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Por Jordi Mariné y Lucía Cobos

A inicios de marzo la política española se conviritó en una serie sucesiva de sobresaltos que los más altos círculos de tertulianos calificaron rápidamente como algo digno de House of Cards o Baron Noir: un repentino cambio de alianzas en la Región de Murcia llevó a una controvertida convocatoria de elecciones en la Comunidad de Madrid, que conduciría unos días después a la salida repentina de Pablo Iglesias del gobierno estatal para sumarse a la ofensiva electoral. Esto ha marcado la campaña de las elecciones de la Comunidad de Madrid como un punto clave en el futuro del “espacio de cambio” nacido en 2015. Después de años a la defensiva y con claros problemas para ir a la par con la ciudadanía, en esta campaña se evalúa la capacidad de estos partidos para seguir dando una esperanza de transformación. Además, en un segundo plano, estas elecciones también afectan al legado de unos claros movimientos hacia el relevo de liderazgos, con las figuras de Yolanda Díaz y Mónica García asumiendo roles cada vez más importantes. Esto no es cosa menor, pues en ello se juega el poder mostrar que detrás de estas “máquinas electorales” podemos encontrar formaciones cristalizadas y que no dependan solamente de la fuerza mediática de unos pocos perfiles.

En esta coyuntura, el primer gran obstáculo a superar tiene nombre propio: Isabel Díaz Ayuso. A pesar de lo suicidas o vampíricas que nos puedan parecer a muchos sus políticas, está claro que para muchos otros es un perfil atractivo y motivador. El 10 de marzo, justo después de la convocatoria de elecciones, Ayuso eligió claramente su campo de batalla: comunismo o libertad. Pronto vimos como este mismo eje se sobrepuso a otro con el que nos habíamos familiarizado mucho antes: sanidad o economía. Esta última disyuntiva crea un falso dilema naturalizado, por el que habría que elegir (o equilibrar) si salvarnos entre nosotros, o sacrificarnos a la voluntad del poderoso demiurgo llamado como “los mercados”. La elección que se nos escapa ahí, y me atrevería a decir que es la única decisión verdaderamente libre, es la de no estar sometidos a elegir bajo el yugo de esos Dioses caprichosos e infantiles [1]. Con todo, y siguiendo al bueno de Marx en sus primeros escritos, hay que entender que “el sufrimiento religioso es al mismo tiempo una expresión del sufrimiento real y una protesta contra el el sufrimiento real” [2]. Así pues, más allá de lo demoníaco e irracional que podemos ver algunos en lo neoliberal, hay que encontrar también el sufrimiento real que eso esconde. Porque, si algo sabemos, es que liberalismo y neoliberalismo enraízan sus garras en el sujeto y su deseo. 

  • Neoliberalismo y subjetividad: algunas notas contextuales

No son pocos los autores que se han preocupado especialmente por la apelación “subjetiva” del neoliberalismo. Con todo, sus mayores exponentes, donde podríamos poner académicos como Wendy Brown, Christian Laval o Pierre Dardot, encuentran sus principal referente en los famosos cursos en el Collège de France de Michel Foucault. En sus clases en relación al Nacimiento de la Biopolítica, Foucault tratará tanto con el liberalismo como con el neoliberalismo. Será ahí que, como defiende Christian Laval en Foucault, Bordieu y la Cuestión Neoliberal (2020, Gedisa), Foucault identifica una contradicción interna en el modo de gobierno liberal: por un lado, el liberalismo tiene que gobernar lo menos posible, ya que el gobierno deja de ser estar legitimado en sí mismo; por otro lado, este tiene que incitar a que los individuos actúen conforme al interés general de la sociedad. Esto no puede generar otra cosa que no sea una “crisis de gubernamentalidad”. En palabras del mismo Foucault: 

Las libertades democráticas solo se garantizan por medio de una intervencionismo económico denunciado como una amenaza para ellas […] para el ejercicio de ciertas libertades, como, por ejemplo, la libertad de mercado y la legislación antimonopolista, podemos constatar el surgimiento de una cortapisa legislativa que los participantes en el mercado experimentarán como un exceso de intervencionismo y un exceso de coacciones y coerción [3] 

