La Puerta del Sol durante la Marcha del Cambio convocada por Podemos el 31 de enero de 2015. Foto: Chema Moya (EFE)

Por Tomás Rodríguez Hisado

Con todo. Al decir «con todo», en español podemos estarnos refiriendo (al menos) a dos cosas. Por un lado, «con todo» puede equivaler a «a pesar de todo» o a «aun así» y puede servir para expresar un sentimiento de pena y abatimiento ante un objetivo frustrado: «Con todo, no pudimos». En segundo lugar, «con todo» también puede significar haber puesto todo nuestro empeño y dedicación en un proyecto: «fuimos con todo» como sinónimo de «fuimos a por todas» o «fuimos a full». Creo que estas dos acepciones de la expresión que da título al libro que acaba de publicar Íñigo Errejón conviven en una tensión que da sentido al texto y de la cual podemos extraer algunas lecciones para hacer política en 2021.

Con todo, no se pudo

En un primer polo tenemos el pesar por no haber logrado los objetivos que se plantearon en la fundación de Podemos allá por 2014, que eran, básicamente, llevar más allá de sí mismas las demandas del 15M para refundar la comunidad política española en términos más democráticos, soberanos y plurinacionales. El fracaso en este sentido es claro: 10 años después del 15M y siete tras la fundación de Podemos no se ha acabado de forma definitiva con los desahucios sin alternativa habitacional, no se han derogado las reformas laborales, no se ha logrado (ni de lejos) poner fin a las condiciones de precariedad vital de la juventud, no se ha logrado una plasmación jurídica satisfactoria de la plurinacionalidad de nuestro país, no hemos acabado con la corrupción de las élites políticas, empresariales y judiciales, no hemos fortalecido los servicios públicos, no hemos hecho una reforma fiscal que haga pagar por fin a los privilegiados lo que deben, ni mucho menos se ha puesto en marcha un proceso constituyente. Y lo que es más importante y condición de posibilidad de todo lo anterior: no imaginamos como posibles en el corto plazo esas cosas que hace no tantos años parecíamos rozar con la punta de los dedos. Ahora, en cambio, bajo «el gobierno más progresista de la historia» aspiramos a limitar tímidamente los beneficios que el oligopolio eléctrico está obteniendo de la subida del precio del gas mediante un sistema de fijación de precios absurdo, a que el CGPJ refleje una mayoría parlamentaria distinta a la mayoría absoluta del PP de 2011, a que salga adelante una muy limitada regulación del mercado del alquiler que no impedirá que los jóvenes nos podamos emancipar y, en definitiva, a que de las elecciones de 2023 no salga un gobierno del PP apoyado por Vox que inicie una etapa de regresión de derechos sin precedentes desde la recuperación de la democracia.

La dolorosa distancia en términos de progreso democrático entre aquello a lo que se aspiraba hace menos de 10 años y lo que aspiramos ahora es el reflejo del fracaso del proyecto político que puso en marcha Íñigo Errejón junto a otros. No sería justo decir que no ha habido avances en este ciclo político, pero los pocos que ha habido o bien se han desarrollado de forma autónoma, sin vinculación directa con los partidos —(trans)feminismo, ecologismo—, o bien se deben a la excepcionalidad de la coyuntura económica que ha introducido la crisis del COVID-19 —ERTEs, IMV, expansión del gasto público, mutualización europea de la deuda, etc.

En este sentido, Errejón es capaz de entonar un mea culpa y reconocer su parte de responsabilidad en la frustración de las posibilidades políticas que el 15M albergaba. La pérdida de posiciones en el terreno cultural va de la mano del declive electoral de Podemos. Ésta a su vez que coincide temporalmente con la pérdida de peso de la hipótesis a la que se adhiere Errejón y sus afines —cuyas bases trataremos de explicar en el siguiente apartado— en el partido, lo cual se debió, en parte, a una particular —y probadamente errónea— manera de entender la relación de los partidos con la política.

Hubo un tiempo en el que la política era concebida como una actividad confinada en el interior del Estado, separada de la vida económica, social y cultural, y en la que, por tanto, sólo se podía intervenir a través de los partidos. A medida que los movimientos sociales se abrieron paso, esta concepción de la política fue decayendo en favor de una que la consideraba como una lucha por el sentido de las cosas, una tensión que impregna cada una de las esferas de la vida: lo personal era político. Por ello, se podía intervenir en ella de manera mucho más horizontal y directa, sin necesidad de la mediación de estructuras burocráticas de partido. Errejón, que se inició en política desde el anarquismo, viene de ésta última concepción de la política que ve los partidos como algo prescindible para la transformación social. Esta idea fue la que hizo que, en la época en que Podemos se estaba desplegando organizativamente, él y su círculo descuidaron afianzar sus posiciones dentro del partido porque confiaban tanto en su hipótesis que no dudaban de su éxito y pensaban que los triunfos que ésta cosecharía les darían la razón y compensarían su debilidad interna. «Si nos está yendo bien fuera del partido nos irá bien dentro» (Errejón, 2021: 154), confiesa que pensaban. Finalmente, y pese a que los resultados que consiguió Podemos en el momento de mayor influjo de las tesis errejonistas —2014 y 2015— se mantienen aún imbatidos, ello no fue así, sino que los partidarios de Errejón se vieron progresivamente arrinconados dentro de la organización hasta ser expulsados de ella entre finales de 2018 y comienzos de 2019.

