©Stephan Röhl

Reproducimos a continuación una versión traducida al español de la entrevista realizada por Lenny Benbara a la filósofa belga Chantal Mouffe. La entrevista se realizó el 19 de enero en París. En el siguiente enlace se puede consultar la versión original en francés, publicada en Le Vent se Lève.

Le Vent se Lève: En enero ha aparecido la versión de bolsillo del libro que escribió junto con Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista, publicado originalmente en 1985. Con este ensayo tenían la ambición de renovar los patrones de pensamiento de una izquierda esclerotizada, tanto del lado de la familia comunista como del lado de la familia socialdemócrata. ¿Cuáles fueron las bases del proyecto inicial?

Chantal Mouffe: Nuestro proyecto fue tanto teórico como político. Fue una reflexión teórica desde un problema político. Utilizo este enfoque en todos mis libros. Me interesa la teoría en la medida en que enfoca la acción, la entiende y conduce a una posterior intervención. En el caso de Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia partimos de un cuestionamiento político. La observación que nos preocupaba era la siguiente: tanto la izquierda marxista, que todavía era fuerte en ese momento, como la izquierda socialdemócrata, eran incapaces de pensar la naturaleza de las demandas que emanaban de los nuevos movimientos sociales, a saber, el feminismo, el antirracismo o las luchas por la ecología y de captar la importancia real de articular estas demandas con las de la clase trabajadora. Esta izquierda estaba demasiado anclada en la idea de que el socialismo se refería antes que nada a las demandas de la clase obrera.

Nosotros tratamos de entender qué estaba sucediendo, de dónde provenía este bloqueo, este “obstáculo epistemológico” -por utilizar una expresión de Louis Althusser- que no nos permitía abarcar la importancia de estas luchas. Tuvimos que plantear la cuestión de la hegemonía, entendida como la necesidad de que la clase trabajadora se abra a otras demandas. Nuestro pensamiento estuvo, por supuesto, muy influenciado por Gramsci. Por cierto, el primer libro que publiqué se titula Gramsci and Marxist Theory (1979).

Sin embargo, aunque Gramsci fue quien llegó más lejos dentro del pensamiento marxista, no encontramos en él los elementos teóricos que nos permitieran plantear la cuestión de la hegemonía más allá de una unión de grupos sociales en torno a la clase obrera. Para el pensador sardo, se trataba de articular la lucha de la clase obrera del norte con la lucha del campesinado del sur de Italia. Pensamos que la perspectiva de la hegemonía en Gramsci era un punto de partida, pero que teníamos que ir más allá.

El libro tiene tres partes. Es interesante observar que en su publicación alemana se tituló Hegemonía y estrategia socialista: por una deconstrucción del marxismo. La primera parte es efectivamente una deconstrucción del pensamiento marxista desde el concepto de hegemonía. Tratamos de establecer una genealogía para determinar los puntos flacos y llegamos a la conclusión de que lo que impedía que el marxismo entendiera los nuevos movimientos sociales era algo que nosotros denominamos como “esencialismo de clase”. El marxismo concibió la subjetividad política como la expresión estricta de posiciones de clase. El feminismo, la ecología y el antirracismo no eran antagonismos que pudieran expresarse directamente en términos de clase y se ignoraba su importancia.

A partir de este diagnóstico, hemos desarrollado un enfoque teórico capaz de ir más allá de este obstáculo epistemológico, mediante un enfoque “antiesencialista” que permite articular una perspectiva no racionalista. En la parte teórica del libro, la segunda, asociamos el pensamiento de Gramsci con varios elementos de la corriente postestructuralista de Derrida, Lacan y Foucault. Esta articulación nos ha llevado a desarrollar una teoría de la política estructurada en torno a dos conceptos principales: el concepto de hegemonía y el concepto de antagonismo. Esta parte teórica tuvo como objetivo desarrollar nuestro pensamiento antiesencialista.

En la última parte del libro, sacamos las consecuencias de este análisis antiesencialista para el campo de la política. Propusimos redefinir el socialismo en términos de una radicalización de la democracia. Esta redefinición es esencial para nosotros porque la articulación de los intereses de la clase trabajadora y las demandas que corresponden a otros antagonismos conducen a la cuestión de la hegemonía en un sentido mucho más amplio. El socialismo, entendido como la defensa de los intereses de la clase trabajadora, se convierte en una parte de un proyecto más amplio que abarca también otras demandas. Esto es lo que está en el origen de nuestro cuestionamiento y lo que nos ha llevado, desde una cuestión política, a elaborar toda una reflexión teórica.

LVSL: Este ensayo es parte de la corriente que mencionaste y que puede describirse como posmarxismo. ¿Cómo concibe usted esta corriente?

CM: En realidad, nosotros no somos los iniciadores de esta expresión. Antes de escribir Hegemonía y estrategia socialista, habíamos publicado una serie de artículos que ya planteaban algunas de estas preguntas. Uno de ellos, publicado en Marxism Today, tuvo cierto eco por los debates que suscitó en el seno de la izquierda británica. Los opositores lo habían llamado “posmarxista” para criticarlo. Esta clasificación no nos molestó, y tomamos esta fórmula en el prefacio del libro insistiendo tanto en el “post” como en el “marxismo”. No es un posmarxismo que rechaza el marxismo, sino un pensamiento que comienza con el marxismo y se alimenta de él, pero que va más allá.

El término posmarxismo no dice mucho. No define claramente cuáles son nuestras tesis. Es más bien un término descriptivo. Otras corrientes se consideran posmarxistas, como los estudios poscoloniales, algunas partes de los llamados estudios “decoloniales” o incluso los subaltern studies, por nombrar algunos. Puede ser interesante diferenciar la corriente posmarxista de la corriente neomarxista. Porque hay toda una serie de autores influyentes que reconocen la importancia de adaptar las categorías marxistas a la situación actual manteniendo una cierta ortodoxia. Son los neomarxistas.

Esta cuestión de la ortodoxia no me interesa. No tengo ningún apego sentimental por llamarme marxista. El marxismo ha sido importante en mi formación, especialmente con Gramsci, pero otros autores son también importantes, como Freud, Weber o Wittgenstein. Defiendo una cierta dosis de eclecticismo y desconfío de cualquier forma de ortodoxia.

Nuestro enfoque se presenta a menudo como una “teoría del discurso” o como “la Escuela de Essex” porque Ernesto Laclau, cuando era profesor en la Universidad de Essex, desarrolló un programa de doctorado llamado “Ideología y análisis del discurso”. Muchos estudiantes y doctores de todo el mundo vinieron a trabajar con él y luego utilizaron este enfoque para estudiar una gran variedad de fenómenos. De este programa nació una escuela, pero no es una escuela posmarxista. Este período ha sido muy importante en la difusión internacional de nuestras ideas y nuestro enfoque discursivo. Este último está en el centro de nuestra reflexión sobre la hegemonía y la estrategia socialista.

