Por Iago Moreno

No hay duda alguna de que la Revolución de Octubre fue un acontecimiento cardinal en la historia del siglo XX, pero para cualquier revolucionario tiene sin duda una importancia mucho más especial. En un contexto difícil, en un claroscuro de la historia, Octubre hace nacer un tiempo nuevo, arranca las hojas de la vieja ortodoxia, y aviva la fuerza de una llama que con tanta fuerza había intentado ser apagada. Octubre trae consigo un lenguaje propio, una semántica nueva. Pero sobretodo, rompe con los diques que llevaban años conteniendo una revisión crítica de aquellas desviaciones que descarrilaban los avances crítico del marxismo; una herramienta teórica de valor incalculable que llevaba ya demasiado tiempo secuestrada por una lectura mecanicista, por una teleología objetivizante que domesticaba su raíz más poderosa. Kautsky, que encarnaba como nadie aquel peligroso viraje hacia el abismo, supo verlo nítidamente: “Si Lenin tiene razón – decía preocupado – vano habrá sido el trabajo de toda mi vida (…) Si llega a tener éxito en lo que emprende y promete, será la prueba de que la evolución social no sigue unas leyes rígidas”.  Octubre demostraría, como dice Linera, que la política puede vencer a la historia. Castelao, en un mundo marcado por el estallido de la revolución soviética, lo diría claramente: “ser radical es convertir las ideas en hechos y los deseos en realidades”; desde Octubre sabemos que no hay nada que pueda empañar la verdad de esa proclama.

Lenin lo sabía, “el marxismo es totalmente hostil a fórmulas abstractas, a recetas doctrinarias”.  Su fuerza, su fortaleza, siempre fue la de ser una herramienta teórica herética; una potencia desgarradora capaz de enfrentarse a las aporías y las dificultades de nuestros tiempos.  La crítica al objetivismo sigue siendo por desgracia algo pertinente. Nunca ha dejado de haber quien prefiera pensar que la historia está escrita,  que la lucha política no se esfuerza por nada más que acelerar el curso de los hechos en un sentido ya dado. Los bolcheviques sabían que esa actitud, más que acelerar ralentizaba, hasta casi frenar, el desarrollo de nuevas herramientas para la praxis. Lo explicaba con atino Piotr Fedoseev, de la Academia de las Ciencias de la URSS “La concepción objetivista de las leyes del desarrollo social se convierte en fatalismo, en confianza en el automatismo del proceso histórico”; el menoscabo del ”factor subjetivo” implica siempre una comprensión estrecha o nula de los antagonismos políticos que determinan crucialmente el curso de la historia. Cuando Antonio Gramsci dijo que la revolución de Octubre fue una revolución “Contra el Capital” fue precisamente contra ellos. Quienes se habían presentado a sí mismos como apóstoles de la palabra de marx, habían anulado la fuerza de la materia gris del marxismo. Octubre les retrató: Lenin siempre puso en jaque las mentiras de quienes convirtieron el marxismo en catecismo ilustrado, pero la revolución hizo la sentencia imborrable. Fue la demostración empírica de la fuerza de la organización política y la lucha revolucionaria.

Los bolcheviques demostraron que era posible cortar el nudo gordiano que había atado de manos el compromiso revolucionario de Marx y de Engels. No fue una victoria irreversible, ninguna lo es; pero fue un enorme avance.  Ahora bien ¿Cómo lo consiguieron si tenían todo en su contra? Resulta incuestionable que partiendo de un momento de derrota histórica no se llega a un triunfo revolucionario moviéndose solo entre las rigideces de la táctica. Lenin y los bolcheviques se enfrentaban a un mundo sumido en la violencia intestina de una guerra reaccionaria que enfrentaba a los obreros de las grandes naciones de europa; la internacional obrera, entregada al aquelarre salvaje del imperialismo, había claudicado por completo. Y ni Rusia ni el resto de países de las futuras repúblicas soviéticas habían tenido una burguesía fuerte, revolucionaria, que hiciese fermentar las bases de una economía moderna fuerte y desarrollada. Los revolucionarios de octubre se enfrentaban a las dificultades de avanzar en soledad, en desventaja  y contra marea. Parecía imposible. ¿Pero entonces, por qué pasó? Quienes lo reducen a una mera cuestión la táctica, arrastran consigo los vicios del mismo tipo de pensamiento que en 1917 predecía un inminente fracaso. Si las cosas estuvieran tan claras no hubiesen estado solos; el mundo habría clavado los ojos en Rusia con esperanza y no con confusión y sorpresa.  Sin embargo, aún se siguen vertiendo ríos enteros de tinta infecunda alabando la inteligencia y la astucia de Octubre como quien se maravilla con la destreza de un ajedrecista. La lucha política poco tiene que ver con eso, pero siempre ha habido quien, con astigmatismo, sacase conclusiones interesadas con tal de engañarse. Al fin y al cabo, es más fácil dedicarse a contarse historias a uno mismo que pensar las tensiones y las contradicciones entre la estrategia y la táctica; la dificultad del desarrollo combinado de dos líneas de avance mutuamente necesarias entre sí pero a menudo contradictorias.

