
Por Diego Santamaría Guillén (@DiegoFechten99)
Tras la enésima polémica intrascendente dentro de twitter-izquierda sobre Laclau, Mouffe y Gramsci, traigo mucho texto para echar más leña a una hoguera inexistente. Más allá de querer contribuir en algo a un debate escolástico sobre la hegemonía, que apenas puede conducirnos a ningún lugar de provecho, pensé que podría estar bien escribir un texto comparativo que resaltase las similitudes entre el pensamiento de Gramsci y de Laclau y Mouffe en su época de Hegemonía y Estrategia Socialista (1985).
Más que darle la razón a ninguno de los bandos, mi interés es aquí demostrar que las diferencias entre sendas teorías no son de calado. Por ello, da un poco igual si te sientes más ligado a la tradición marxista gramsciana o a un enfoque más posestructuralista pues en la práctica estamos abocados a lo mismo: deshacernos de escolasticismos y ortodoxias, tejer alianzas transversales estando abiertos a la contaminación recíproca de otros agentes políticos, trabajar en todos los frentes para dar la batalla socialista —centros de trabajo, en el campo de la cultura, en las instituciones políticas—. En definitiva, las dos corrientes nos abocan a no dar nunca la batalla por perdida y a salir de la cómoda exterioridad “ultra-izquierdista” que prefiere no mancharse las manos en la siempre incómoda arena política. Y con eso, debería bastarnos.
A continuación, he tratado de resumir al máximo las dos posiciones, dejando de lado muchos aspectos en ambos casos —por ejemplo, no voy a hablar sobre el último giro de Laclau en La razón populista (2005) o de la teoría sobre el Estado integral— pero tratando de extraer lo esencial de las dos. Espero que este esfuerzo, realizado en la medida de mis limitadas posibilidades, pueda ser útil a quien decida, por la razón que fuere, introducirse en el campo de la teoría política.
¿Cuáles son las bases del pensamiento de Gramsci?
Antonio Gramsci vivió, pensó y teorizó en tiempos difíciles. Su concepción de la “filosofía de la praxis” le llevó a estar en el ojo del huracán de las luchas políticas de su tiempo. Como líder político, no solo tuvo que enfrentar el régimen fascista italiano, sino también las erradas estrategias que planteaban sus propios camaradas de izquierdas: por un lado, la estrategia positivista-reformista de raíz bernsteiniana de Angelo Tasca y, por otro, la estrategia maximalista de Amadeo Bordiga. En dicha coyuntura, el filósofo sardo fue capaz de sintetizar el trabajo de Marx en una renovada y sólida teoría sobre la ideología y la hegemonía que, a posteriori, inspirará a una miríada de intelectuales y activistas políticos.
“No obstante hay una ineluctabilidad incluso en estos acontecimientos y si los bolcheviques reniegan de algunas afirmaciones de El Capital, no reniegan del pensamiento inmanente, vivificador. No son marxistas, eso es todo; no han compilado en las obras del Maestro una doctrina exterior de afirmaciones dogmáticas e indiscutibles. Viven el pensamiento marxista, lo que no muere nunca, la continuación del pensamiento idealista italiano y alemán, contaminado en Marx de incrustaciones positivistas y naturalistas”
Antonio Gramsci, 1918
Con esta defensa a los bolcheviques en La revolución contra El Capital, un joven Gramsci trataba de cuestionar las corrientes de pensamiento dominantes en el seno de la II Internacional Marxista. Su convicción era que la praxis política bolchevique había desvelado la futilidad del economicismo para explicar los cambios políticos. Con dichas opiniones estaba desafiando a la doctrina fatalista kautskiana —la inmanencia e inexorabilidad de las leyes de concentración de la propiedad y de la sobreproducción generarán una pauperización tal de la clase obrera que el sistema colapsará por sí mismo— y a la vertiente reformista de Bernstein —puesto que el capitalismo no caerá por sus propias contradicciones internas, la principal tarea es renunciar al enfoque dialéctico y adoptar una estrategia gradualista hacia el socialismo—. Estas posiciones, siguiendo a Chantal Mouffe, solían considerar las ideologías como un conjunto de ideas intrínsecamente ligadas a una clase en concreto —la clásica distinción entre ideología proletaria e ideología burguesa— y como un epifenómeno directamente determinado por la lógica subyacente de la infraestructura económica.
