Por Roy Cobby (@WilliamRLark)

Hay un amplio espacio vacío en el analismo político profesional europeo, uno que considere el referéndum no como una crisis, sino como un síntoma.

En declaraciones parlamentarias y en las columnas más respetadas se describe al pueblo británico como poseído por una locura colectiva. Desde 2016, la fábrica de viñetas con ingleses pegándose tiros en el pie no ha cesado de imprimir, desde Lisboa hasta Tallin. Solo ha habido dos voces discordantes, siendo un grupo más numeroso que el otro. La internacional nacionalista de Le Pen, Salvini y demás, destacando el posicionamiento británico por la democracia y en contra de Bruselas. Otro contingente, más escaso y alejado de la “izquierda oficial”, encaja el voto como el bumerán thatcheriano: la bofetada de los abandonados por la privatización, la financiarización y la austeridad.

En todo caso, todas estas posturas toman un voto popular como “prueba” de que su postura es la correcta. Desde un punto de vista material, sin embargo, no hay que confundir deseos con hechos. Objetivamente, las encuestas señalan que los votantes del Brexit distan de ser un sujeto revolucionario “ideal”: sus valores en torno a cuestiones como la pena de muerte, la inmigración o la libertad sexual son, cuanto menos, conservadores. Al mismo tiempo, no son marionetas en manos de Putin ni oscuros financieros al servicio de la reacción, como los opinadores respetables nos quieren hacer creer. El apoyo a la salida de la Unión Europea, como los chalecos amarillos franceses, tiene detrás un movimiento amplio y contradictorio.

Por ello, la escasa mayoría (pero mayoría, al fin y al cabo) en favor de la salida no es tanto un mandato como un sismógrafo; la constatación de una importante falla en el aparente consenso tan propio de las democracias anglosajonas. No querer mirar más allá de euroescepticismo contra europeísmo delata a los observadores. Y es que, quien no esté preparado para hablar de la larga crisis de los sistemas parlamentarios liberales, que deje de hablar del Brexit inmediatamente. De hecho, como veremos, el corbynismo no es más que la última encarnación de una serie de proyectos populares que han buscado subsanar la crisis capitalista.

La encrucijada de los años 70 y las dos alternativas populistas

“[El thatcherismo] rompe decididamente con las políticas del bloqueo, incluyendo el completo repertorio de medidas de gestión de crisis adoptadas por anteriores gobiernos laboristas y conservadores”. Así definía Stuart Hall en 1980 a la “nueva derecha” de su tiempo. Es decir, más que una repetición de la alternancia entre los dos partidos de gobierno, la apuesta thatcherista consistía en transformar radicalmente a la sociedad británica. Importante recordar, como señalaría Laclau (residente en la Gran Bretaña de aquellos tiempos), lo esencial del punto de partida material: la encrucijada a la que el keynesianismo de postguerra llegó en los años 70, que ya no podía satisfacer las necesidades materiales de la mayoría.

La alternativa a éste, que no pudo ser, bebía de muchas fuentes, pero la simbolizaba sobre todo otra carismática figura: Tony Benn. Su apuesta no sonará extraña a los que hoy intentan construir una alternativa al neoliberalismo zombi que gobierna Occidente.

Más inversión estatal, automatización, reducción de jornada laboral, cooperativismo, democracia directa, sindicatos participando en consejos de administración… Todo ello para cimentar “una transferencia irreversible en el equilibrio de fuerzas y de riquezas”; como afirmó el mismo Benn. Esta tradición izquierdista era eminentemente patriótica, contraria al naciente sistema financiero dirigido por el Fondo Monetario Internacional que, con las condiciones de sus préstamos, estaba desligando al capital del “liberalismo domesticado” celebrado por Polanyi. La naciente Unión Europea, un proyecto de élites y multinacionales en el continente, formaba parte de ese conglomerado que acechaba a uno de los Estados del Bienestar más ambiciosos de su tiempo.

Pero el proyecto thatcheriano, volviendo al Laclau previo a La razón populista, astutamente desmanteló las bases materiales del poder político laborista. Es decir, como olvidan muchos teóricos del discurso, no se centró en “convencer” a los obreros de que su alianza entre capital y valores victorianos representaba el proyecto radical democrático y de progreso apropiado para Gran Bretaña. Al contrario, mediante medidas simbólicas, como la venta masiva de vivienda pública a sus inquilinos, logró cimentar su discurso político y al mismo tiempo destruir la base material del hegemónico movimiento obrero británico.

Este movimiento secular se había construido en el antagonismo múltiple. E.P. Thompson apelaba “al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al “obsoleto” tejedor de telar manual, al artesano “utópico” para reflejar esta heterogeneidad; entonces, los conservadores se afanaron en disolver el conflicto con la nueva alquimia financiera. Obviamente, fue muy importante introducir nuevos conceptos como la “nueva administración pública” y apelar, como adelantó el mismo Stuart Hall, a la seguridad ciudadana para construir una coalición popular. Pero las bases radical-democráticas de ésta se hundían, sobre todo, en la atomización controlada de un patriotismo de carácter socialista.

Los nocivos resultados sobre la clase obrera, que fue hundida en la miseria y la humillación, los describió brillantemente Owen Jones en Chavs. Lo que fue todavía más llamativo fue la transformación de la clase dominante. La izquierda laborista, derrotada, mantuvo coherentemente su rechazo al proyecto europeo como un obstáculo para la transformación socialista. La derecha thatcheriana, por su parte, encontraba cada vez menos útil el regionalismo europeo. Destruida la base industrial británica, la economía quedó reorientada a los servicios: una minoría, trabajando para la capital financiera del mundo; una mayoría, desempeñando tareas de apoyo en condiciones laborales y salariales decrecientes. Sin necesidad de mercados para la exportación y frustrados por las (cada vez más limitadas) prerrogativas públicas, un grupúsculo conservador comenzó a financiar el movimiento euroescéptico. Con ello, crearon un poderoso proyecto “democratizador”, que buscaba, paradójicamente, recuperar los poderes de Westminster para reforzar las cadenas que ataban al pueblo británico.

