popular mancomunada, no son definitivos ni imperecederos, pues, muy por el contrario, se encuentran sujetos a la implantación y a los resultados del proyecto político sobre el que se asientan, indistintamente de la orientación ideológica del mismo.

Sin embargo, aparte de comprometer una desarrollada idea de hegemonía, la teoría populista se compone de una noción del sujeto político, por un lado, y de de un ideal de democracia, por el otro. En cuanto a la primera, de alguna u otra forma ya ha sido previamente apuntado que, ante la entelequia de un sujeto unitario, transparente y plenamente racional, Laclau sostiene la existencia de un sujeto descentrado cuya constitución contingente se encuentra supeditada a una superficie lingüística de inscripción. De ahí se sigue que la identidad del sujeto siempre se encuentre en concordancia con una serie de identificaciones sobre puntos nodales o marcadores semióticos que se hallan fuera de sí mismo. Por consiguiente, resultaría un equívoco pensar que el sujeto remite automáticamente a su posición en la estructura económica ni resulta apriorístico a su interpelación performativa. Al respecto de lo cual, la influencia del pensamiento lacaniano en el autor argentino pareciera incuestionable. Puesto que el sujeto nunca estaría cerrado ni sería ideológicamente definido, la existencia de una otredad social resulta susceptible de operar como la diferencia a partir de la cual cohesionar la identidad de una comunidad.

Aunque a la teoría populista se le suele imputar una suerte de indefinición normativa por el hecho de ser aplicable a las orientaciones ideológicas de uno u otro signo, lo cierto es que Laclau postula una lógica procedimental de construcción política en un sentido emancipador-progresista. De ahí que la hipótesis populista asuma una democracia pluralista como mecanismo por medio del cual aspirar a una sociedad con mayores cuotas de libertad e igualdad. No obstante, toda sociedad se hallaría atravesada por relaciones de poder y, por ende, ningún orden político escaparía de los antagonismos que internamente constituyen cualquier formación social. De manera que, aun cuando las instituciones pretendan anclar el resultado de la pugna entre grupos sociales antagónicos por medio de macizos institucionales y códigos jurídicos, ocasionalmente las hostilidades emergen a la superficie desde la capa freática donde discurren subterráneamente. Se originaría entonces una situación propicia para la intervención política que permitiría corroborar nuevamente la hipótesis populista.

Si aceptamos que cualquier orden político se asienta sobre relaciones de poder, no queda otra que apartar los delirios racionalistas que prometen un consenso capaz de erradicar cualquier alteridad. Consiguientemente, si ninguna democracia puede suturar al completo la multiplicidad de aperturas, desgarros y abscesos que le resultan propios al cuerpo social, no podemos sino reconocer que cualquier proyecto que aspire a una radicalidad democrática requiere inapelablemente de aceptar la pluralidad política. Ahí es donde Chantal Mouffe, filósofa y politóloga belga, desarrolla una concepción pluralista de la democracia que convierte un antagonismo mutuamente excluyente en un agonismo susceptible de coexistir de manera contingente. En palabras de esta autora, “la principal cuestión de la política democrática no es cómo eliminar el poder sino cómo constituir formas de poder que sean compatibles con los valores democráticos” [3]. Por lo que la constatación de esta situación no comporta negar la posibilidad de una concepción de ciudadanía común a cuantas identidades o sensibilidades constituyan susodicha pluralidad política. Antes bien, el planteamiento consiste en articular las exigencias democráticas de las distintas identidades políticas por medio de una identificación común a los principios de libertad e igualdad que fundamentan la ciudadanía.

 

[1] Decía Wittgenstein aquello de que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, dando a entender que el mundo es el conjunto de cosas y actos que pueden ser conocidos y expresados a través de las palabras. Semejante lección podría resultar útil para pensar la política como un conjunto de relatos que pugnan entre ellos por ser socialmente aceptados.

[2] Puesto que la figura del enemigo es indispensable en la promoción de una guerra psicológica que mantenga las fuerzas propias cohesionadas entre sí y leales a un proyecto específico, semejante enemigo puede ser tanto una amenaza real como una creación ficticia. Asimismo, el enemigo puede ser interno (la restauración neoliberal / la casta) o externo (el imperialismo yanqui / la Troika), y en no pocos casos tanto lo uno como lo otro. Nótese aquí la influencia de Carl Schmitt.

[3] “Por una política de identidad democrática”. Conferencia pronunciada el 20 de marzo de 1999 en el marco del seminario Globalización y diferenciación cultural, organizado por el MACBA-CCCB.