Las raíces neo-hegelianas del pensamiento de Gramsci —Labriola, Croce, De Ruggiero— y su formación literaria —Rolland, Pópez, Barbusse— le predispusieron a rechazar dichas teorías. Además, su experiencia organizando los Consejos de fábrica durante el bienio rojo italiano (1919-1921) le llevó a comprender la importancia fundamental de la lucha ideológica y política para establecer las condiciones de posibilidad de la superación del modo de producción capitalista. Gracias a todo lo anterior y a su atento seguimiento de la revolución bolchevique, Gramsci desarrollará una nueva concepción de la doctrina del materialismo histórico, la Filosofía de la praxis, que abrirá camino para guiar la lucha política más allá del economicismo reformista.
Para alejarse del determinismo, Gramsci defiende al marxismo como “una continuación del pensamiento idealista alemán” y busca poner en valor la importancia de las subjetividades en el campo político. A este respecto, en varias ocasiones referencia textos como la carta de Engels a Bloch de 1890 —en la que afirma que la producción y reproducción de la vida real son determinantes solo en última instancia y que diversos factores de la superestructura influyen en las luchas históricas— o el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política de 1859, en el cual Marx afirma que se toma conciencia de las luchas económicas “en el terreno de las ideas”. Así, podemos decir que gran parte del pensamiento de Gramsci y de su filosofía de la práctica halla su razón de ser en una recuperación de la noción de la determinación dialéctica entre ideas y materia; teoría y práctica.
La hegemonía según Gramsci
A pesar de ser un entusiasta de la obra de Lenin, Gramsci era consciente de que emular una revolución armada a lá bolchevique era una tarea desestimable. La sociedad del imperio ruso vivía política y económicamente bajo condiciones feudales, mientras que las sociedades de Europa occidental habían desarrollado sus superestructuras políticas y contaban con una sociedad civil más sólida e integrada en el Estado. Mientras que el autócrata Nicolás II gobernaba principalmente con coerción, los Estados occidentales disponían de un consenso considerable entre la sociedad italiana; de ahí la famosa fórmula gramsciana del Estado integral: Hegemonía = Coerción + Consenso. Consecuentemente, el filósofo sardo afirmaba que la “guerra de movimientos” bolchevique no debía ser imitada en Italia; muy al contrario, era más conveniente una estrategia más compleja y de más largo plazo, esto es, una “guerra de posiciones” que fuese conquistando las múltiples ramificaciones de la infraestructura económica y de las superestructuras políticas italianas. A la vez que se preparaban las células de la futura sociedad socialista mediante la autoorganización obrera—como trató de hacer en los consigli de fabbrica—, era necesaria una estrategia de expansión de las ideas comunistas hacia la sociedad civil. Es aquí donde la estrategia hegemónica entra en juego.
Gramsci menciona “hegemonía” por primera vez en Algunos aspectos sobre la cuestión meridional (1926), en la cual, asumiendo el concepto de Trotsky del desarrollo desigual y combinado, afirmaba que el proletariado italiano debía forjar alianzas con el campesinado del Sur si pretendía tener la fuerza suficiente para liderar la revolución. Tomando “hegemonía” en su declinación leninista, Gramsci se refiere a la necesidad de que la clase obrera sea la vanguardia de una fuerza revolucionaria que guíe al resto de clases subordinadas a la toma del poder. A este respecto, la clase trabajadora debía superar sus intereses particulares y corporativistas si pretendía encarnar la posibilidad de la emancipación universal al convertirse en una clase hegemónica. En esta noción leninista y pre-gramsciana ya encontramos un elemento fundamental para aprehender el concepto que después desarrolla por completo en los Cuadernos de la cárcel: el liderazgo político obrero en el marco de una alianza de clases subordinadas. Sin embargo, Gramsci difiere de un aspecto concreto de la noción previamente enunciada por Lenin: mientras que Lenin concebía a la hegemonía como una alianza táctica entre clases separadas con sus intereses particulares, este la entiende como una síntesis entre las mismas que da lugar a la creación de una voluntad colectiva en torno a la clase hegemónica. De esta forma, para que esta voluntad colectiva pudiera nacer, necesitamos comprender el segundo elemento de la estrategia gramsciana: la reforma intelectual y moral.
