1 de agosto de 1969, distrito financiero de San Francisco, EEUU. Fuente: El País-ICON

Reseña de ‘Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha’, de María Eugenia Rodríguez Palop

Por Javier Zamora García

Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha[1] se inicia con una apuesta que, ya desde sus primeras páginas, se muestran tan clara como sugerente: para comprender la coyuntura actual, y en particular el auge de la extrema derecha, es necesario atender al escenario generado por más de cincuenta años de gobierno neoliberal. La experiencia de desarraigo, precariedad y desesperanza provocada por gobiernos neoliberales de distinto color. Solo través de esa herida podemos llegar a comprender la articulación de dos formas de actuar distintas. Dos tipos de práctica política que no son sino dos maneras diferentes de canalizar el mismo material experiencial: la política de los muros y la de los cuerpos. La primera corresponde a la extrema derecha, que consuela ese sufrimiento apelando a la recuperación de comunidades cerradas y excluyentes. La segunda es la respuesta de los feminismos, construida desde una filosofía relacional que coloca lo común y los cuidados como centro de un proyecto de transformación social.

A partir de esta hipótesis, el texto de María Eugenia Rodríguez Palop se suma así a otras voces que tratan de dar sentido a la nueva derecha a través de la experiencia del neoliberalismo[2]. Sin embargo, en su planteamiento podemos advertir un ingrediente más. Para ella, la traducción política del desierto social que caracteriza nuestro momento presente aún es una tarea abierta. Un pulso entre feminismo y extrema derecha que aún no está decidido. Para construir este argumento, María Eugenia Rodríguez Palop se sirve de diversos materiales elaborados durante esta última década en primera línea: artículos de periódico, intervenciones políticas y académicas, entrevistas en medios de comunicación. De este modo, y en línea con la colección Más madera bajo la que se publica, el libro de Rodríguez Palop apunta a cumplir una tarea tan compleja como necesaria: la de apuntalar, desde la propia trinchera, ciertas bases teóricas para la acción política.

En el primero de los capítulos de este libro, “Crisis de régimen y ascenso de las derechas”, se asientan las bases de las tesis avanzadas anteriormente. En un contexto en el que la política se ha convertido en un negocio basado en el marketing, las nuevas derechas han conseguido movilizar a un electorado que trasciende aquellos sectores sociales conservadores, alcanzando a una clase trabajadora hastiada y sin referentes. Para la autora, a esto ha contribuido en gran medida la profunda crisis que atraviesa la socialdemocracia desde los años 70. Una crisis derivada de la incapacidad de la izquierda para generar un proyecto económico adaptado a la sociedad posindustrial. Y es que, en los países euroatlánticos, el trabajo asalariado ya no constituye una base para la estabilidad y la integración social. Lejos ya de aquel viejo pilar sobre el que se vertebraba el consumo, el crecimiento o la ciudadanía, la precariedad e inestabilidad de los trabajos contemporáneos constituyen una experiencia de preocupación, incertidumbre o directamente sufrimiento. En este escenario, la paz social conseguida por la izquierda keynesiana en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se ha roto. Incapaz de articular eficiencia económica y seguridad social, esa misma izquierda ni soluciona los problemas de las clases populares ni puede apoyarse en ellas para gobernar. Y es aquí donde la nueva derecha encuentra su nicho político. Aprovechando ese vacío, eleva un discurso populista que apela a una pertenencia alternativa al trabajo y anima a recobrar el ánimo bajo la esperanza de revitalizar proyectos nacionales olvidados.

La virtud del análisis de Rodríguez Palop es que señala muy acertadamente la capacidad que ha tenido la nueva derecha para interpelar, al mismo tiempo, tanto a los intereses materiales de sus votantes como a los afectos que componen sus identidades. Por tanto, sería un error quedarnos en la crítica racionalista que retrata a la nueva derecha no más que como una apelación demagógica a las emociones a través de un discurso simplista. Las emociones, por sí mismas, no son peligrosas para la democracia. Muy al contrario, son consustanciales a la política, por mucha distancia que separe a Martin Luther King de Adolf Hitler. No se trata, entonces de expulsar las emociones de la política, sino de “fortalecer emociones positivas, vínculos liberadores y relaciones incluyentes” (p. 15) frente a las comunidades excluyentes y las identidades esencialistas a las que apelan los populismos reaccionarios. Por esa misma razón, también se equivocan aquellos que, desde la izquierda nostálgica, pretenden superar la deriva identitaria de la izquierda cool con una vuelta a lo material, al purismo ideológico de las condiciones objetivas. Contra estas posiciones, María Eugenia Rodríguez Palop deja claro que las luchas por el reconocimiento no son separables de las luchas por la redistribución. Por mucho que puedan separarse a nivel teórico esferas como la economía o la cultura, esos planos no se diferencian cuando consideramos la realidad vivencial de las personas. La propia clase obrera fue en su momento una fuerte identidad, como probara Bourdieu[3]. Por otro lado, “ser pobre nunca es solo eso” (p. 18). El género, la etnia o la orientación sexual son también factores de opresión que no actúan de forma fragmentada, sino conjunta. Siendo así, la izquierda debería prescindir de identidades colectivas simplificadas, y pasar más bien a enfrentar la complejidad que implica poner en común las distintas tramas de afectos y vínculos que nos componen.