Para completar, me gustaría indicar rápidamente cuáles son los puntos principales de este enfoque de la teoría del discurso. Primero, es parte de una concepción “disociativa” de lo político. Es una concepción que se opone al postulado dominante en la teoría política liberal – entendida aquí en el sentido del liberalismo filosófico y no del liberalismo político o económico- que generalmente es la portadora de una concepción “asociativa” de lo político. Para esta última, lo político es el dominio de la acción conjunta, la libertad y la búsqueda de consenso.

Además de esto, hay una teoría disociativa de lo político. Se encuentra en los escritos de Tucídides, Maquiavelo y Hobbes, y más tarde de Max Weber, Carl Schmitt y Claude Lefort. Somos parte de esta concepción disociativa de lo político en la que lo político y el conflicto son inseparables: si existe lo político, es porque hay conflicto. Desde un punto de vista más filosófico, y este es un punto en el que insistimos mucho, existe una negatividad radical que diferenciamos de la negatividad dialéctica. Esta última, que es una negatividad que puede ser superada dialécticamente, está presente en Marx o en Hegel. A la inversa, la negatividad radical no puede ser superada: la sociedad está irremediablemente dividida.

El segundo punto importante es la concepción antiesencialista según la cual toda objetividad se construye discursivamente. El espacio social es de naturaleza discursiva y es el producto de prácticas significativas. Aquí desafiamos la idea de inmediatez, la idea de que el mundo social nos es dado, lo que Derrida llama la metafísica de la presencia. El mundo social siempre está construido por prácticas significantes. En lo que respecta a las identidades, siempre son el resultado de procesos de identificación, como Freud nos enseñó. En el ámbito político, las identidades son siempre identidades colectivas y el resultado de un proceso de identificación que incluye elementos afectivos.

También llamamos a esta concepción “posfundacionalismo”, en la medida en que dice que no hay fundamento último. Esta no es una posición antifundacionalista según la cual todo vale y todo es posible. Para nosotros, hay fundaciones, pero éstas siempre son contingentes. Todo lo que es político apunta a establecer un orden que sea de naturaleza hegemónica porque nunca se asienta sobre una base definitiva. Es un orden precario, contingente y en este sentido es posfundacional.

Esta concepción discursiva es acusada de ser una concepción idealista. Desde Hegemonía y estrategia socialista, hemos escrito muchos artículos para explicar que éste no era el caso en absoluto. Las denominadas “prácticas discursivas” son prácticas significantes en las que el significado y la acción, los elementos lingüísticos y los elementos afectivos, no pueden separarse. Cuando hablamos de discurso, hablamos básicamente de lo que Wittgenstein llama juegos del lenguaje, con la condición de entender, obviamente, que con esta expresión Wittgenstein no se refiere simplemente a juegos lingüísticos. Para Wittgenstein, los juegos del lenguaje también son prácticas materiales. Es por tanto una posición materialista y no idealista. Enfatizo este hecho importante porque muchas personas no parecen ser capaces de entenderlo.

LVSL: Precisamente, en relación con esta concepción antiesencialista, critica el esencialismo de clase que lleva a creer en la existencia predeterminada de intereses objetivos e identidades de clase. Intereses objetivos e identidades de clase que surgirían mecánicamente del lugar ocupado por los individuos en el proceso de producción. ¿Piensa que la lucha de clases, que ha estado en el centro de la cosmovisión y de la acción política de la izquierda en el siglo XX, es una formulación que está desactualizada?

CM: Ha habido muchos malentendidos sobre lo que dijimos de la lucha de clases. Es obvio que la perspectiva teórica que acabo de desarrollar rompe con la ontología marxista de una ley de la historia, con la representación de la sociedad como una estructura inteligible que podría interpretarse a partir de ciertas posiciones de clase y reconstituirse en un orden racional a través de un acto fundacional. Esta perspectiva cuestiona toda la ontología marxista. Implica la necesidad de abandonar el racionalismo marxista, que presenta la historia y la sociedad como totalidades inteligibles establecidas por leyes explicables conceptualmente y una necesidad histórica cuyo motor es la lucha de clases.

Uno de los errores de la perspectiva marxista es, en nuestra opinión, reducir todo a la única contradicción capital-trabajo y postular la existencia de una clase trabajadora dotada de intereses objetivos respaldados por la posición que ocupa en las relaciones de producción, lo que debería llevarla a establecer el socialismo. Según esta perspectiva, si los trabajadores acaban por no compartir esos intereses serán acusados de estar bajo la influencia de una falsa conciencia. Es lo que estamos cuestionando.

En nuestra perspectiva, y aquí es donde el antiesencialismo juega un papel importante, no hay intereses objetivos sino sólo intereses construidos discursivamente. La clase obrera no tiene un rol ontológico privilegiado, lo que no significa que en algunos casos la clase obrera no pueda desempeñar el rol protagonista. Sin embargo, esta primacía es siempre el resultado de las circunstancias y de la forma en que se construyen las luchas. No es un privilegio ontológico. Los intereses son siempre productos históricos, precarios y susceptibles de ser transformados. La idea de que la lucha de clases es el motor de la historia debe ser abandonada.

Lo que estamos desafiando es la idea de que la lucha de clases es una necesidad objetiva. Por otro lado, no discutimos la existencia de luchas de clases, con la condición de que entendamos el término clase en el sentido weberiano o en el sentido de Bourdieu. Algunas luchas pueden llamarse luchas de clase en la medida en que son llevadas a cabo por agentes sociales desde su posición en las relaciones de producción.

Dos cosas son importantes para entender nuestra posición sobre este tema. Primero, estas luchas llevadas a cabo por ciertos agentes sociales desde sus posiciones en las relaciones de producción no son necesariamente anticapitalistas. La mayoría de las luchas de los trabajadores son luchas reformistas. Por otro lado, debemos reconocer que puede haber luchas anticapitalistas que no estén dirigidas por los agentes sociales que llamamos “clases”. Hoy, en la medida en que el neoliberalismo penetra cada vez más y crea formas de dominación en una pluralidad de relaciones sociales, hay agentes sociales que se rebelan contra el capitalismo y llevan a cabo luchas anticapitalistas. Pero no actúan como clase. Las luchas feministas pueden ser luchas anticapitalistas, pero no son llevadas a cabo como actor de clase. Del mismo modo, muchas luchas ecologistas pueden cuestionar el capitalismo, pero no en nombre de posiciones de clase.

Nunca hemos apoyado la idea, como algunos nos han acusado, de que las luchas de clase ya no son importantes y que las luchas sociales o posmaterialistas son las únicas que cuentan. Decimos que existen otros antagonismos además del antagonismo económico y que las luchas que están vinculadas a ellos son importantes para un proyecto de radicalización de la democracia.