En este punto, Gramsci difiere de la noción “marxista” de la ideología como falsa conciencia. Puesto que los “hombres toman conciencia de sus tareas en el terreno ideológico de las superestructuras”, la reforma intelectual debe ser considerada como un dispositivo ofensivo para acometer la batalla cultural. Las ideologías son “realidades operantes dotadas de eficacia propia”, esto es, instancias materiales que determinan el modo en el que los sujetos perciben la realidad y actúan en la misma. Así pues, cada vez que un individuo actúa, está expresando una visión del mundo, incluso en las manifestaciones más triviales y aparentemente simples. Así, la ideología puede expresarse de modos complejos y elaborados, como en teorías filosóficas, doctrinas religiosas u obras de arte; o mediante dichos de “sentido común”, refranes y proverbios de sabiduría popular. A este respecto, Gramsci considera que la clase dirigente ejerce un poder ideológico que apuntala su dominio. La ideología oficial está objetivada en, por ejemplo, escuelas, periódicos, arte, religiones… y otras estructuras que permiten a la clase hegemónica extender su poder ideológico a toda la sociedad. Por ello, la creación de una nueva ideología que desbanque a la actual se convierte en una tarea fundamental para las fuerzas socialistas. La reforma intelectual consiste, pues, en la creación de una nueva cosmovisión en la cual cada clase subordinada tome conciencia de la importancia de unir objetivos e intereses comunes para acometer la tarea universal de destronar a las clases dirigentes.
La reforma intelectual y moral se realiza mediante la articulación y apropiación de los elementos ideológicos más avanzados en una sociedad concreta en torno a un principio hegemónico, mediante el cual adquieren carácter de clase. Gramsci define el “principio hegemónico” como un sistema de valores adscritos a una de las dos únicas clases con capacidad hegemónica, esto es, las dos únicas clases con un privilegio epistemológico/práctico por su posición en la infraestructura económica: la burguesía y el proletariado. Así pues, la lucha ideológica consiste en una dinámica de articulación/desarticulación de elementos entre dos diferentes principios hegemónicos en aras de apropiárselos. Por supuesto, la especificidad de estos elementos depende de la constitución de cada nación, puesto que cada sociedad se expresa a través de diferentes ítems de su cultura nacional-popular. Un ejemplo de esta articulación de elementos ideológicos es desarrollado por Gramsci en un temprano artículo de 1917 llamado “El ocaso de un mito” en el que afirma la necesidad de no rechazar de plano el catolicismo, dados sus “núcleos de buen sentido” que se encuentran en su doctrina y que podrían ser articulados por los marxistas.
Finalmente, el producto de esta unificación de ideas y estrategias en torno a una clase hegemónica es lo que Gramsci denomina voluntad colectiva: “una unidad cultural-social por medio de la cual se fusionen en un solo objetivo una multiplicidad de voluntades dispares con objetivos heterogéneos, sobre la base de una idéntica concepción del mundo”. Ser la clase dirigente al interior de una voluntad colectiva habilita la posibilidad de postularse como representante del interés general-nacional. Los jacobinos, por ejemplo, consiguieron representar el interés nacional de los franceses mediante la creación de una voluntad colectiva con otras clases subordinadas y llevando a cabo una reforma moral burguesa. En este sentido, algo en lo que coinciden Laclau y Mouffe con él, como veremos más adelante, es en la consideración de la hegemonía como la capacidad de un grupo particular de hacer pasar sus demandas por universales.
Tras haber explorado sus múltiples elementos por separado, ahora estamos preparados para aprehender el concepto de hegemonía gramsciano. La hegemonía consiste en el liderazgo político, moral e intelectual de una clase fundamental que permite crear una “voluntad colectiva” mediante la alianza con otros agentes políticos subalternos y su unificación bajo una cosmovisión compartida. Para ello no solo se debe ejercer una función de dirigencia con respecto a los grupos aliados, sino también hay que articular los elementos nacional-populares más avanzados de una sociedad concreta en aras de realizar una reforma intelectual y moral. Una vez esta “persona colectiva” se ha creado, la correlación de fuerzas pierde su equilibrio y los agentes hegemónicos están en disposición de llevar a cabo profundos cambios en las estructuras políticas y económicas. Finalmente, una vez la victoria del proletariado llegue a ser “decisiva”, Gramsci esperaba el advenimiento de la “sociedad regulada”: el fin del reino de la necesidad y el inicio del reino de la libertad; la fundación de una sociedad autogobernada y auto-reconciliada en la que la coerción desaparece del arte de gobierno.