Los capítulos segundo y tercero, “Revolución feminista y violencia contra las mujeres” y “Prácticas relaciones y políticas de lo común” desarrollan en qué sentidos específicos los feminismos son, y pueden llegar a ser, una alternativa efectiva frente a la extrema derecha. Partiendo de la potencia adquirida por los movimientos feministas en países como Argentina, Estados Unidos o España, Rodríguez Palop resalta cómo estos movimientos han conseguido canalizar una experiencia de inseguridad hacia políticas que exigen aumentar la inclusión. En contraste, pues, con la captura securitaria a la que está expuesta toda experiencia de vulnerabilidad al menos desde el 11-S[4], Rodríguez Palop muestra cómo el movimiento feminista se ha visto incluso reforzado en su reacción frente a mandatarios agresivos obsesionados con la seguridad, como Trump, Macri o Bolsonaro. Frente a todos ellos, el feminismo se presenta como alternativa. “Ni una menos”. Como afirmara la histórica cofundadora de las Madres de la plaza de mayo Nora Cortiñas: “aquí no sobra nadie”[5].

A partir de esta constatación, tal vez hoy demasiado benevolente para con la inclusividad de un movimiento que también nombra las fronteras[6], la autora despliega algunas claves para entender el signo político que han adquirido estas movilizaciones. Para ella, la virtud del feminismo en estos últimos años ha sido proponer un marco interpretativo basado en asumir que el centro de todas las violencias – físicas, psicológicas, económicas, sociales – es el cuerpo. No una nación, un país, una clase o un grupo social, sino el cuerpo. Es ese cuerpo, sede de una fragilidad compartida por todos, la prueba más clara de nuestra condición inter/ecodependiente. Siendo así, la respuesta a los riesgos que corre toda persona no puede ser la fantasía de una inmunidad o la búsqueda de poder para asegurar la autosuficiencia. Al contrario, la tarea pasa precisamente por desarrollar unas condiciones sociales en las que puedan florecer proyectos vitales diversos.

De esa filosofía relacional se deriva, por tanto, una práctica política también relacional, en la que los bienes comunes juegan un papel fundamental frente a la concepción individualista de los derechos. No obstante, esos bienes comunes no deben entenderse como el servicio público que presta un Estado paternalista a consumidores pasivos, sino que necesitan la participación de la ciudadanía para adquirir realmente su carácter común. Solo mediante esta participación efectiva es posible imaginar, por ejemplo, el tránsito de un modelo de educación homogéneo y homogeneizador hacia otro que tenga en cuenta nuestra diversidad. Por otro lado, es mediante este tipo de participación que la propia política puede adquirir un nuevo significado, más vinculado a aquello que decía Petra Kelly: un poder que no se ejerza sobre los otros, sino con los otros[7]. Para ello, no obstante, los comunes también necesitan el desarrollo de nuevas virtudes cívicas, entre las que destaca fundamentalmente el cuidado, noción fundamental desde la que vertebrar toda la sostenibilidad de la vida.

Finalmente, el libro se cierra con dos entrevistas que, probablemente, no añaden mucho más a la tesis desarrollada en las páginas anteriores, abriendo en ocasiones temas que incluso desvían la cuestión, como aquellos más relativos al mundo del Derecho y el activismo judicial que no tienen una vinculación tan estrecha con la coyuntura actual ni el argumento central del texto. Pero si la manera en que las entrevistas explotan la condición de jurista desvía en algunas ocasiones del hilo principal, no todos esos excursos resultan injustificados. Así, aunque apenas enunciados, el enfoque relacional de los Derechos Humanos o las críticas al sujeto ideal del Derecho apuntan direcciones en los que la teoría feminista tiene mucho que aportar. En conclusión, Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha es un texto que, a pesar de su carácter fragmentario, da pruebas claras de un discurso coherente, claro y que aviva la esperanza. Como texto político, cumple además la función de testimonio de una vida intelectual y política comprometida con la transformación y la justicia social. Por otro lado, si bien algunas personas pudieran echar en falta más referencias teóricas, el texto mantiene el rigor necesario y cumple la función intermedia de tender puentes entre teoría y actualidad, entre pensamiento y praxis política.

