Fuente: ContrahegemoníaWeb

Por Alba González Pérez

Las lecturas e interpretaciones que se promueven respecto a las tesis marxistas en la región latinoamericana –avocadas quizá y sin negarlas fundamentadas por la praxis de las fuerzas políticas que lo erigen entre sus postulados– parecen generar controversias en su aplicación política.

Muchas son las críticas que se vierten sobre la escasa o nula aplicación dialéctica para con las realidades socioeconómicas de América Latina, tildando de eurocéntricas sus expresiones en el ámbito de la aplicación práctica de la teoría.

No sin afirmar previamente que existen precedentes que abren camino a este tipo de aseveraciones, resulta de interés epistemológico –y ¿por qué no? también político– hablar de marxismo latinoamericano. Adolfo Sánchez Vázquez dilucida una pertinente contestación: resulta innegable que la región recibe los influjos de este paradigma, adoptando pues las influencias no solamente externas a ella a través de los textos escritos (entendiéndose más allá de lo redactado explícitamente por Marx como el texto analítico sobre Bolívar) sino de la propia comprensión y aplicación metodológica de los postulados edificados por el autor, haciéndola indisociable de su praxis política y llevando a cabo una interpelación para con su realidad social, económica, histórica y política.[1]

Si bien es cierto, tal como se indica anteriormente, que los textos remitidos por Marx hacia América Latina son escasos y admiten cierto componente eurocéntrico –considerando a Bolívar, por ejemplo, en calidad de cacique con similitudes adscritas al bonapartismo–,[2] siguen siendo recibidos y aplicados en el contexto regional, sobre todo, los que hacen referencia al desarrollo desigual del capitalismo en las zonas coloniales respecto a las metrópolis,[3] en los que se explica que el sujeto revolucionario en las primeras no necesariamente está conformado exclusivamente por el proletariado sino por el conjunto de sectores oprimidos, añadiendo entre otros el campesinado.

Bien, una vez sentado este precedente, ¿qué se entiende como cuestión nacional dentro del marxismo latinoamericano? José Carlos Mariátegui puede considerarse el punto de partida sobre la discusión planteada: cuando dicho autor comienza a pensar sobre América Latina y el Caribe lo hace contando con la historia reciente que le interpela, siendo el contexto de finales del siglo XIX, donde toman impulso múltiples experiencias políticas que se pretenden transformadoras y se evidencian nuevas y extensas formas de organización obrera, campesina y popular –al calor además de las movilizaciones de los pueblos originarios–.

Bajo estas premisas históricas, Mariátegui enfrenta la problemática de adaptar el marxismo a la realidad del Perú y, a modo de extrapolación, a la latinoamericana, rechazando el calco y la copia en la que considera batalla elemental: la consecución de la revolución socialista en términos de lucha de clases.

Lo original radica justamente en lo anterior, dilucidando así un análisis en formulaciones clasistas de los procesos sociales, económicos y políticos que le eran contemporáneos. De esta manera, resulta interesante para articular el argumento que resuelva la pregunta inicial, analizar la estructura social en la que se basa para enarbolar su producción gnoseológica.

Así, Mariátegui lleva a cabo una distribución en la que niega la existencia de una burguesía nacional progresista ya que ésta se ve inserta en el proceso de desarrollo capitalista internacional en su fase imperialista. Desposeída de su función por ser ella dependiente del interés extranjero y disfrazada de burguesía republicana, encuentra su base de dominación en las antiguas estructuras económicas de gestión de la tierra: el latifundio de corte feudal y su explotación en forma de servidumbre.[4] La no parcelación de la manera latifundista en incremento de la propiedad privada –premisa básica definitoria del la práctica liberal– en el marco de las reformas agrarias y la desamortización tras la Independencia sostienen de manera sólida esta idea,[5] negando por tanto la existencia de una etapa de democracia burguesa que consolidara el proyecto nacional, algo que se complementa con la deducción de la cuestión de la tierra como eje principal en el marxismo latinoamericano (y que los partidos comunistas tomarán como consigna y contienda determinante).

Por otro lado y sin dejar de atender la estructura social, cabe mencionar la composición de la clase dominada: debido a los ya descritos rasgos feudales de la economía nacional, la cuestión agraria se ve ligada a la cuestión indígena de manera indisociable en términos económicos y sociales, no como problemática racial, filantrópica, educativa ni humanitaria.[6] Es aquí donde cabe el análisis de la estructura económica en tanto que el capitalismo se nutre de la explotación de la mano de obra ligada a la tierra, siendo ésta la población indígena. Ello es lo que revaloriza la tierra en los mercados, no tanto por la explotación de la misma sino por las condiciones materiales de los sujetos que la trabajan.[7] Así, la servidumbre prototípica de la economía feudal sustentada por los pueblos originarios conforman un nuevo sujeto político revolucionario, siendo dicho valor económico ligado a un racismo estructural y jerarquizado –que divide y fragmenta la clase explotada– impulsado por las oligarquías feudales nacionales, sirviendo pues como instrumento de penetración imperialista del sistema hegemónico,[8] idea que se inserta de manera original en las premisas marxistas que responden a la realidad de América Latina.