El liberalismo inicia así, y desde su nacimiento, un juego contradictorio entre ciertos mecanismos disciplinarios ocultos y su misma noción de libertad. Esto generará una crisis inevitable, que Foucault vinculará con algo de lo que, prematuramente (estas clases fueron impartidas en 1979), se dará cuenta: la crisis terminal del keynesianismo y el auge de las críticas neoliberales a este modelo intervencionista. Como defiende Villacañas en Neoliberalismo como Teología Política (2020, NED Ediciones) siguiendo la obra de Habermas, el final de la época de oro del intervencionismo no genera solo una crisis económica, sino también una importante “crisis subjetiva” que va más allá del liberalismo como tal. Podemos hablar así, yendo algo más allá de Foucault, de que alrededor de la década de los 70s nos encontramos con una “crisis de legitimidad del capitalismo”, que el propio Habermas intentará solucionar mediante las teorías freudianas del “psicoanálisis del ego” y que lo llevan a su defensa de un particular “liberalismo humanista”. Así, Habermas acierta en el diagnóstico de la tarea que dará salida a esta crisis: hay que “forjar un nuevo sujeto”. Sin embargo, pronto se verá que este “nuevo sujeto” no será el habermasiano, esto es, un nuevo individuo con una relación más sana con el gobierno, sino el “sujeto neoliberal”. 

Siguiendo aún a Villacañas, lo que consiguió el neoliberalismo frente a esta crisis fue encontrar un nuevo modo de socialización que no implicase un sistema cultural compartido, es decir, que no necesitase de ningún principio democrático. Quién anunciaba la estructura histórica de este sujeto no sería otro que el mismo Foucault. Según el filósofo e historiador francés, para los neoliberales el gran problema del liberalismo clásico fue no desarrollar lo suficiente el factor del trabajo. Para los liberales clásicos, el trabajo solo era una categoría abstracta, asociada al tiempo: cuantos más trabajadores más horas de trabajo, y viceversa. Por el contrario, el neoliberalismo empieza su camino rechazando esto y afirmando que hay que “reintroducir el trabajo dentro del análisis socioeconómico”, añadiendo al aparato económico problemas propios de una “ciencia del comportamiento humano”. Para los neoliberales, entonces, hay que “situarse […] en el punto de vista del trabajador y hacer, por primera vez, que éste sea en el análisis económico no un objeto, el objeto de una oferta y una demanda bajo la forma de fuerza de trabajo, sino un sujeto económico activo”. 

Ahí, la misma idea de “trabajador” se disuelve en favor de la idea de “capital humano”: a ojos neoliberales, el “trabajador” ya no ve el salario como la venta de su fuerza de trabajo, sino como un ingreso. Él es como una pequeña empresa en movimiento, la cual tiene que invertir en formación y cultura en la medida en que eso le da más rendimiento económico [4]. Ya no se ve así la sociedad como una amalgama de “objetos pasivos” con los que juega la razón mágica de la máquina económica, sino como una serie de “sujetos activos” que deben comprometerse con invertir sobre sí mismos y aumentar su propio capital. Para entendernos, todo lo que hace el sujeto neoliberal en su vida es curriculum vitae: descansar, leer, escribir y demás son solo maneras de poder sacar mejor rendimiento del capital propio. La mayor consecuencia de todo esto, analizada por Wendy Brown en El Pueblo sin Atributos (Malpaso, 2017), es un ataque particular al sujeto político colectivo que conocíamos como demos, y que es el fundamento para pensar cualquier (auto)gobierno democrático. Ahí, lógicamente, cualquier apelación a mantener los servicios públicos, como la sanidad, deberán ser razonados como algo bueno y necesario para los intereses fluctuantes del mercado. Todo pasa, necesariamente, por la matriz de la forma-empresa, desde la regulación de la educación pública hasta las dietas para adelgazar. Esto puede tener consecuencias negativas pero, generalmente, es un mecanismo que también permite vivir libre y apasionadamente, de acuerdo con la gramática económica. Así, el diagnóstico crítico es este: el sujeto integrado en el mercado permite mantener la legitimidad de un gobierno cada vez menos democrático, que solo acepte reformar a las antiguas instituciones de autogobierno colectivo en tanto que plazca a los mercados y al sistema de “capitales humanos”. En ese sentido, el PP en la Comunidad de Madrid lo ha tenido claro: lo que satisface al mercado es el sacrificio y el desmantelamiento, y esto no tiene por qué ir de la mano con la impopularidad. Libertad, claro, ¿Cómo no? Siempre que sea para y por el mercado. 