Hegemonía y estrategia socialista (1985)
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe escribieron Hegemonía y estrategia socialista en el mismo año de la funesta derrota de los mineros ingleses contra el régimen de Thatcher. Como afirman en el prefacio del libro, su propósito es reconstruir la teoría marxista y adaptarla a la realidad del capitalismo tardío. Desde su punto de vista, el marxismo se encontraba en crisis por su tendencia al reduccionismo de clase, lo cual lo hacía incapaz de reflejar una realidad social heterogénea y trufada de diversas tensiones políticas no reducibles a la lucha de clases: feminismo, ecologismo, antinucleares, antirracismo… etc. En el mismo prefacio no solo reconocen la importancia de los conceptos fundamentales de Gramsci para su teoría de la hegemonía, sino que también admiten haber sido influidos por su esfuerzo de renovación del marxismo mediante el uso de categorías externas en tiempos de impasse. Mientras que aquel introduce nuevos conceptos en la doctrina marxista extraídos de la tradición idealista, Mouffe y Laclau trataron por su parte de renovar el socialismo mediante el uso de ideas posestructuralistas.
Sin embargo, también apuntaron que Gramsci no fue capaz de deshacerse del todo del economicismo al afirmar que los principios hegemónicos estaban necesariamente determinados por los valores de las dos clases fundamentales. Ellos afirman que esta obsesión con la clase en tanto que determinante último de cada fenómeno social es lo que hace que los marxistas contemporáneos no sean capaces de entender la realidad política. Si pretendemos explicar la contingencia radical de la política contemporánea y su pluralidad de identidades políticas, Laclau y Mouffe afirman que debemos deshacernos de todo fundacionalismo epistemológico. Partiendo de un punto de vista posestructuralista, tratan de aprehender algunos de los mejores conceptos del pensamiento gramsciano sin subordinarlos a la lógica de la economía y afirmar así, la autonomía y primacía de lo político sobre el resto de esferas sociales.
La autonomía de lo político y la necesidad de la contingencia
Desde un punto de vista heideggeriano, Laclau y Mouffe rechazan toda forma de fundacionalismo para comprender la institución de lo social, lo cual equivale a decir que desestiman la idea de que los fenómenos sociales puedan ser explicados por una única lógica subyacente de reglas aprehensibles e inteligibles. En este sentido, el pensamiento posfundacional al que se adscriben se distingue de otros paradigmas como el marxismo “ortodoxo” —que consideraba que todo fenómeno estaba determinado por el sistema económico— o la política aristotélica —que considera la política como un dominio que restringe a la acción estatal y regida por una serie de fines objetivamente buenos y deseables—.
Como dice Oliver Marchart, Laclau y Mouffe aceptan la noción heideggeriana de “Abgrund ist Ab-grund” (el fundamento es el no fundamento) para reconocer que la imposibilidad de fundamentación de la sociedad está en sí misma implícita en la posibilidad de fundación. Según Derrida, cuando la imposibilidad de algo se encuentra implícito en su propia posibilidad se dice que nos encontramos ante el fenómeno de la indecidibilidad. Por ejemplo, el término pharmakon significa medicina y veneno al mismo tiempo, lo que lo hace indecidible puesto que a la vez cura y envenena. Si la sociedad no puede ser unificada por la lógica de un fundamento en concreto, pero tampoco podemos afirmar la inexistencia de todo fundamento, consecuentemente tenemos que aceptar que los actos de fundación son necesariamente contingentes e incompletos. Así, la contingencia de cualquier acto de fundación de lo social implica la toma de una decisión en un campo de indecibilidad, lo que conlleva una selección parcial de algunos elementos y la exclusión de otros. Por ejemplo, siguiendo el mito del origen de la escritura, el rey Thamus usa su autoridad para decidir que la escritura es un pharmakon venenoso, puesto que debilita la memoria, en vez de asumir que es algo beneficioso porque, por ejemplo, nos permite objetivar nuestros pensamientos.