Lo genuino de la cuestión indígena ligada a la problemática de la tierra transformada como sujeto político revolucionario parte de, por un lado, su base demográfica[9] y, por otro, de lo originario de sus formas de organización, elemento clave para comprender la latinoamericanidad en los análisis de corte clasista. Para Mariátegui, la organización precolonial de los pueblos originarios encuentra su haber en metodologías de índole comunitario (previas al latifundio pero que determinan su origen), donde la función no es tanto la praxis metodológica ligada al marxismo-leninismo de organización del movimiento a través de –por ejemplo– sindicatos sino la propia autoorganización de los mismos, siendo objetivo clave su emancipación, configurando así una cosmovisión del proletariado diferente a la prototípicamente europea y poniendo énfasis en la cuestión nacional, no por ello rechazando las formas de organización obrera clásica sino completándola de manera adaptada a la coyuntura concreta de la realidad.[10]

Es aquí donde el nacionalismo –o mejor, la cuestión nacional– cobra gran importancia: a diferencia de las corrientes de corte nacional-popular (identificadas en última instancia con la Alianza Popular Revolucionaria Americana convertida en partido), el autor propone como metodología organizativa la conformación de un Frente Único interdisciplinario[11] donde se considere la realidad inmediata como doctrina de actuación, en sus palabras:

“El Frente Único no anula la personalidad, no anula la filiación de ninguno de los que lo componen. No significa la confusión ni la amalgama de todas las doctrinas en doctrina única. Es una acción contingente, concreta, práctica. El programa del Frente Único considera exclusivamente la realidad inmediata, fuera de toda abstracción y de toda utopía. […] Dentro del frente único cada cual debe conservar su propia filiación y su propio ideario. […] Pero todos deben sentirse unidos por la solidaridad de clase, vinculados por la lucha contra el adversario común.”[12]

Retomando la cuestión nacional, Mariátegui no niega la necesidad de la liberación indígena en tanto que, tal y como se hace referencia en párrafos anteriores, supone el principal sujeto revolucionario, más bien rechaza que ello sea el fin último: al entender que la única vía de emancipación de la amalgama proletaria se encuentra en la revolución socialista de carácter internacional antiimperialista que rompa con el dogma de la dependencia extranjera, el nacionalismo no halla lugar por reaccionario, básicamente por la no existencia de una identidad nacional.[13]

José Aricó sabe leer de manera muy acertada al Amauta, haciéndolo además en un contexto internacional complejo: este autor comienza a plantearse su filiación teórica en el marco histórico que emana de la II y la III Internacional así como las experiencias de formación y desarrollo del socialismo en América Latina, percibiendo que no se ha proporcionado una solución a la corriente marxista en la región del fenómeno latinoamericano, focalizando el problema justamente en las interpretaciones marxistas y aportando como solución la relectura del propio Marx.[14]

En este sentido, el pensador traza el esbozo de la justificación de su producción teórica clave situando los razonamientos de Marx dentro de un lugar geográfico que responde a la coyuntura histórica de su época, sin embargo, no niega la validez de sus prerrogativas fuera de los márgenes temporales, apelando a que el marxismo enseña un método de no aplicación dogmática y positivista sino modificable en función de la realidad, es decir, el problema no es Marx sino la aplicación del propio Marx.[15]

A partir de ello introduce, a través de Mariátegui, la cuestión nacional o indígena: coincidiendo con él en que ésta no trataba de una problemática de índole racial de resolución pedagógica sino de profunda transformación estructural del panorama económico y social, no rechaza de manera taxativa los movimientos de índole nacional-popular indigenistas al considerarlos necesarios de cara a operar y organizar la voluntad colectiva de lo que suponía la gran mayoría social. Es aquí donde Aricó, en consonancia con la metodología descrita, introduce la cuestión de la autonomía política de los sujetos[16] en tanto que la realidad concreta impide olvidar la dimensión popular y, por tanto, sus reclamos y formas de actuación.

Cabe destacar por lo anteriormente descrito una conclusión: la cuestión nacional en el marxismo latinoamericano vira en torno a varias acepciones, cuyos significados se expanden desde la categorización y composición del sujeto revolucionario, la extensión internacional del capital y la situación periférica de la región en tanto qué y cómo hacer plausible la revolución socialista. Ello se ve encumbrado con el accionar político de las fuerzas que, hasta 1959, ensalzaban y militaban las teorías marxistas, siendo éstas los partidos comunistas. Ellos comprendían, ante la influencia innegable de Europa y la Unión Soviética –materializadas en la III Internacional–, que para conseguir edificar la revolución socialista, primero debían asentar los mecanismos políticos modernos de expansión del capital: la democracia burguesa.