La táctica es la dimensión del conflicto en la que uno busca sortear los obstáculos más cercanos; es la forma concreta en la que enfrentarse cara a cara con la coyuntura. Es  el regate, el juego ágil; la habilidad para esquivar los problemas que uno se topa en lo inmediato, cuando no puede alejarse de lo inconveniente o lo estéril. Cuando tiene que afrontar lo los retos que asaltan el camino sean estos o no fundamentales en relación a la estrategia fundamental. Por eso es la llave para sobrevivir a los reflujos inesperados, a las embestidas imprevisibles y los episodios acelerados; es la autonomía que nos vuelve resilientes a las turbulencias, a los problemas políticos que no podemos prever y que por ende no podemos enfrentar estratégicamente. Pero la táctica no sirve para todo. En la praxis de un antagonismo radical, vencer a tu antagonista depende de un juego hábil en lo táctico pero también imbatible en lo estratégico. Eso requiere pensar siempre la táctica en relación a la estrategia, ser radicalmente conscientes de los costes de la miopía política, del cortoplacismo. Saber enderezar el rumbo, saber bascular entre lo que la coyuntura exige y lo que la estrategia reclama.

Ajustar los movimientos en el corto plazo a una estrategia de largo recorrido requiere apreciar el horizonte de cada lucha en dos plano contradictorios entre sí. No obstante, no podemos equipararlas. Lo entendió un georgiano con convicciones de acero que cambiaría el curso de la historia unos años más tarde: “La táctica cambia con arreglo a los flujos y reflujos”, la estrategia no. Los bolcheviques supieron verlo. Aprendieron a moverse en la tensión entre ambas, ser firmes en su compromiso estratégico sin volverse inflexibles en la táctica. La táctica requiere entrenarse en la adversidad de los ritmos cambiantes, los tiempos acelerados, los embistes y los virajes. Pero los planos de una estrategia se dibujan con trazos cuidadosos, no se construyen de una forma tan rígida como las planificaciones tácticas. Tienen contornos indelebles, se basan en compromisos irrenunciables, pero aun asi se piensan con un gran margen de maniobra.

 

En el plano estratégico, los bolcheviques siempre asumieron que el camino hacia las grandes metas nunca está dado, que sería un proceso complejo. Construyeron por ello una maquinaria ágil, pero también resistente, con capacidad de organizarse pero también de transformarse y amoldarse no solo a los giros inesperados, sino a las transformaciones de calado, a los desarrollos largos. Aspirar a transformar radicalmente la sociedad implica asumir el riesgo de enfrentarse a adversidades imperceptibles en el corto plazo. No hay forma de predecir el futuro, sólo de organizarse para estar preparado ante él y de construir fuerzas  con las que poder ser más resilientes. Lenin fue claro: “hacer política es siempre caminar entre precipicios”. No hay otra manera, no existen los atajos.  ¿Pero no merece la pena intentarlo? El centenario de la revolución de Octubre solo es una marca en el calendario. Es el compromiso con nuestra gente, con nuestro pueblo, con nuestra clase, lo que nos debería empujar a afrontarlo.  ¿No son suficientes razones? Miremos a nuestro alrededor; como dijo Lenin “no tenemos otros ladrillos, no tenemos otra cosa con qué construir”. Cambiar el mundo de base empieza por aceptarlo. Afrontémoslo y tomemos el futuro con nuestras propias manos.