  • De Aguirre a Ayuso: neoliberalismo a la madrileña 

Madrid es un espacio complejo, repleto de contradicciones individuales y colectivas, atravesado por una larga trayectoria de desigualdades fruto de las diversas miradas ideológicas que han construido desde los espacios institucionales esta ciudad. No obstante, sabemos que la política no la conforma solo quien gobierna de facto y si algo tiene Madrid es una densa herencia cuyo eje ha sido el movimiento vecinal que, ante a las amenazas de las políticas neoliberales hacia lo público, se han puesto de frente. Por eso, antes que nada, hay que recordar que Madrid no es una sola cosa, aunque el PP trate constantemente de equipararse con esta ciudad.

No obstante, y a pesar del importante tejido vecinal que disputa sentidos fundamentales, el PP lleva gobernando en Madrid y en la Comunidad más de 30 años, quitando los 4 años de gobierno de Ahora Madrid en el ayuntamiento (2015-2019). Y lleva haciéndolo sobre la base de un discurso fundamentalmente neoliberal que ha permeado una Comunidad Autónoma con los niveles más altos de desigualdad en España. Mientras en el norte de Madrid una persona dedica un 10% de su sueldo al alquiler, en los barrios del sur, esa misma persona dedica el 30% de su sueldo. Y esto teniendo en cuenta que mientras que en el distrito de Chamartín el precio por metro cuadrado ronda los 5.000 euros, en el distrito de Villaverde se encuentra en torno a los 1.500 euros. Por tanto, esta cifra habla también de los salarios.

Los cerca de 25 años de políticas del PP han configurado una geometría variable en términos de renta, de empleo, de educación y de vivienda. Y frente al argumento de que Madrid es desigual pero dentro que todo el mundo está en los mínimos, otro dato: el 46% (dato anterior a la pandemia) de la población tiene dificultades para llegar a fin de mes, no hace falta explicar dónde se ubica geográficamente esa población.

Frente a estos escalofriantes datos, es habitual escuchar a los/as líderes del Partido Popular hablar de que es la ciudad más próspera, o la que aporta mayor parte del PIB. Ese ha sido siempre el modelo para Madrid: atraer a las grandes empresas sin que eso implique una mejora en el bienestar de su población. El desmantelamiento de lo público que nunca se explicita de esta forma, no tiene otro objetivo que convertir a Madrid en una gran empresa en donde unos pocos ganan y los demás sobreviven como pueden en los márgenes. Y los ejemplos son múltiples: desde Gallardón y su idea de convertir Madrid en una ciudad global llegando a crear una oficina para el marketing urbano (de la Fuente y Velasco), hasta Esperanza Aguirre y su famoso desprecio a los trabajadores sanitarios durante una visita al Hospital Ramón y Cajal.

De esta forma, Isabel Díaz Ayuso se siente cómoda en Madrid porque es un terreno que su partido lleva tiempo labrando, de ahí la naturalidad con la que expone ciertos temas, porque sabe que su sentido común coincide, en parte, con el de esta Comunidad. Estas eran, por ejemplo, las declaraciones de una de sus predecesoras, Esperanza Aguirre, en una entrevista en 2013: “No le quepa la menor duda de que la empresa privada es más eficaz que la pública”. Con esto justificaba un modelo de gestión privada a través del cual, con dinero público, se financiaba a empresas privadas para que llevaran la gestión no médica de los hospitales, con cesiones a 30 años. Los sobrecostes de este modelo sanitario se calculan en 1,9 millones de euros anuales.

Esperanza Aguirre fue una de las máximas exponentes de la palabra libertad para hablar de materia sanitaria: libre elección de médico, de hospital, de centro de atención primaria. Lo que no incluía es que más valdría hablar de supervivencia, porque lo más probable es que en tu Centro de Salud no haya pediatra y tengas que buscarte la vida en otro lado. Lo que no contaba, y se sigue sin contar, es que la Comunidad de Madrid tiene la ratio más alta de toda España en pediatría (1151 niños por cada pediatra), y que cada médico/a de familia tiene casi 200 pacientes más de media que el resto del país. La libertad de elección, como siempre, debemos suponer que se refiere a la libertad para contratar un seguro privado.