El proyecto Corbyn: reconstruir el pasado para transformar el futuro

Si bien hemos visto que Thatcher hizo mucho para desmantelar el laborismo popular, también la izquierda fue incapaz de desarrollar un proyecto contra-hegemónico. Como denunció Mark Fisher en Realismo capitalista, habían fracasado a la hora de “destruir la apariencia de un ‘orden natural’, revelar lo que se presenta como necesario e inevitable como una mera contingencia, mientras que hace que lo que antes parecía imposible parezca a nuestro alcance”. El epítome de todo ello es la figura de Tony Blair, que invadiría Irak junto a Bush y Aznar y conduciría una privatización encubierta de los servicios sociales. Paradójicamente, con UKIP y la figura risueña de Farage, la derecha radical supo construir en su larga marcha la apariencia de una alternativa. Con la “izquierda” resignada a gestionar la crisis a partir de 2008, la voz más democrática y soberanista en Reino Unido fue la de aquellos que demandaban el Brexit (si excluimos al, en su momento poderoso, movimiento independentista escocés).

¿Qué supone Corbyn en 2015? Corbyn es esa ruta no tomada en los 70. Más que una ventana directa al nuevo mundo, el proyecto económico de John McDonnell pretende reconstruir las condiciones de posibilidad revolucionarias. Es decir, recuperar una clase obrera fuerte y plural, protegida por un Estado que huya del burocratismo del siglo XX y el autoritarismo del siglo XXI. Instaurar una economía verde, basada en cooperativas y en relaciones justas con el Sur global. Todo ello para remediar la crisis de los sistemas parlamentarios liberales, su incapacidad de hallar una alternativa al parasitario capitalismo que nos gobierna y su manera perversa de alimentar a la extrema derecha. Sin una izquierda ambiciosa, Occidente se ha quedado atrapado en una repetición perversa de las elecciones presidenciales francesas de 2002 entre Chirac y Le Pen. Votar para detener al fascismo, precisamente a aquel que insiste en implementar políticas que aumentan el atractivo popular de la extrema derecha.

Los imitadores extranjeros, quizá influidos por el aparente éxito de su “momento populista”, han tomado prestados algunos conceptos corbynistas. Sin embargo, cabe recordar que la base de este proyecto es sumamente práctica. Basada en un ecosistema de nuevos medios de comunicación y movimientos como Momentum, buscan cortocircuitar el sistema tecnológico de comunicación que Trump, Salvini y Bolsonaro han aprovechado para alcanzar el poder. Igualmente, sus propuestas para que las empresas permitan a los trabajadores, paulatinamente y de forma colectiva, adquirir fondos en la misma son ingeniosas formas de predistribuir (no solo redistribuir) la propiedad del capital. Todo ello debería generar una nueva generación de obreros mejor posicionados para empujar el horizonte de transformación más allá, quizá no mañana, pero sí en unas décadas.

¿Está el corbynismo a favor del Brexit? Sí y no. El corbynismo apoya una reevaluación  de las relaciones entre Reino Unido y Europa que favorezcan a la clase obrera británica, sea o no sea nacida allí. No por nada, Corbyn apoya suprimir el equivalente de los Centros de Internamiento para Extranjeros (CIEs) en Gran Bretaña. Por tanto, el proyecto rechaza los límites impuestos por Bruselas al control público de las industrias estratégicas o a los controles de capitales. También anima a la Unión a ser más democrática, a tomar una postura más consciente frente a la hegemonía norteamericana y sus multinacionales tecnológicas.

Esté Reino Unido dentro o fuera de la Unión Europea en los próximos meses, este proyecto de transformación con pretensiones hegemónicas merece el apoyo de la clase obrera europea. Para no repetir las derrotas de los años 70. Paradójicamente, Juncker y May, Putin y Trump, Sánchez y Abascal, todos están unidos en denunciar el movimiento de una manera u otra. Unos por radical, otros por euroescéptico. Puede que a los eurófilos les duela, pero un Reino Unido socialista fuera de la UE puede ser más útil a la clase obrera europea que un Reino Unido dentro de la UE pero incapaz de llevar su programa a cabo.

Escribió Hobsbawm en 1968 que “extrañamente, el carácter excepcionalmente proletario es lo que mejor ha resistido el declive global británico. Muy pocos países intentaron imitar el sistema político británico, o sus partidos Liberal y Conservador, pero con el declive de la socialdemocracia moderada en el mundo, el Partido Laborista británico siguió siendo uno de los pocos y a veces el único bastión de movimiento reformista de clase obrera con posibilidades reales de alcanzar el poder, y su influencia ideológica, por tanto, mantuvo su fortaleza”. La pertenencia o no a la Unión Europea, en la larga marcha de una clase obrera reformista, es algo totalmente anecdótico.

 

Para saber más

Hobsbawm, E.J. (1968) Industry and Empire. Volume 3, The Pelican Economic History of Britain. Penguin.

Fisher, M. (2009) Capitalist Realism: Is there no alternative? Zero Books.

Hall, S. y Critcher, C., Jefferson, T., Clarke, J., Roberts, B. (1978) Policing the Crisis: Mugging, the State, and Law and Order (Critical Social Studies)

Thompson, E.P. (1966) The Making of the English Working Class. Penguin.

Jones, O. (2011) Chavs: The Demonization of the Working Class. London: Penguin.