Todo esto nos lleva a afirmar que cualquier cerramiento de lo social a un sistema total de reglas es tarea imposible. Además, lo social se constituirá a través de decisiones contingentes tomadas por agentes colectivos con poder —hegemónicos— para establecer las normas, instituciones y exclusiones al interior de una comunidad política. De esta manera, toda fundación de lo social implica, necesariamente, el ejercicio del poder por parte de un actor particular y la exclusión de algunos elementos de la misma —por ejemplo, las sociedades europeas del bienestar post-II Guerra Mundial se constituyen mediante una exclusión relativa del fascismo—. Consecuentemente, Laclau y Mouffe afirman que la necesidad de exclusión y la imposibilidad de llegar a un régimen que incluya a todo el mundo nos aboca a un antagonismo irreconciliable entre diversos agentes políticos que a su vez ponen todos sus recursos para asentar, desde su parcialidad, un fundamento para la sociedad —por ejemplo, asumiendo que se estableciese la sociedad regulada comunista, aún estaríamos excluyendo de ella a todas las ideologías totalitarias o despóticas—. Esta necesidad del antagonismo que recorre lo social es lo que llaman lo político y lo consideran como la propia lógica de institución de lo social, por supuesto, autónoma de posibles determinaciones de otras esferas sociales, como los valores éticos objetivamente buenos o la infraestructura económica. Es aquí donde encontramos un desencuentro entre Gramsci y Laclau y Mouffe: mientras que el sardo confió que el reino de la deliberación advendría tras la revolución y establecería una sociedad auto reconciliada consigo misma, ellos afirman que el conflicto político es infinito. Todo orden social/fundación está necesariamente abierta a ser superada puesto que siempre está basada en la exclusión de ciertos elementos, y la necesidad de la contingencia previene de un cierre total de toda fundación, lo cual posibilita el surgimiento de alternativas políticas que disputen la hegemonía.
Discurso
Tras lo dicho anteriormente uno podría preguntarse cómo se dan específicamente estos actos de fundamentación parcial de lo social. En primer lugar, Laclau y Mouffe asumen que todo objeto está constituido como un objeto de discurso para ser inteligible: un terremoto puede ser considerado un fenómeno geológico o la ira de Dios, dependiendo de la estructura discursiva en la que esté enmarcado. Además, siguiendo la lingüística estructuralista de Saussure, argumentan que los elementos en el interior de una relación discursiva son entidades relacionales cuyas identidades dependen de su diferenciación con otros elementos: el significante “padre” no significa nada si no lo relacionamos con el significante “madre” o “hija”. Esta es una manera de afirmar que ninguno de los elementos en el interior de un discurso es necesario y puede ser rearticulado en un conjunto diferente de relaciones. Finalmente, Laclau y Mouffe establecen una analogía entre sociedad y lenguaje: la sociedad es ontológicamente discursiva y su fundación depende de mecanismos lingüísticos.
Por ello, si precisamos de los discursos para entender la realidad y estos pueden ser reconstituidos por agentes políticos diferentes, como se dijo en la sección anterior, la lucha política estaría caracterizada entonces por diferentes discursos que tratan de definir la realidad en sus propios términos, disputando significantes y tratando de articularlos a sus interpretaciones de lo social. Sin embargo, Laclau y Mouffe difieren del modelo lingüístico estructuralista en dos puntos en concreto:
Por un lado, las formaciones discursivas no solo consistirían en fenómenos meramente lingüísticos, sino también en prácticas, identidades políticas, ideas e instituciones que organizan las relaciones sociales: el discurso socialista como una entidad coherente no solo se basa en la propia “ideología” marxista, sino también en un catálogo de prácticas sociales como las huelgas o las expropiaciones; o en identidades políticas como la feminista, la sindicalista, la antirracista… etc. Los autores borran la división estricta entre el mundo objetivo y el lenguaje, de manera que afirman, como Gramsci, la materialidad del discurso/ideología. Esto es importante para rechazar las visiones que consideran la teoría de Laclau y Mouffe como mero marketing electoral: no vale solo con establecer marcos de inteligibilidad de la sociedad, dichos marcos han de ser apuntalados con otras acciones —huelgas, manifestaciones culturales, okupaciones…— que son discursivas en tanto se enmarcan y solo se comprenden mediante los mismos.
En segundo lugar, Laclau y Mouffe cuestionan el cerramiento del modelo de lingüística estructuralista. No puede haber ninguna formación discursiva que fije su significado para siempre, puesto que algunos de sus elementos constitutivos pueden ser articulados por otras formaciones discursivas y cambiar su significado inicial: la apropiación del término “queer” por el movimiento LGBT anglosajón cambió sus connotaciones negativas y lo resignificó. Esto es un modo de afirmar que todo discurso está permeado de contingencia, lo que lo previene de un orden total y de necesidad, como veíamos antes.