En esta misma línea, la constante idolatría hacia la construcción de nuevos hospitales en detrimento de los centros de atención primaria responde exclusivamente a la posibilidad de mercantilizar los primeros mediante concesiones, e ir paulatinamente privatizando el sistema de salud. No es nada nuevo, la marea blanca lleva años denunciándolo, pero es importante poner encima de la mesa que, sin centros de atención primaria con capacidad para atender a toda la población, no solo a una parte marginal, la sanidad pública desaparece. Si cada vez que llamas a tu centro de salud tardan una semana en darte cita, no hay pediatras para atender a tu hija o directamente no te cogen el teléfono, las posibilidades de que dediques parte de tu sueldo (si puedes) a pagar un seguro privado son muy altas. A su vez, los hospitales públicos van convirtiéndose en enormes salas de urgencias donde sanitarios/as con contratos temporales tienen que atender a una enorme cantidad de población en edificios que tienen goteras en los techos. Pero construir otro hospital más siempre es la solución del Partido Popular. Un hospital nuevo, una nueva concesión.

A estas reformas en el plano sanitario (y, en un recorrido similar, en el plano educativo) se le suman, además, un largo recorrido de políticas neoliberales en términos de urbanismo y de vivienda. Como decía hace un tiempo Fernando Caballero, en una especie de sueño húmedo del gobierno neoliberal “a través del medio”, en Madrid se ha ido construyendo un esquema de poder espacial que, en la área metropolitana, fomenta el individualismo por encima de la comunidad vecinal. El mejor ejemplo de esto es la Ley del Suelo de Esperanza Aguirre, que fomentaba la construcción de edificios de pocas plantas, bajando la densidad poblacional, y con ello la vida y el comercio de proximidad. El resultado estaba claro: si uno se moviliza en coche y hace gran parte de su vida fuera de su ciudad y su barrio, es muy poco probable que se organice o viva en colaboración con la gente de su vecindario. Todo este sueño americano encuentra su base económica en un endeudamiento perpetuo de toda esta clase media, a la cual se le ofreció, a través del crédito, la posibilidad de ser propietarios bienestantes en la periferia de Madrid. Hoy, esta misma clase media es la que Ayuso se está centrando en interpelar

  • Neoliberalismo, liberalismo y utopía

Las consecuencias de todo este proceso de gestión neoliberal siguen siendo desastrosas. Hace poco leíamos que Madrid aporta un 40% de los contagios por COVID-19 a toda España, con una presión hospitalaria que está en el límite. Justo en el inicio de campaña, leemos también sobre el crecimiento exponencial de las mal llamadas “colas del hambre”, que Ayuso no ha tardado en calificar, sin ningún pudor, que se conforman de “mantenidos subvencionados”. Todo esto, además, viene de lejos: solo hay que recordar, a finales del año pasado, movimientos como los confinamientos particulares a los barrios de clase trabajadora de Madrid, la inexistencia de rastreadores o el vacío en el refuerzo de los centros de atención primaria. En la escena, una actriz-candidata con claras aspiraciones estatales y en abierto conflicto con el gobierno central; en el escenario, el conflicto entre comunismo y libertad

En 2016 la socióloga Arlie R. Hochschild publicó Extraños en su Propia Tierra (2018, Capitán Swing), un ensayo que pretendía entender el auge de las ideas y los grupos de extrema derecha tomando como caso de estudio el estado de Louisiana. El impulso que empuja a una académica de California a entender estos movimientos del Sur estadounidense es, en toda la obra, una serie de paradojas: ¿Por qué en un lugar como Louisiana, con datos horrendos sobre salud y educación, rechazaba casi por principio cualquier ayuda federal? ¿Cómo pueden rechazar las regulaciones y controles sobre las petroleras, que han llegado hasta el punto de causar el terrible desastre de 2010 en la plataforma Deepwater Horizon, de la petrolera BP? o, en resumen, “¿Cómo puede un sistema provocar el sufrimiento y esquivar la culpa que le corresponde por ello?” (p. 28). Saltando torpemente el charco, podemos plantear ahora la misma pregunta: ¿Cómo se puede, en el marco de una pandemia mundial que ha revalorizado la sanidad pública, seguir apoyando este modelo de gestión? ¿Cómo puede, quién ha sumido a Madrid en una crisis de deuda y quién ha desmantelado las estructuras comunitarias, no pagar el precio por ello? ¿Qué se nos escapa para entender a quien, sin pensárselo dos veces, cree que Madrid necesita más Ayuso? Si bien esto no es algo que quisiéramos resolver con el viejo dilema de la falsa conciencia, está claro que esta pregunta se dirige al núcleo de todo eso que, en teoría y filosofía política, se ha ido llamando como ideología (y que es parte, y solo parte, del modelo de gobernanza neoliberal). 