LVSL: En Hegemonía y estrategia socialista se posicionan a favor de reformular el proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia. ¿Puede volver a este concepto central en sus reflexiones y todavía muy presente hoy?

CM: La tesis que defendemos en Hegemonía y estrategia socialista es que un proyecto verdaderamente emancipatorio debe considerarse como un proyecto de radicalización de la democracia. Muchos han leído Hegemonía y no han entendido lo que queremos decir cuando hablamos de crear una democracia radical y plural. Esto no significa que queramos romper completamente con la democracia pluralista para establecer un régimen totalmente nuevo. La idea de radicalización de la democracia presupone una lucha inmanente dentro de la democracia liberal pluralista. Prefiero usar el término pluralista que liberal porque para muchas personas la democracia liberal necesariamente se refiere a la articulación entre un régimen político y el capitalismo. En francés y en inglés, no podemos distinguir los diferentes significados del liberalismo. Los italianos hacen la distinción entre liberismo y liberalismo.

Por democracia liberal me refiero a una forma de régimen en el sentido de una politeia, no en el sentido que se le atribuye en la ciencia política. Es decir, una forma de vida y una organización de la sociedad basada en ciertos valores ético-políticos. En Occidente, pensamos que la democracia es la articulación entre dos tradiciones, la tradición liberal y la tradición democrática. La tradición liberal es la del Estado de derecho, la separación de poderes y la libertad individual. La tradición democrática tiene que ver con la igualdad y la soberanía popular. La idea del pluralismo proviene de la tradición liberal y no de la tradición democrática. Por eso creo que esta articulación entre los valores de libertad e igualdad es muy importante. Siempre insisto en lo que llamo los “valores ético-políticos de la democracia pluralista”: libertad e igualdad para todos.

Así, cuando hablamos de la radicalización de la democracia, afirmamos que es necesario extender estos valores a más relaciones sociales. La aplicación de estos valores comenzó en la sociedad civil con la ciudadanía. Luego, gracias a las luchas socialistas, estos principios de libertad e igualdad se difundieron en las relaciones económicas. En la actualidad, las nuevas luchas tienen como objetivo llevar estos principios de libertad e igualdad aún más lejos, como en las relaciones de género, por ejemplo.

Pero para radicalizar la democracia es imperativo estar ya en un régimen democrático. En este sentido, es imposible radicalizar la democracia en una dictadura. Es por este motivo que hablo de lucha inmanente. Debemos partir de nuestra sociedad tal como existe y defender estos valores ético-políticos dentro de su marco. Los críticos, los marxistas en general, denuncian estos valores como un señuelo. Es cierto que estos valores son muy poco puestos en práctica. A partir de ahí, hay dos actitudes posibles: romper con la democracia pluralista y crear algo nuevo, una verdadera democracia, o forzar a nuestras sociedades a poner en práctica los valores que profesan porque son valores que merecen que los defendamos.

Creo que no deberíamos intentar romper con la democracia pluralista para crear una sociedad completamente nueva. Toda lucha es siempre una lucha de desarticulación y rearticulación de lo que existe. No se trata de hacer una ruptura radical. Por eso, la radicalización de la democracia consiste en partir de los valores que constituyen el imaginario social de la sociedad. Esta es la idea que ya desarrollamos en Hegemonía y estrategia socialista y que en Por un populismo de izquierda (2018) defino como reformismo radical. Distingo tres posiciones en lo que se llama la izquierda: la concepción leninista de la ruptura, según la cual romperemos con el orden existente para crear algo completamente nuevo; la opción reformista, por la cual basta con realizar algunas transformaciones pero sin cuestionar el orden hegemónico existente; y la propuesta de radicalización de la democracia, que se refiere al reformismo radical y que consiste en crear una nueva hegemonía en el marco de la democracia pluralista. En esta última propuesta, se busca radicalizar los valores ya inscritos en una sociedad dada.

LVSL: Su trabajo emprendido tras Hegemonía y estrategia socialista profundiza desde un punto de vista teórico  en el proyecto de “democracia radical y plural” esbozado con Ernesto Laclau. Su teoría de la democracia se basa en una crítica de la democracia liberal, cuyo marco de momento no rechazas, y también se opone al modelo de democracia deliberativa. ¿Cuáles son sus críticas a estos dos modelos dominantes?

CM: Después de escribir Hegemonía y estrategia socialista, me hice la siguiente pregunta: ¿cómo debemos concebir la democracia para poder radicalizarla? Este cuestionamiento también debe ubicarse en su contexto político: después de la caída del modelo soviético, muchos marxistas y un gran número de intelectuales de izquierda en Francia se convirtieron al liberalismo. Este viento liberal me pareció paradójico, porque considero que no hay una teoría de la política en el marxismo y quería demostrar que el liberalismo tampoco la tenía.

Esto me llevó a interesarme por la filosofía política liberal. Comencé a leer a John Rawls y Jürgen Habermas para guiar mi pensamiento. ¿Puede el modelo de democracia que ellos desarrollan ayudarnos a pensar en las condiciones de una democracia capaz de ser radicalizada? Llegué a la conclusión de que los modelos de la filosofía política liberal no eran satisfactorios porque no daban lugar al antagonismo ni a la hegemonía. Escribí dos libros sobre este tema, El retorno de lo político y luego La paradoja democrática (2000).

LVSL: Carl Schmitt le brindó apoyo adicional para reintroducir la dimensión irreductiblemente conflictiva de la política. Sin embargo, para el filósofo alemán, el antagonismo entre amigos y enemigos conduce inevitablemente a las democracias liberales basadas en el pluralismo a una forma de autodestrucción. ¿Cómo resuelve esta contradicción el modelo agonístico que desarrolla en su trabajo?

CM: Esta dimensión conflictiva de la política ya está presente en Hegemonía y estrategia socialista. A menudo nos han acusado de seguir el pensamiento de Schmitt, ¡incluso cuando no lo conocíamos en el momento de escribir el libro! Un amigo me lo descubrió en el momento de la publicación de nuestro libro.

Estaba trabajando en una crítica del liberalismo cuando descubrí la que propuso Schmitt. Él escribió en la década de 1920 que el liberalismo niega la política, porque el liberalismo pretende pensar la política sólo desde un modelo económico o desde un modelo moral o ético. Esta idea correspondía exactamente a lo que percibí en la teoría liberal de la democracia con, por un lado, el modelo agregativo, que corresponde a una forma de pensar la política desde la economía; y, por otro lado, la democracia deliberativa, que se consideraba un modo de ética o moralidad. Lo que Schmitt estaba explicando en ese momento era bastante relevante para comprender el pensamiento liberal actual. Debo decir que Schmitt fue un verdadero desafío para mí… Estuve de acuerdo con su idea de que la política se basa en la relación amigo/enemigo, lo que llamamos antagonismo, pero Schmitt concluye que la democracia pluralista no puede ser un régimen viable porque el liberalismo niega la democracia y la democracia niega el liberalismo.