A pesar de ello, probablemente debido a la brevedad del texto, hay algunas preguntas y cuestiones que merecen ser planteadas a fin de reforzar un debate que tan necesariamente impugna la mayoría de categorías desde las que se construya la política actual. En este sentido, una de los planteamientos centrales del texto es que el futuro de la política depende de una ciudadanía activa que defienda los bienes comunes y teja redes de afectos y cuidados. Y, en efecto, parece bastante claro que esas cuestiones son imprescindibles en la construcción de todo proyecto político que aspire a transformar la sociedad actual en un sentido progresista. No obstante, en ocasiones la autora avanza demasiado rápido en algunas cuestiones, y en esa velocidad quizá idealiza las virtudes de una forma de hacer política que, al menos en los últimos años, también ha estado cargada de conflictos. ¿Realmente la política democrática, por radical que sea, genera por si sola esa encarnación de la voluntad general rousseauniana? ¿No aparecen también en las luchas por los bienes comunes intereses contrapuestos, diferentes puntos de vista, distintas estrategias, modulaciones o prioridades a la hora de abordar asuntos como puedan ser la educación, la sanidad o la transición energética? ¿No se cruzan también orgullos, disputas personales, ambiciones profesionales o rencores enconados? A la luz de los desencuentros que vive la izquierda en este nuevo ciclo electoral, parecería que sí. Al sentir del pulso con el que laten los centros sociales, el movimiento vecinal o movilizaciones más amplias como el 15M o las huelgas feministas, parecería que también. ¿Acaso la solución a la división de la izquierda se esconde, como secreto alquímico, en una forma de feminismo que aún no ha llegado?

Probablemente, la respuesta contenga tanto de sí como de no. Es desde luego más feminismo, o como matiza Rodríguez Palop, más feminización lo que necesita la política española. Hay toda una forma nueva de relacionarse con el otro en la experiencia feminizada de los cuidados que la esfera pública ha invisibilizado e incluso denigrado desde hace siglos. Menos hegemonía y más redes de afectos, podría decirse entonces. Menos máquinas de guerra electoral y más comunidades de cuidados. No obstante, ¿es tan sencillo? Algunas economistas feministas[8] no parecen estar tan de acuerdo: si bien es evidente que la esfera pública tiene mucho que aprender de la experiencia feminizada de los cuidados, la realidad de las cuidadoras no está tampoco exenta de conflictos. Los seres humanos necesitamos al otro, pero no es siempre el otro más cercano el que deseamos a nuestro lado, ni al que deseamos cuidar. ¿Quién cuida a un progenitor que agrede? ¿Quién cuida a una amistad que daña? ¿Quién cuida a una persona violenta? Y es que, como señala Judith Butler, el término interdependencia no implica solo una superación en términos positivos de la independencia cartesiana. Los seres humanos no solo somos interdependientes por necesitar a otros para desarrollarnos. También somos interdependientes porque somos dañables y capaces de daño. En este sentido, no hay garantías de que el reconocimiento de esa vulnerabilidad nos conduzca a cuidarnos más. Ni siquiera aunque defendamos una ética de cuidados. Por el contrario, la experiencia de esa vulnerabilidad sigue siendo la fuente de comportamientos violentos miremos donde miremos.

Rodríguez Palop acierta, a todas luces, cuando señala que la extrema derecha ha abrazado sin remordimientos esa senda. Acierta aún más cuando indica que el mismo material experiencial puede manejarse de distintas maneras. Pero su apuesta quizá pasa demasiado por encima de los problemas que acarrea poner en práctica esa ética de los cuidados en el interior de nuestras propias organizaciones. Y es que, si la interdependencia es un hecho biológico innegable, eso no resta dificultad a cohabitar con un otro que no siempre deseamos. Ni siquiera cuando ese otro comparte con nosotros un programa político. Así, en tiempos de hegemonía y enemigos internos, ¿cómo se traduce una política de cuidados en nuestros colectivos? ¿Somos capaces de cohabitar con aquella persona a quien no soportamos? ¿Qué mecanismos tenemos para canalizar la agresividad que nace de la derrota, el orgullo o el resentimiento hacia arreglos que no dañen o separen nuestras comunidades? ¿Cómo cuidamos a quien nos hiere? Y más aún, ¿cómo cuidamos a quien sabemos que roba, quien manipula para destruirnos, quien odia lo que somos? ¿Merece también ser cuidado el enemigo?

El libro de Palop, sin duda, es una importante contribución que abre camino para resolver estas cuestiones. No obstante, avistar el recorrido no significa que sea fácil transitarlo. Con suerte, Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha abrirá espacios para discutir estas cuestiones. Mientras tanto, mirar con detalle el rostro violento de la derecha tal vez nos devuelva un reflejo indeseado. ¿Sostendremos esa tensión? ¿Conseguiremos sostenerla?

 

Referencias

[1] En coherencia estilística con el libro que se reseña, todos los masculinos de este texto equivalen al femenino plural.

[2] https://ctjournal.org/index.php/criticaltimes/article/view/12

[3] https://www.casadellibro.com/libro-la-distincion/9788430609116/1986339

[4] https://www.casadellibro.com/libro-marcos-de-guerra-las-vidas-lloradas/9788449333392/5306802

[5] https://www.internationaleonline.org/research/politics_of_life_and_death/115_la_calle_feminista_del_3_de_junio_al_8_de_marzo

[6] https://ctxt.es/es/20190206/Firmas/24296/Nuria-Alabao-Maria-Perez-Colina-conflicto-movimiento-feminista-abolicionistas-PSOE.htm

[7] https://www.eldiario.es/tribunaabierta/Petra-Kelly-figura-actualidad_6_563503680.html

[8] https://www.traficantes.net/libros/subversi%C3%B3n-feminista-de-la-econom%C3%ADa