Eliminar rápidamente el peso de la idea de falsa conciencia nos deja ya con dos apriorismos relevantes, a los que nos adherimos con gusto: (1) la acción de “abrir los ojos” o “quitar máscaras” es inocua en términos políticos –o, aún peor, perjudicial–; y (2) la ideología no es esa cosa de los otros, sino que es una estructura común que constituye y es constituida por todos los agentes y sectores sociales. Así, es por nuestra posición-de-sujeto en el campo de la ideología que nos cuesta entender por qué alguien podría, sin contradicciones, votar a Ayuso. Pero eso no debería impedir recordar que lo que constituye su fe en ciertas premisas está basado en el mismo material que constituye nuestra propia fe en otras. En el fantasma habitamos todos. Esto, más que algo que nos conduce a esa –terrible, terrible– acusación que supone el relativismo, nos da terreno común para entender al otro, y para intentar entender cómo generar una fe alternativa, una torsión que impulse una interrupción y una transformación. 

En un artículo reciente, Clara Ramas ha apuntado que, en la apelación a la “libertad” de Ayuso se encuentra fundamentalmente un deseo hacia la “libertad negativa”, hacia la posibilidad de actuar sin restricciones externas. Aquí nos encontramos con el núcleo de la libertad esbozado por el sujeto neoliberal, al cual le importa la libertad exclusivamente para poder invertir en su capital humano e aumentar así sus ingresos. El sujeto pierde control sobre su futuro y se encuentra sometido al caos financiero, la crisis económica y, actualmente, la pandemia. Todo esto es compensado revalorizando la posibilidad de autocontrol y de gestión de su propio capital, es decir, mediante la necesidad de tener cierta libertad negativa para actuar para uno mismo. La imposibilidad de esto mismo por las regulaciones sanitarias (que, en algunos casos, cada vez parecen más arbitrarias) genera un importante impulso contra estas, que se va haciendo más palpable cada día, y que Ayuso ha sabido explotar desde hace meses. 

Esto es, sin duda, verdad. Pero además creemos que, si no se pueden ganar unas elecciones contra la libertad, esto es precisamente porque en esa idea de libertad no hay una elección macabra entre sanidad y libertad económica. La libertad a corto plazo, la libertad para tomarse unas cañas, para ir de bares, para moverse libremente, es vista también como la vía directa a una vida mejor, a la prosperidad – a pesar de la pandemia, a pesar de que hubiera un terremoto, a pesar de las 11 plagas de Egipto. El neoliberalismo manufactura al sujeto para que, como defienden Christian Laval y Pierre Dardot en La Nueva Razón del Mundo, el deseo de uno y la obediencia al Otro económico sean lo mismo. En el neoliberalismo, la cosa reza así: para que la técnica de gobierno pueda considerar la libertad, esa libertad debe seguir unos parámetros claros, que suponen el ser libre para construir tu propio capital. Abrir restricciones y rebajar la intervención da trabajo, el trabajo da dinero, y el dinero da una vida mejor. La libertad de Ayuso no es, para quien la percibe, solamente una libertad negativa y egoísta, pero también un modo apolítico de “gobierno común”: los individuos deben seguir sus impulsos, para dejar fluir al orden divino espontáneo. La estructura y la fuerza de la misma idea de la “ideología” hoy se encuentra en, precisamente, su capacidad para integrar contradicciones o paradojas tan palmarias como la que surge en nuestro contexto entre este tipo de libertad y el bienestar común. Aún con eso, aunque sepa que ser libre en estos términos puede ser catastrófico, puedo aún encontrar razones para no cambiar de máscara. 