Mi proyecto fue, por el contrario, repensar la democracia pluralista. De ninguna manera quise rechazar la democracia liberal. Por cierto, paradójicamente, me volví mucho más liberal leyendo a Schmitt que antes. Me di cuenta de que el problema de Schmitt, y por eso no se oponía al nazismo, era su resuelto antiliberalismo. Descubrí los peligros del antiliberalismo y la importancia de la dimensión liberal pluralista. Cuando hablo de liberalismo, hablo de pluralismo.

Mi objetivo era pensar la democracia liberal de una manera verdaderamente política, es decir, que da paso al antagonismo, lo que Schmitt consideraba imposible. El desarrollo del modelo agonista fue mi respuesta al desafío de Schmitt. Entendí que él pensaba el antagonismo con el único modelo de la oposición amigo/enemigo. En este caso, tenía razón al decir que una democracia pluralista era inviable porque pensar así en el antagonismo impide cualquier legitimación en el marco de una asociación política y, por lo tanto, conduce necesariamente a la guerra civil.

Sin embargo, hay otra forma de organizar el antagonismo, no en su forma de amigo/enemigo, donde el enemigo es percibido como el que se va a eliminar, sino de manera agonística, en términos de opositores que saben a ciencia cierta que no pueden ponerse de acuerdo porque sus posiciones son antagónicas, pero que reconocen el derecho de defender su punto de vista y se aseguran enfrentarse entre sí dentro del marco de instituciones comunes. El desafío de una democracia pluralista es, entonces, establecer las instituciones que permitan que el conflicto se desarrolle sin llevar a una guerra civil. Por lo tanto, es bastante posible pensar juntos antagonismo y pluralismo, algo que tanto Carl Schmitt como Jürgen Habermas consideran imposible. Schmitt rechaza el pluralismo para defender el antagonismo. Habermas, por el contrario, niega el antagonismo para salvar la democracia. He tratado de mantener juntos el antagonismo y el pluralismo y creo que el modelo agonista permite esta compatibilidad. A la hora de construir esta reflexión Schmitt ha sido importante para mí. Uno de los primeros artículos que publiqué en francés en la Revue française de science politique se tituló “Pensando la democracia moderna con y contra Carl Schmitt”. El pensamiento de Carl Schmitt me estimuló mucho en mis preguntas y desarrollé el modelo agonístico con él y contra él.

LVSL: Como reconoce en su último libro, Por un populismo de izquierda, su perspectiva teórica no puede disociarse de la coyuntura específica en la que toma forma. La escritura de Hegemonía y estrategia socialista formaba parte de un contexto político claramente identificado: los comienzos de un largo declive de la hegemonía socialdemócrata de posguerra y el hermetismo de las izquierdas marxistas a las demandas emergentes de los nuevos movimientos sociales. ¿Cuáles son las coyunturas que han guiado el desarrollo de sus libros más recientes, como En torno a lo político, Agonística o Por un populismo de izquierda?

CM: En La paradoja democrática, dediqué mis reflexiones al desarrollo de este modelo agonístico antes de volver al estudio de las coyunturas particulares. En En torno a lo político, discuto la coyuntura blairista que vio nacer la Tercera vía, a través de una discusión de las teorías de Anthony Giddens. Debo recordar aquí que escribimos Hegemonía y estrategia socialista en un momento de transición entre la hegemonía socialdemócrata y la hegemonía neoliberal. Fue con Thatcher con quien se estableció la hegemonía neoliberal y luego se consolidó con Tony Blair cuando llegó al poder en 1997. En lugar de desafiar a la hegemonía thatcheriana, Blair aceptó la idea de que no había alternativa y que el único margen de maniobra era gestionar la globalización neoliberal de una manera un poco más humana. Es en este período cuando se teoriza la Tercera vía, que finalmente se convertirá en un modelo para el resto de la socialdemocracia europea.

La mayoría de los análisis desarrollados en En torno a lo político conforman una crítica de esa tercera vía que considera que el antagonismo ha desaparecido, que el modelo adversarial de la política está obsoleto y que, según Beck y Giddens, hemos entrado en una nueva forma de modernidad reflexiva. Teoricé esta idea con el nombre de “pospolítica”: este momento en el que uno piensa que ya no hay diferencias fundamentales entre la derecha y la izquierda y que las fronteras políticas ya no tienen sentido. Tony Blair dijo: “Todos pertenecemos a la clase media, todos podemos estar de acuerdo”, y esta idea se presentó como un gran paso adelante para una democracia que parecía haberse vuelto más madura.

Para mí, esta negación del antagonismo no fue de ninguna manera un progreso para la democracia, por el contrario, representó un peligro, ya que sentó las bases para el desarrollo del populismo de derecha. Desde muy temprano me interesé por el populismo de derecha, especialmente por el caso que mejor conocía y sobre el que escribí, el de Austria. En ese momento, Jörg Haider tomó el control del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) y luego, en 2000, llegó al poder en coalición con los conservadores.

Su gran fortaleza fue presentarse como alguien que daría una voz a los austriacos, mientras que Austria había vivido durante mucho tiempo en un gran sistema de coalición que diluía las diferencias fundamentales entre centro-izquierda y centro-derecha. La tercera vía que se nos presentó como el futuro de la socialdemocracia abrió el camino para nuevas fuerzas reaccionarias. El desarrollo de esta lógica pospolítica en toda Europa ha favorecido el auge del populismo de derecha. Esta es la idea que ya estoy defendiendo en En torno a lo político.

La publicación de Agonística en 2013 llega en un momento diferente, que corresponde principalmente a la secuencia de “los movimientos de las plazas”. En este periodo surgen los indignados, Occupy Wall Street, etc. En Agonística, desarrollo dos tipos de reflexiones. La primera trata sobre el modelo multipolar y describe una crítica del cosmopolitismo. Como parte de mi actividad docente en un departamento de política y relaciones internacionales, conocí a estudiantes de doctorado interesados ​​en este tema, lo que me llevó a hacerme preguntas sobre la relevancia de mi modelo agonístico aplicado a relaciones internacionales.

La otra parte del libro trata sobre el movimiento de las plazas y dibuja una perspectiva crítica. Estos movimientos fueron puramente horizontales y rechazaron cualquier forma de articulación política, lo que me pareció problemático. Mientras escribo el libro, Podemos aún no había nacido, Podemos se fundó en 2014, el libro se publicó en 2013. Sin embargo, el término populismo de izquierda aparece por primera vez en la conclusión de Agonística, pero es un populismo de izquierda que, en cierto modo, no existía todavía.