Finalmente, si cada elemento de una formación discursiva obtiene su significado negativamente por su relación con otros elementos, debe haber algo que fije parcialmente el corpus discursivo. “El constante flujo de cada discurso por la infinitud del campo de la discursividad” debe ser fijado mediante la reunión de algunos elementos en torno a un centro fundamental que les permita obtener un significado sólido. Estos son los puntos nodales —que más tarde Laclau llamará significantes vacíos y flotantes— cuya función es apuntalar parcialmente la necesidad dentro de un sistema discursivo, atribuyendo un significado particular a todos los elementos en su interior. Por ejemplo, el significante “ecología” implica una pluralidad de posibles significados en función de si es articulado por un discurso socialista, eco-liberal o estatista. Así, juegan el papel de “significantes maestros” —ejemplos conspicuos en la historia son Democracia, Socialismo… etc. — que articulan, como los principios hegemónicos gramscianos, otros elementos para significarlos desde una posición política particular. Asimismo, quizá podríamos decir que los puntos nodales de “Consenso” o “Moderación” apuntalan el discurso de la Transición y de la institucionalidad del régimen del 78. El estudio de la historia se vuelve, pues, imprescindible si queremos determinar cuáles son los elementos fundamentales de las estructuras discursivas de una formación hegemónica en concreto.

Equivalencia y diferencia
Tras todo lo anterior, ya podemos aprehender el concepto de hegemonía que Laclau y Mouffe despliegan en el libro. La hegemonía consiste en la articulación de elementos —ideas, identidades políticas, práctica, agentes colectivos— alrededor de puntos nodales fundamentales que los signifiquen parcialmente. Esta operación busca estabilizar un sistema de sentido o discurso hegemónico para apuntalar un orden social particular. Esta fundación parcial y contingente trata de fundar una cosmovisión organizada alrededor de ciertos principios representados por un agente político en particular que busca crear un nuevo horizonte de inteligibilidad de la realidad en sí misma, en un movimiento parecido a la reforma intelectual y moral. Además, las prácticas hegemónicas se constituyen en un campo permeado de antagonismo y contingencia, lo que les impide totalizarse e instituir un orden social definitivo. Finalmente, las operaciones políticas llevadas a cabo por los proyectos hegemónicos distintos son caracterizadas como: lógica de la equivalencia y lógica de la diferencia
La lógica de la equivalencia consiste en la disolución de una identidad particular de sujetos en un discurso a través de la creación de una identidad radical negativa que los amenaza. Un ejemplo de esta lógica del exterior constitutivo es la construcción de la frontera política de la Gente vs. las Élites: dentro del punto nodal “Gente” podemos encontrar, por ejemplo, a las feministas (a), los ecologistas (b) y los comunistas (c). Sus identidades particulares serán parcialmente subsumidas bajo la categoría de “gente” puesto que consideran sus identidades y demandas como totalmente negadas por el enemigo exterior (Élites, d). Así pues: a≡b≡c y d= -(a,b,c). Estas identidades políticas serán parcialmente sintetizadas gracias a la amenaza universal de las Élites, a pesar de que no perderán jamás su particularidad de una vez y para siempre. La articulación depende, pues, del establecimiento de una frontera política al interior de una comunidad política que la parte en dos: la plebs dispersa que se une para devenir populus y refundar una comunidad política expropiada por las Élites. Se puede ver claramente aquí la noción gramsciana de la “voluntad colectiva”: el punto nodal “gente” o “pueblo” representa metonímicamente la síntesis de una pluralidad de elementos diferentes al interior de un discurso común
Por otro lado, la lógica de la diferencia consiste en la consolidación de una formación hegemónica en concreto a través de la desarticulación de elementos dispersos o previamente articulados en una cadena de equivalencias para, posteriormente, rearticulación al sistema diferencial de un discurso establecido. La práctica que Gramsci identifica como transformismo es el ejemplo típico de lógica de la diferencia: desde el propio orden instituido se satisfacen demandas insatisfechas de manera diferencial—pongamos, las de unos trabajadores en huelga mediante una subida de salarios—, evitando así su articulación equivalencial por un movimiento popular que amenace con el derrumbamiento del orden hegemónico. Por ello, mientras que la lógica de la equivalencia trata de articular elementos al condensar sus significados en torno a dos polos antagonistas, la lógica de la diferencia busca debilitar los antagonismos y relegar su división a los márgenes de la sociedad —todo el mundo tiene su parte del pastel en la comunidad política y el exterior constitutivo proviene de elementos antisistema que odia nuestra comunidad—.