La lección que creo que cabe sacar de esta parte de la experiencia del ciclo político 2011-2021 es que, si bien circunscribir la actividad política a los partidos es un error, éstos son condición de posibilidad de la transformación social: no bastan, pero hacen falta. No podemos ignorarlos y fiar todo a la capacidad de avanzar posiciones fuera, tal y como hicieron los errejonistas. Los partidos son un instrumento para el ejercicio del poder, esto es, no son un fin en sí mismo; pero como instrumentos tienen entidad propia, por lo que resulta preciso saber manejarse en ellos y defender nuestras posiciones también en su interior.

Ir con todo

Ahora bien, ¿cuál era, pues, la hipótesis que agrupaba a los llamados errejonistas? Ésta partía de la idea de que, en política, o se va con todo o no se va. Esto es, o se desafía el universo simbólico construido por el adversario en el que las posiciones políticas quedan repartidas en unos términos favorables a la perpetuación del orden o cualquier intervención política resultará estéril: la pistola (leáse: política) cuando se saca es pa disparar, el que la saca pa enseñarla es un parguela.  De otra manera no se estará haciendo nada para evitar quedar encasillada en una posición preestablecida que sólo puede conducir a la derrota, por haber sido expresamente construida para permanecer confinada en el margen del ejercicio del poder. Esto era lo que implicaba «patear el tablero» de los primeros tiempos de Podemos, impugnar ese reparto de posiciones y negarse a regirse por él a la vez que se trataba de dibujar un reparto distinto en unos términos más favorables para la transformación del orden.

Esta operación, claro, no es posible en todos los momentos, sino sólo en aquellos en los que el grupo dirigente se ve con dificultades para encarnar un proyecto capaz de dibujar un horizonte de certezas para una mayoría social suficiente; viéndose incapaz de fijar como antes un rumbo aceptado incluso por aquellos menos beneficiados por él pero que quedaban convencidos de tener más que ganar dentro que fuera del mismo. En ese momento en el que se abren grietas en las bases culturales y materiales que sustentan el orden las fuerzas transformadoras deben colarse por ellas para disputar el horizonte de lo imaginable y ensancharlo. Pero como las condiciones en las que se da esta disputa no las elije quien desafía el orden, sino que han sido fijadas por el adversario, que ha construido un tablero de juego sesgado a su favor, las fuerzas transformadoras deben habitar la tensión de no dejarse arrastrar del todo por el sentido común dominante, pero tampoco permanecer en una exterioridad radical, asumiendo como inevitable mancharse de la realidad política construida por el adversario para lograr cambiarla.

La transversalidad es precisamente esa forma de hacer política que asume que el terreno en el que se da la lucha política ha sido construido por el adversario en condiciones desfavorables para quien lo desafíe, por lo que no merece la pena emplear esfuerzos en impugnar los sesgos que contiene, sino aprovechar sus huecos para interpelar a una mayoría nueva. Superar las defensas del adversario no embistiéndolas frontalmente sino esquivándolas, poniéndolas en su contra. Jugar parcialmente en los términos del adversario para llevar sus principios más allá de sí mismos: esa es la fórmula para ser mayoritarios o, lo que es lo mismo, radicales, puesto que una minoría —por muy convencida o auténtica que se considere— muy raras veces tiene capacidad para transformar algo. La única radicalidad es aquella que incide en la realidad, no la que se enuncia con palabras duras. Por eso «seducir es más radical que embestir» (Errejón, 2021: 150).

Esta forma de hacer política laica y desacomplejada no deja que —parafraseando a Marx en El dieciocho de Brumario— la tradición de las generaciones muertas oprima como una pesadilla el cerebro de los vivos. Al contrario, subordinando la coherencia a la efectividad, evita que acabemos haciendo política para nosotras mismas o para quienes nos antecedieron, para quienes ya estamos convencidos, orientándola hacia quienes más necesitan la política para transformar sus condiciones de vida y que no necesariamente están de acuerdo con nosotros en todo. Esta es, creo, la mejor herencia que nos ha dejado el ciclo político iniciado en 2011 y la más potente herramienta para avanzar desde donde estamos.

Referencias

Errejón, I. (2021): Con todo. De los años veloces al futuro, Madrid, Planeta.