Finalmente, una parte importante del libro analiza la posición defendida por Antonio Negri y los operaistas como Paolo Virno. Critico lo que llamo la política de la deserción, según sus propios términos. Para ellos, es vano comprometerse con las instituciones; sólo funciona la creación de un mundo aparte, diferente y fuera de las instituciones existentes. Es el momento zapatista del levantamiento de Chiapas, donde gran parte de la izquierda está entusiasmada con este tipo de movimiento. Por mi parte, considero que el modelo horizontal no permite transformaciones políticas reales. En Agonística, me planteé la cuestión de los límites de la estrategia horizontalista y de la necesidad de pensar otra política que permita articular lo horizontal con lo vertical. Es en este momento que comienzo a sentar las bases de una concepción que voy a desarrollar más adelante, en Por un populismo de izquierda.

LVSL: En la introducción de este último libro, Por un populismo de izquierda, se especifica que no está destinado a alimentar los debates académicos en torno a la definición de populismo, sino a intervenir explícitamente en el debate político a favor de una estrategia populista de izquierdas. ¿Para quién es este libro? ¿Deberíamos verlo como un programa entregado llave en mano a la izquierda europea?

CM: La diferencia entre la coyuntura analizada en Agonística y la que rige la escritura de Por un populismo de izquierda es el hecho de que hoy estamos realmente en un momento populista. Hoy en día, la resistencia a la pospolítica se manifiesta a través de los populismos de derecha y los populismos de izquierda y estamos presenciando una verdadera crisis de la hegemonía neoliberal. Esta crisis ofrece una gran posibilidad de intervención para establecer otra hegemonía.

Este libro es una intervención política provocada por la urgencia de aprovechar la crisis actual y el momento populista, con el objetivo de dar una salida progresista a esta crisis de la hegemonía neoliberal. Creo que la derecha ha entendido que estamos en un momento que hay que aprovechar. La izquierda no puede perder esta oportunidad. Me doy cuenta de que hemos entrado en un momento crucial, muy similar al que enfrenta Gran Bretaña ante la crisis de la hegemonía socialdemócrata, Thatcher intervino al establecer una frontera que allanó el camino hacia la hegemonía neoliberal. Hoy, la configuración está abierta de nuevo.

Se puede hacer una analogía histórica y comparar la situación actual con la situación que Karl Polanyi analiza en su libro La gran transformación. Él estudia la coyuntura de la década de 1930 y desarrolla la idea del doble movimiento. Polanyi muestra cómo los trastornos políticos de la década de 1930 fueron una reacción contra la primera globalización, la primera gran ola de mercantilización de la sociedad. Él afirma que la sociedad quiso protegerse contra este avance y que las resistencias pudieron tomar formas regresivas o progresistas, lo que concuerda perfectamente con la situación actual. Polanyi demuestra cómo el fascismo y el nazismo constituyen formas de resistencia a la primera globalización, resistencias que él describe como regresivas en un sentido autoritario.

Pero estas resistencias también han tomado una forma progresista, como en el caso del New Deal en los Estados Unidos. El New Deal fue una respuesta a la crisis: Roosevelt confió en la crisis para establecer una mayor redistribución y profundizar en derechos. Hoy nos encontramos en una situación similar, marcada por la resistencia a la globalización neoliberal. Es urgente que la izquierda entienda bien la situación para no dar rienda suelta a una rearticulación del populismo de derecha que quiere construir una sociedad nacionalista autoritaria. Por eso, y lo enfatizo, mi libro es una intervención política. Mi análisis se basa en la observación de que estamos atravesando un momento populista, caracterizado por un conjunto de resistencias a la posdemocracia, consecuencia del neoliberalismo.

Distingo dos aspectos en la posdemocracia. El primero, el aspecto político, se encuentra en la pospolítica descrita anteriormente. A esta pospolítica responden las resistencias que consisten, en primer lugar, en reclamar una voz: el indignado español dijo: “Tenemos voto, pero no tenemos voz”. El segundo aspecto de la posdemocracia es el económico, se refiere a la oligarquización de la sociedad y al crecimiento de las desigualdades, que también se encuentran con resistencias. Todas estas resistencias están legitimadas en nombre de los valores de soberanía popular e igualdad que están en el centro de las demandas del momento populista. El resultado de este momento populista dependerá de cómo se articulen estas demandas. La defensa del statu quo no ayuda a salir de la crisis y mi tesis principal es defender la urgencia de trazar una frontera política de manera populista, entre los de abajo y los de arriba. La derecha ya lo está haciendo y es necesario que la izquierda intervenga por este motivo. Ya no es posible pensar que crearemos una voluntad colectiva únicamente sobre la base de una frontera de inspiración marxista entre el capital y el trabajo. Las demandas democráticas deben articularse en la construcción de una voluntad colectiva que podamos llamar un pueblo, un nosotros. Y la construcción de esta voluntad colectiva sólo puede llevarse a cabo a través de la distinción entre nosotros, el pueblo, y ellos, el establishment o la oligarquía. Esto es lo que llamo, siguiendo el análisis de Ernesto Laclau en La razón populista, una estrategia populista.

El populismo de izquierda es una estrategia para construir una frontera política, crear una voluntad colectiva para romper con la hegemonía neoliberal y crear las condiciones para una nueva hegemonía que permita una radicalización de la democracia. El populismo no es un régimen o una ideología, no tiene un contenido programático específico. El objetivo no es establecer un régimen populista, sino operar una ruptura para crear las condiciones de recuperación y radicalización de la democracia. La forma de esta ruptura será muy diferente según el país y las fuerzas involucradas. Imaginemos, por ejemplo, que Jeremy Corbyn llega al poder en Gran Bretaña, Jean-Luc Mélenchon en Francia y Podemos en España. Es obvio que no crearán lo mismo.

LVSL: A menudo hay preguntas sobre a qué se refiere cuando habla del pueblo. Para algunos observadores, el pueblo del populismo se refiere a algo sociológicamente coherente y a una realidad empírica. ¿A qué se refiere el pueblo del populismo de izquierda?

CM: También hay aquí un malentendido que me pregunto si es por ignorancia o por mala fe. Cuando hablo de pueblo, no me refiero a una categoría sociológica ni a un referente empírico. El pueblo, en el sentido político, es siempre una construcción que resulta de prácticas discursivas, que incluyen elementos lingüísticos, pero también elementos materiales y elementos afectivos. Los pueblos se construyen en la lucha. El populismo de izquierda es el producto del establecimiento de una cadena de equivalencias, un concepto que desarrollamos en Hegemonía y estrategia socialista, entre una serie de demandas democráticas. El momento populista actual tiene toda una serie de resistencias que, de alguna manera, todas pueden declararse democráticas, porque son resistencia contra la posdemocracia. Expresan demandas que son muy heterogéneas porque son resistencias contra diferentes formas de subordinación. Por supuesto, uno puede hacer una serie de distinciones: algunos hablarán de formas de explotación, otros de opresión y otros de discriminación, según los tipos de relaciones sociales.