La lucha política consistirá entonces en este juego de articulación y desarticulación de elementos diferentes —identidades políticas, prácticas, ideas…—alrededor de discursos hegemónicos diferentes que tratan de estabilizar un orden social particular y fundar una nueva cosmovisión. Aunque alguna vez una formación hegemónica pueda parcialmente imponerse al resto y estabilizar su régimen, esto está siempre abierto al fallo, puesto que no podrá jamás hegemonizar todos los elementos de la sociedad y podrá haber momentos en los que su arbitrariedad y contingencia sea evidenciada a la luz pública —lo que Laclau más tarde llamará dislocación—, lo cual facilita la desagregación de elementos y su posterior articulación por otro agente político hegemónico. Como último ejemplo: la dislocación del discurso socialdemócrata durante los 70 del partido Laborista —producida por la reacción general anti-burocratización, las crisis económicas y las condiciones laborales fordistas— fue hegemonizado por Margaret Thatcher mediante la articulación de un discurso en torno a los puntos nodales de, por ejemplo, “economía libre” y “libertad de mercado” y mediante la confrontación con otros puntos nodales antagónicos como “Estado fuerte” o “Socialismo”.
Ferraris y twingos
Como hemos visto, el concepto de hegemonía de Laclau y Mouffe de Hegemonía y estrategia socialista es deudor del original gramsciano. Ambos priman la importancia de la lucha cultural por la hegemonía sobre el mero economicismo “marxista”, concibiéndola como el ámbito en el que los sujetos aprehenden su realidad y la posición que ellos mismos ocupan en ella. A este respecto, también entienden la hegemonía como una práctica articulatoria de diferentes agentes políticos alrededor de una serie de principios hegemónicos/puntos nodales, que a su vez habilitan la creación de una voluntad colectiva/cadena de equivalencias alrededor de un agente político central. Piensan, en definitiva, que esta tarea de acumulación de fuerzas es precondición indispensable para la acometida de grandes cambios a nivel social. Finalmente, en ambos casos se asume una concepción material de la cultura, no solo por el efecto que tiene al determinar la praxis de los sujetos, sino también por su objetivación en instituciones y prácticas políticas.
Por todo ello, estimo que las diferencias entre sendas posiciones no son en absoluto insalvables. Si bien ya se han mencionado aquí unas pocas, creo que es mucho más lo que une sendas teorías que lo que las separa. En su papel de dirigente político durante una etapa de su vida, el enfoque de Gramsci tiende a ser, por fuerza, más concreto en lo que a la praxis política se refiere. Laclau y Mouffe, por su parte, a pesar de reconocerse deudores del filósofo sardo, plantean algunas objeciones a su pensamiento para radicalizar su anti-economicismo y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Seguramente este tipo de diferencias pueden ser un acicate interesante para una conversación de salón entre frikis de la teoría política; sin embargo, creo que de los tres autores nos llegan una serie de enseñanzas que, sin importar nuestras simpatías, no pueden ser soslayadas en cualquier estrategia política socialista y transformadora.
Nos hablan de cómo las estructuras históricas y bloques de poder pueden ser depuestos por la capacidad de agencia de los sujetos políticos. Nos invitan a adoptar un enfoque laico y transversal a la hora de tejer alianzas con otras fuerzas políticas cercanas. Además, apelan a no olvidar el papel de los afectos en política, así como a actuar en todos los frentes en la lucha por la hegemonía. Nos urgen, en definitiva, a nunca tomar una posición de exterioridad respecto del sistema, sino a trabajar con las herramientas de las que disponemos para apropiarnos de los “núcleos de buen sentido” ya presentes en la sociedad. Trabajar juntos y utilizar todos nuestros recursos disponibles. Y, sobre todo, tener presente que ninguna derrota es definitiva; como diría García Linera: luchar, vencer, caerse y levantarse; luchas, vencer, caerse y levantarse…
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