Hace pocos días, al inicio de campaña, la presidenta de la comunidad afirmó: “Queremos madrugar y queremos pelear, para poder elegir la vida que queremos llevar entre todos. Queremos decidir dónde consumir, dónde comprar, a qué hora cerrar y a qué hora abrir”. De lo que hay que dar cuenta ahí es de una raíz utópica que se conjuga con una visión de la libertad cortoplacista, cosa que, como argumenta Antonio J. Antón Fernández en El Sueño de Gargantúa (Akal, 2021), nos encontramos ya en el seno del primer liberalismo: si se quiere la prosperidad general, uno debe preocuparse por la libertad egoísta, reducida en “hacer lo que uno quiera”. Ser egoísta y competitivo es el sacrificio ofrecido al mercado, esto es, en cierto modo, el pacto antropológico que debemos aceptar para resguardar la libertad liberal y mantener el crecimiento económico. Nos encontramos así con una paradoja interna de la particular gobernanza liberal que resguarda, tras su afirmación utópica, un germen sociopático (nunca mejor dicho): 

podríamos decir que acompañando al impulso utópico liberal, o quizás como anverso de esa esperanza que dependería del cumplimiento de sus postulados económicos, el pensamiento liberal en su conjunto tiene un lado incontestablemente frío, despiadado, una implacable ignorancia de los males que azotan al mundo [5]

Es por esta matriz contradictoria que hay algo de verdad en afirmar, conjuntamente, que hay en el uso de la “libertad” por parte de Ayuso una cara cínica o fría, a su vez que una respuesta a un deseo o aspiración mayoritaria al crecimiento y al bienestar, tanto colectivo como individual. Una libertad negativa y de ausencia de restricciones; y la convicción –si se quiere, más leve– de que ese modo de gobernar (-se y -nos) es, en fin, lo legítimo. Esto no quiere decir que los sectores convencidos por Ayuso sean gente horrible, seres inmundos. De hecho, quiere decir todo lo contrario, esto es, que esta demanda de una libertad limitada a la gramática económica no se funda solo sobre una explotación de estas pasiones “bajas”, pero también de un deseo algo más noble, que hasta cierto nivel cree que eso es lo mejor para la sociedad. Esto es lo que permite, en cierto modo, equilibrar el trabajo personal con una idea de bien común, que no requiere de una militancia política sacrificial ni que se desviva por la causa. La matriz es simple pero efectiva: uno puede vivir su vida y trabajar en sus aspiraciones y las de los suyos, y si le dejan hacer eso, se verá que eso es todo lo necesario para regular y progresar como sociedad. Es por eso, en concreto, que uno no puede ganar unas elecciones contra la libertad. Por contra, uno debe saber defender otra libertad. 

  • La alternativa: torsión, demos y libertad

Toda disección, ni que sea breve, de las instancias del gobierno neoliberal, debe seguirse de unos apuntes para la transformación, para evitar la crítica del derrotismo. En un artículo reciente, Jorge Lago planteaba los dos abismos de lo que supone aplicar esta misma praxis transformadora: la posibilidad aceptación demasiado profunda de la “morfología del deseo” del sujeto neoliberal, generando no una alternativa pero una cierta circularidad; o la posibilidad de un rechazo frontal, que situaría al espacio del cambio a la marginalidad. En cierto sentido, este es el gran dilema de la teorización de la ambigua y obtusa aparición de la subjetividad política transformadora: desde el larguísimo dilema entre revolución y reforma desde la lógica marxista; hasta la final articulación y tensión entre la “ética de las convicciones” y la “ética de la responsabilidad” en Weber. Es lógico sacar de toda esta tradición la conclusión de que la teoría solo puede, en esta cuestión, advertir de ciertos peligros que, al fin y al cabo, deberán resolverse en la práctica y bajo las relaciones de poder concretas. En este caso, parece que un doble rechazo a la forma circular que reproduce el discurso capitalista y, a su vez, a la figura lineal que supone su rechazo frontal, lo podemos encontrar en la figura topológica de la “torsión”, a la que Alain Badiou se refiere en una de sus primeras –y más brillantes– obras, Teoría del Sujeto (Prometeo, 2009). Así, lo que hay que generar es que todo lo perteneciente a un orden vuelva sobre su parte determinada, para descolocarse, para determinar su determinación. La torsión es así, en términos espaciales, la virtud media entre la circularidad y la linealidad. ¿Hay otra forma de entender este movimiento, hoy y en concreto, que no suponga la necesidad de actualizar la participación colectiva hacia un gobierno dirigido no a los flujos erráticos del mercado, sino al bien común? ¿Hay otra forma de superar este dilema que no sea reafirmando el demos como sujeto político y democrático fundamental, frente al gobierno de la competencia entre pequeños capitales del neoliberalismo?