Es aquí donde no estoy de acuerdo con la teoría de la multitud de Hardt y Negri: a sus ojos, la multitud está dada de cierta manera, no tiene que ser construida. Contrariamente a lo que dicen, todas estas luchas no convergen, y muy a menudo van una contra la otra: es por eso que debemos articularlas en una cadena de equivalencias.

En la cadena de equivalencias, la articulación es crucial. Esto determina el carácter emancipatorio o progresivo de una lucha, que no se da de antemano. No hay demanda que sea intrínseca y necesariamente emancipatoria. Lo vemos hoy con la pregunta ecológica: existe una forma de ecología autoritaria y regresiva.

Este es un punto que me parece esencial para entender el movimiento de los chalecos amarillos: si articulamos, por ejemplo, sus demandas con las de los trabajadores, los inmigrantes, las feministas, damos a su lucha un carácter progresista. Pero si los articulamos de otra manera, les damos un carácter nacionalista y xenófobo. La lucha entre el populismo de izquierda y el populismo de derecha está precisamente en el nivel del tipo de cadena de equivalencia que construimos, porque eso es determinante a la hora de construir un pueblo. El objetivo de la lucha hegemónica es dar formas de expresión para articular las diferentes demandas democráticas.

Hay que preguntarse por qué la gente está luchando. No es una cosa obvia. No por encontrarse en una situación de subordinación, alguien va a luchar automáticamente. Lo que permite la lucha es este imaginario democrático, lo que Tocqueville llama “la pasión por la igualdad”. Este imaginario es parte del sentido común de nuestras sociedades democráticas. Y para mí, el elemento común en todas estas luchas es precisamente este deseo, esta demanda de democracia. Estas demandas de democracia pueden articularse de manera regresiva y autoritaria. Esto es lo que hace el movimiento de Marine Le Pen, que articula las demandas democráticas de parte de la población con una retórica antinmigración. Marine Le Pen construye un pueblo, pero de manera xenófoba, nacionalista.

LVSL: El populismo de izquierda a menudo es criticado por tratar de lograr una homogeneización del pueblo, negando la pluralidad interna e incluso borrando la especificidad de las diferentes demandas que emanan de él, a favor de una sola y de un lenguaje único. ¿Qué responde a estas críticas?

CM: Esta es una crítica que se me hace muy a menudo. Se debe a que no entendemos qué significa la cadena de equivalencias. Lo que está en juego es la articulación de diferentes demandas: no se trata de crear un pueblo homogéneo en absoluto. Hemos dejado claro en Hegemonía y estrategia socialista que una relación de equivalencia no era una relación en la que todas las diferencias se hunden en la identidad, sino que todas las diferencias permanecen activas. Si se eliminaran estas diferencias, ya no sería una equivalencia sino una mera identidad. Esto no significa que el hecho de que las diferencias democráticas se opongan a las fuerzas y a los discursos que las niegan hace que se puedan sustituir entre sí. Es por esta razón que la creación de una voluntad colectiva a través de una cadena de equivalencias requiere la designación de un adversario.

Pero no se trata de imponer un discurso homogéneo. Recientemente, Étienne Balibar afirmó que la cadena de equivalencias estaba destinada a imponer un lenguaje único. Está actuando de mala fe porque sabe muy bien que no es así, ya que escribió el prólogo de la primera publicación en francés de Hegemonía y estrategia socialista.

LVSL: Si admitimos esta heterogeneidad irreductible de las demandas articuladas en una relación de equivalencia, ¿cómo y por qué mecanismo se produce la unificación de la voluntad colectiva? ¿Es fundamental el rol del líder?

CM: Se afirma que dijimos que el líder era absolutamente necesario para la creación de una estrategia populista. Nunca dijimos eso. Por otro lado, es necesario que exista un principio articulador. Una cadena de equivalencias debe, en un momento dado, poder representarse a sí misma, para simbolizar su unidad. Como la unidad de la cadena no está dada, sólo puede ser simbolizada. Este símbolo a menudo está representado por un líder, pero no necesariamente. También puede materializarse mediante una lucha que, en un momento dado, se convierte en el símbolo de otras luchas. Ernesto Laclau a menudo puso el caso de Solidarność como ejemplo: la lucha del astillero de Gdansk se había convertido en el símbolo de todas las luchas antitotalitarias en Polonia.

Por otro lado, debe reconocerse que la presencia de un líder ofrece una gran ventaja. Aquí entramos en el campo de la importancia de los afectos: lo que se trata es la creación de un nosotros y eso implica una dimensión afectiva. Un nosotros es la cristalización de los afectos comunes. El líder puede convertirse en el símbolo de estos afectos comunes. En todos los casos, se requiere un símbolo unitario de la cadena de equivalencias.

El líder se asocia a menudo con el autoritarismo. Es un error. Tomemos el caso de Jeremy Corbyn. Todos en Gran Bretaña reconocen que el papel de Jeremy Corbyn ha sido fundamental, como un símbolo de la importancia del laborismo en la creación de un amplio movimiento popular a partir de una estrategia populista de izquierda. Del mismo modo que en Barcelona la figura de Ada Colau fue muy importante para que cristalizase Barcelona En Comú como movimiento político. ¡Ada Colau y Jeremy Corbyn no tienen nada de líderes autoritarios! El de Barcelona ​​es un movimiento que en una primera fase se organizó desde luchas horizontales, lo cual es contradictorio con la idea de una estructuración vertical del movimiento por un líder autoritario.

LVSL: Se habla de afectos, especialmente para evocar al líder y la inversión emocional de la que es objeto. Estos están en el centro de su teoría, hasta el punto de que a veces se te critica por caer en posiciones antirracionalistas y antiilustradas. ¿Qué dice el populismo de izquierda sobre la razón en la política?

CM: No hay un nosotros sin una cristalización de los afectos comunes. Primero es necesario reconocer la importancia de la dimensión afectiva de este proceso. Estoy absolutamente convencida de que uno de los grandes problemas del pensamiento de la izquierda proviene precisamente de su incapacidad para reconocer la importancia de los afectos en política. Esto está vinculado a su racionalismo, el pensamiento de izquierdas es extraordinariamente racionalista.

Gilles Deleuze escribió: “Hay imágenes del pensamiento que nos impiden pensar”. Me gustaría parafrasear diciendo: “Hay imágenes de la política que nos impiden pensar políticamente”. Una de las grandes imágenes de la política que nos impide pensar políticamente es precisamente la idea que domina a la izquierda: la política sólo debe tener que ver con argumentos. El llamado a los afectos sería el monopolio de la derecha, mientras que la izquierda daría argumentos, hechos, estadísticas.

Esto constituye un obstáculo político muy fuerte y tiene que ver con el rechazo del psicoanálisis por parte de la izquierda. Freud influye profundamente en mi reflexión sobre los afectos. Él insiste en que el vínculo social es un vínculo libidinal. Insistimos firmemente en la idea de que las identidades políticas toman siempre la forma de identificaciones, lo que necesariamente implica una dimensión afectiva.

Esto no significa que debamos privilegiar los afectos en detrimento de la razón. Las ideas tienen fuerza solo cuando encuentran afectos. Se trata de no oponer la razón y los afectos. Las prácticas significativas de articulación, por supuesto, pasan por la razón, pero también por los afectos: las ideas, si no se encuentran con los afectos, no tienen ningún efecto.

No se puede entender la operación hegemónica sin entender que siempre tiene una dimensión afectiva. Para que haya hegemonía, los agentes sociales deben ser incluidos en prácticas significativas, que siempre son tanto discursivas como afectivas. Si uno pretende transformar la subjetividad, crear nuevas formas de subjetividad, es obvio que no puede hacerlo sólo a través de argumentos racionales.

Hace falta hablar con las personas a partir del lugar en el que están, no decirles lo que deben hacer o pensar. Hay que hablar con ellos sobre sus problemas cotidianos, sobre cómo se sienten, etc. Hace unos años conocí a un teórico marxista estadounidense, emblemático de la concepción racionalista de la política. Estaba convencido de que el problema de la clase trabajadora en los Estados Unidos era que los trabajadores no conocían la teoría marxista del valor. Si la conocieran, pensaba, entenderían que están explotados y se convertirían en socialistas. Por eso organizó grupos de estudio en todas partes para leer a Marx y enseñar la teoría marxista del valor.

Para mí, esto explica en gran parte por qué lo que podemos llamar la extrema izquierda es siempre marginal: esta gente no habla con las personas tal y como son, con sus problemas; pretenden suministrarles la verdad acerca de su situación y decirles lo que deben pensar y lo que deben ser. La izquierda en general cae en el mismo racionalismo y esto está vinculado a su falta de comprensión de la importancia de los afectos en la construcción de las identidades políticas.

Spinoza escribió que un afecto sólo puede ser movido por un afecto más fuerte. Si queremos cambiar las formas de subjetividad y el tipo de afecto de las personas, debemos incluirlas en prácticas discursivas/afectivas que permitan la construcción de afectos más fuertes. Esto implica no permanecer sólo en la etapa del razonamiento.

LVSL: Hablando de afectos e inversiones emocionales, estamos presenciando la aparición de afectos muy fuertes que ponen en cuestión la representación. Este cuestionamiento de la representación es uno de los motores de los movimientos populistas. Nos gustaría volver a su análisis de la representación política, que a menudo se opone a la encarnación. ¿Está a favor de una forma de democracia directa?

CM: Creo que no puede haber democracia sin representación. Veo esto desde una perspectiva antiesencialista, bajo la cual las identidades nunca se dan, sino que siempre se construyen. Este proceso de construcción discursiva es un proceso de representación. Me baso en las reflexiones de Derrida y en su crítica de la metafísica de la presencia, que considera que no hay una presentación original. Todo es representación porque todo es construcción discursiva. Es un punto filosófico general que implica que hablar de democracia sin representación es absolutamente imposible.

En la perspectiva antiesencialista, el representante y el representado son co-constitutivos, es decir, que la construcción discursiva construye tanto al representante como al representado. No puede haber democracia sin representación. Incluso la democracia directa es una democracia que tiene formas de representación.

Otro punto que me parece importante enfatizar es que sólo puede haber una democracia que sea representativa, porque una democracia pluralista necesita organizar la división de la sociedad. Mi concepción de la representación en la política se basa tanto en la perspectiva antiesencialista como en la perspectiva a la que me refería al principio: una concepción disociativa de la política. La sociedad está dividida, por lo que es necesario organizar esta división, y esta puesta en escena de la división tiene lugar a través de la representación.

Por eso creo que los partidos son importantes en una democracia. Es necesario organizar esta división de la sociedad, tanto más si abogamos por una democracia agonista. Hoy, la crisis de la democracia representativa es real. Pero se debe al hecho de que las formas de democracia representativa que existen no son lo suficientemente agonistas.

No soy hostil a ciertas formas de democracia directa, pero pensar que la democracia representativa puede ser reemplazada por democracia directa es peligroso para el pluralismo. La democracia directa generalmente implica la existencia de personas unidas y homogéneas que pueden hablar con una sola voz. Esto es incompatible con la idea de que la sociedad está dividida y que la política siempre es partidista. La democracia directa presupone que todos puedan estar de acuerdo. Esto es lo que a veces hemos escuchado, con el movimiento de los indignados y Occupy Wall Street: a menudo se negaron a pasar por la votación, en nombre de la idea de que “si votamos, nos vamos a dividir”.

LVSL: ¿Cuál es su posición sobre la democracia directa y sobre el uso del referéndum y del sorteo? ¿Es una forma de radicalizar la democracia?

CM: La radicalización de la democracia pasa necesariamente por la representación, pero puede haber varias formas representativas. Lo ideal sería combinar diferentes tipos de representación, según las relaciones sociales, las diferentes coyunturas. No soy hostil a ciertas formas de democracia directa e incluso estoy a favor de usar el sorteo en algunos casos.

Defiendo la idea de una multiplicidad de modos de ejercer de la democracia: la democracia participativa es indicada en algunas circunstancias, la democracia directa en otras, el referéndum en otras… Insisto en este punto: son todas formas representativas; no es una democracia representativa tal y como se la entiende actualmente, pero son formas de representación que son diferentes de lo que es el sistema parlamentario. En general, cuando hablamos de democracia representativa, pensamos en el sistema parlamentario. Se cree que las otras formas no son representativas; mi argumento es que todas son representativas, pero de una manera diferente y que en realidad hay mucho que ganar al combinar diferentes formas de representatividad. Por eso estoy a favor de un pluralismo en las formas de representación.

LVSL: En los debates que atraviesan el populismo, algunos son partidarios de una estrategia populista que, en virtud de su vocación transversal, debe emanciparse de la división izquierda/derecha y así dejar de lado la identificación con la izquierda, vista como algo simbólicamente desacreditado. Usted aboga, por el contrario, por una resignificación positiva del término izquierda y presentas tu estrategia como un populismo explícitamente de izquierdas. ¿Las metáforas de izquierda y derecha tienen sentido hoy en las sociedades europeas?

CM: Para mí, obviamente, izquierda y derecha son metáforas. La ventaja que les encuentro es que hacen posible evidenciar la división de la sociedad. Es la manera que tenemos de presentar esta división en Europa. Estoy totalmente de acuerdo en que no debemos esencializar las categorías de derecha e izquierda y que esta metáfora no es necesariamente relevante en un contexto extraeuropeo, por ejemplo.

Estas categorías no deben ser esencializadas, ni la derecha ni la izquierda deben referirse a grupos sociológicos con sus propios intereses objetivos.

Son categorías que deben ser consideradas desde un punto de vista axiológico. Si pensamos que los valores de la izquierda son los valores de la justicia social, la soberanía popular y la igualdad, en mi opinión todavía son valores que vale la pena defender.