Como suele pasar cuando se intenta escribir cuidadosamente sobre la actualidad política, en el tiempo que nos hemos tomado para redactar estas palabras ha ocurrido algo que ha tocado plenamente la campaña: el segundo debate electoral de los candidatos (al que la misma Ayuso decidió no asistir) se truncó inesperadamente cuando la candidata de Vox, Rocío Monasterio, cuestionó la credibilidad de unas recientes amenazas a muerte que recibió Pablo Iglesias. Esto, como ya se ha dicho, ha superpuesto sobre todas las matrices actuales el marco de los límites de la democracia y la existencia de un bloque de “antidemócratas” contra uno de “demócratas”. En política, generalmente, uno no elige los tiempos ni los escenarios, y sería simplemente un error ignorar este cambio. Sin embargo, y si bien es un movimiento notable, es algo que está lejos de suponer un giro absolutamente radical, algo que borre toda la situación anterior. Esta matriz se ha impuesto, sincrónicamente, sobre las anteriores; sin embargo, solo puede trabajar, diacrónicamente, sobre el material ya existente para esta campaña. El éxito de este marco, como el de cualquier otro, también se sustenta sobre cómo se consigue que este sea capaz de vincularse a los problemas de gestión existentes, y a los diferentes anhelos por la vida cotidiana a los que pueda llegar. ¿No es, acaso, acercar la vida común a la democracia, el principal modo de defenderla y profundizar en ella? Quién crea que, ilusoriamente, el salto se da entre el nivel “de las pequeñas cosas” al de “la gran política” se está saltando una premisa fundamental: sin esos pequeños problemas y anhelos, no hay gran política que valga. Sin responder a las consecuencias de este mismo gobierno neoliberal, no hay democracia que valga. Esto es, al fin y al cabo, a lo que nos referimos con la figura de la torsión, con intentar encontrar una virtud media entre circularidad y linealidad. 

La sacerdotisa de los mercados seguía así las palabras anteriormente citadas: “Simplemente, libertad, esto ya está inventado, libertad”. En efecto, la libertad de Ayuso ya está inventada. Es la libertad que opera en el núcleo neoliberal como técnica de poder, la libertad que se ha construido durante años en la Comunidad de Madrid. Es la libertad que se construye y se cristaliza, la libertad que no es libre ni en sí misma. Afortunadamente, y como estamos viendo en las encuestas, esta no es la libertad de todos los madrileños. Afortunadamente, hay muchos que no se sienten cautivados por esta demanda de los caprichosos vaivenes arbitrarios de los mercados. Afortunadamente, hay muchos que, antes que súbditos, prefieren ser, en su sentido más duro, pueblo y demos. Esto es precisamente lo que ataca el gobierno neoliberal, y lo que se debe afirmar en su contra. Es así que otro “gobierno de las pequeñas cosas” debe empezar por Cicerón: res publica, res populi. El interés público no debe ser lo que se abstenga de para dejar paso a la vida, sino lo que esté al servicio de la vida. La libertad no como núcleo de gobierno, sino el gobierno como núcleo de la libertad. Esta libertad nunca estará inventada, sino que deberá seguir reinventándose. 

 

Notas y referencias

[1] Expresión inspirada en un vídeo de un youtuber de referencia https://www.youtube.com/watch?v=JMVyzXu7J4k&t=340s&ab_channel=CarlosLiria

[2] K. Marx, Early Texts (Barnes & Noble, 1971), p. 116. Trad. David McLellan. 

[3] M. Foucault, Nacimiento de la Biopolítica (Fondo de Cultura Económica, 2007), p. 90. Trad. Horacio Pons. 

[4] El uso del pronombre “él” no es aquí arbitrario o genérico. Como ha defendido Wendy Brown, también en El Pueblo sin atributos, este sujeto es masculino. 

[5] A. J. Antón Fernández. El Sueño de Gargantúa (Akal, 2021), p. 113.