Norberto Bobbio defiende un argumento interesante en su pequeño libro Derecha e Izquierda; según él, esta división está estructurada por un posicionamiento sobre las desigualdades. La izquierda defiende la igualdad y la derecha justifica y defiende las desigualdades. Esto permite establecer una frontera entre el populismo de izquierda y el populismo de derecha.

LVSL: ¿Qué dicotomía debe ser defendida? ¿Derecha contra izquierda? ¿Gente contra oligarquía? ¿Pueblo de izquierdas contra derecha oligárquica?

CM: Primero debemos definir una frontera populista: “los de abajo” contra “los de arriba”, “la gente” contra “la oligarquía”. Pero podemos construir esta frontera de una manera muy diferente: de “los de abajo”, ¿forman parte los inmigrantes o no? Los de arriba, ¿quiénes son? ¿Son los oligarcas, el establishment, una serie de burócratas? Todo esto se puede construir de maneras diferentes. Por eso hay varias formas de populismo: populismos progresistas, populismos autoritarios … Si hablamos de oligarquía, ya es populismo de izquierda por el oponente que designamos.

Para mí lo que está en juego es la forma en que se lleva a cabo la construcción del pueblo y la construcción de su adversario. Dependiendo de la forma en que se desarrolle, conduce a una solución autoritaria que restringe la democracia o a una forma igualitaria que apunta a la radicalización de la democracia: el populismo de derecha o el populismo de izquierda. Considero que es importante poder distinguir las diferentes formas de populismo, cualquiera que sea el nombre dado a la división (“izquierda-derecha”, “democrático-autoritario”, “progresista-conservador”, etc.).

Quiero enfatizar un punto: cuando hablo de populismo de izquierda, no es en absoluto porque me tranquilice moralmente. Ni siquiera diría que hay un populismo bueno y otro malo, me opongo al uso de categorías morales en la política… lo que no significa que no haya valores éticos-políticos, es decir, específicos de la política. Mi apego a la idea del populismo de izquierda proviene del hecho de que ayuda a defender una concepción partisana de lo político.

LVSL: Hoy estamos presenciando la proliferación de fenómenos que se caracterizan por su transversalidad, particularmente en Francia con el movimiento de los chalecos amarillos, que durante muchas semanas ha sacudido el sistema institucional francés. Primero descrito como “jacquerie” o incluso “movimiento poujadista”, la transversalidad del movimiento ha desconcertado a todos los observadores, que han tenido que reconocer que nos enfrentamos a algo nuevo, que nunca había ocurrido antes. ¿Cuál es su punto de vista sobre el movimiento?

CM: Con los chalecos amarillos, nos enfrentamos a lo que yo llamo una “situación populista”. Quiero explicar la diferencia que hago entre situación populista y momento populista. Cuando hablo de un momento populista, me refiero a la situación actual en Europa occidental. Pero este momento populista está compuesto por situaciones populistas, más localizadas y cíclicas.

Las demandas de los chalecos amarillos son definitivamente demandas que tienen que ver con la resistencia contra lo que yo llamo posdemocracia, en sus dos partes, pospolítica y oligarquía. Quieren tener una voz, quieren que les oigamos y, por ese motivo, ponen en cuestión la pospolítica. Por otro lado, varias de sus reivindicaciones remiten a una crítica de las desigualdades y a demandas de igualdad.

Sin embargo, no diría que los chalecos amarillos son un movimiento populista. En un movimiento populista, hay dos dimensiones, horizontal y vertical.

Lo que vemos con chalecos amarillos es este aspecto horizontal de la extensión de la lógica de la equivalencia. Esto corresponde exactamente a lo que hemos estudiado con Ernesto Laclau: la forma en que se constituye un movimiento a partir de una serie de demandas que, de repente, se reconocen entre sí como teniendo un adversario común. Pero no hay cadena de equivalencia. Para que haya una cadena de equivalencias, debe haber un principio de articulación, una dimensión vertical. Pero no existe en los chalecos amarillos.

Esto podría llamarse un movimiento “proto-populista”. Un movimiento populista requiere un principio de articulación, que es simbolizado por un líder o por una lucha, pero no encontramos eso en el movimiento de los chalecos amarillos.

Existe una extensión de la lógica de equivalencia, pero no hay una cadena de equivalencias que pueda dar un carácter político, ya sea una forma de populismo de derecha o una forma de populismo de izquierda. Por el momento, no sabemos en qué dirección puede ir.

LVSL: ¿Podemos comparar este movimiento con el M5S italiano?

CM: Beppe Grillo fue un principio articulador. No creo que podamos decir que el chaleco amarillo desempeña el papel de Beppe Grillo, ya que no le da al movimiento una dimensión de verticalidad. Esto es lo que falta, en mi opinión.

LVSL: ¿No se parece, en este sentido, al movimiento de los indignados?

CM: Ahí es donde yo quería ir, me recuerda a los indignados. Precisamente, encontramos en el movimiento de los chalecos amarillos los mismos problemas que en el movimiento de los indignados y esto puede llevar a lo mismo: una pérdida de aliento gradual y luego una solución electoral que trae nuevamente al poder al partido dominante.

Creo que si los chalecos amarillos no logran establecer un ancla institucional, terminarán como Occupy Wall Street y los indignados. Siempre hay algo que me sorprende, que todos están convencidos de que el Frente Nacional, perdón, el Reagrupamiento Nacional, será el gran beneficiario de los chalecos amarillos, mientras que sus reclamaciones no son en general reclamaciones del partido de Marine Le Pen. De hecho, gran parte de ellas están en la agenda de l’Avenir en commun. Pero ellos no se reconocen en la Francia Insumisa. Es ciertamente un movimiento político, pero que toma una forma antipolítica de rechazo de todas las organizaciones políticas.

Sin embargo, no debemos descartar la posibilidad de que este movimiento evolucione en una dirección populista de derecha o populista de izquierda. Dependerá de cómo se articulen las diferentes demandas. Para que esto evolucione en una dirección populista de izquierda, sería necesario que exista una articulación entre los chalecos amarillos y otras luchas democráticas en un proyecto de radicalización de la democracia. Como dice François Ruffin, se requeriría la articulación entre la gente de los chalecos amarillos y la de Nuit debout. Lo que está en juego en la construcción de un movimiento populista de izquierda es una extensión de la cadena de equivalencias a otras demandas democráticas. Hemos visto señales que van en esta dirección con la participación del Comité Adama, así como de algunos grupos ambientales en la acción de los chalecos amarillos. Pero los obstáculos son numerosos y la situación actual no permite hacer predicciones sobre el resultado de este movimiento.

 

Transcripción: Hélène Pinet, Marie-France Arnal, Vincent Dain y Vincent Ortiz.

Traducción al español: David Sánchez Piñeiro y Pablo Fons D’Ocon.