Sin embargo (y aterrizando a niveles de expresión política), la Revolución Cubana supuso en revulsivo práctico a la hora de comprender –de una manera partidista o de otra guerrillera– y asumir los diferentes postulados teóricos de los autores anteriormente mencionados, entre muchos otros. Dicho hecho histórico es el que marcó el devenir del conjunto de la izquierda en toda América Latina: el triunfo en 1959 de una revolución en Cuba contra el dictador Fulgencio Batista, definida en sus inicios como nacionalista, popular y democrática[17] y categorizada en 1962 como antiimperialista y socialista, es lo que volvió a poner en boga los debates asimilados desde la década de 1920 por los partidos comunistas, abriendo de nuevo la brecha sobre si los países subdesarrollados encontrarían una vía revolucionaria al socialismo sin la necesidad primogénita del asentamiento de la morfología capitalista norteña, quién y de qué manera serían sus protagonistas. En definitiva, qué papel jugaba la cuestión nacional.

Además, atendiendo justamente a la composición de las formas sociales que definían el sujeto revolucionario, la liberación nacional socialista y antiimperialista se dotaba de un cariz que negaba las nociones más clásicas del marxismo-leninismo interpretado y practicado por los partidos comunistas hasta la fecha,[18] en tanto que proletariado y partido como ejes fundamentales de la revolución dejaban de responder a la realidad material. Si bien no se negaba la vital importancia de la existencia de una vanguardia política, la extracción de la misma era concebida como popular,[19] algo que terminaba por romper con las lógicas de necesidad de estadios de democracia burguesa previos que asentaran las formas capitalistas, tanto las referidas a las formaciones sociales (clase obrera como sujeto revolucionario protagónico), como a las organizativas (partido marxista-leninista como vanguardia política) y económicas (necesidad de madurez capitalista y sus formas políticas para la consecución del socialismo).

En ese sentido, lo que la victoria de Fidel en Cuba trajo para la región fue, dentro del marco de la izquierda, una implosión en las nociones del cambio social y político y, sobre todo, inauguró la discusión sobre la metodología de la revolución, donde se enfrentaban los paradigmas comunistas –que bebían de las influencias soviéticas– hegemónicos hasta la fecha con los que apostaban por el aceleramiento en el proceso de consecución del socialismo –de una inspiración de carácter nacional–.[20]

Reforma o revolución, ésa sería hasta nuestros tiempos la disputa; y cómo entender la cuestión nacional (como concepto, categoría y praxis) la principal controversia.

Notas:

[1] Sánchez, A. (1988). “El marxismo en América Latina” en Dialéctica, nº 19. México: Universidad Autónoma de Puebla. pp. 1.

[2] Marx, K. (1858). “Bolívar y Ponte” en Aricó, J. (2010). Marx y América Latina. Argentina: Fondo de Cultura Económica. pp. 231-252.

[3] Como el texto escrito por Karl Marx y Friedrich Engels sobre Irlanda.

[4] Mariátegui, J.C. (1927). “El problema agrario” en Carrasquero, H., Romero, F. y Vivas, Y. [eds.] (2010). Mariátegui: política revolucionaria. Contribución a la crítica socialista. Ideología y política y otros escritos. Venezuela: Fundación Editorial El perro y la rana. pp. 308.

[5] Ibídem. pp. 307.

[6] Mariátegui, J.C. (1975). “El problema de las razas en la América Latina” en Ideología y política. Obras completas, vol. 13, compilado en Carrasquero, H., Romero, F. y Vivas, Y. [eds.] (2010). Mariátegui: política revolucionaria. Contribución a la crítica socialista. Ideología y política y otros escritos. Venezuela: Fundación Editorial El perro y la rana. pp. 63-65.

[7] Ibídem. pp. 66.

[8] Ibídem. pp. 67.

[9] Ibídem. pp. 89.

[10] Ibídem. pp. 80.

[11] Mariátegui, J.C. (1924). “El 1º de Mayo y el Frente Único” en El obrero textil, Año 9, nº59, compilado en Carrasquero, H., Romero, F. y Vivas, Y. [eds.] (2010). Mariátegui: política revolucionaria. Contribución a la crítica socialista. Ideología y política y otros escritos. Venezuela: Fundación Editorial El perro y la rana. pp. 137.

[12] Ibídem. pp. 136-137.

[13] Mariátegui, J. C. (1924). “Lo nacional y lo exótico” en Mundial, compilado en Carrasquero, H., Romero, F. y Vivas, Y. [eds.] (2010). Mariátegui: política revolucionaria. Contribución a la crítica socialista. Ideología y política y otros escritos. Venezuela: Fundación Editorial El perro y la rana. pp. 336.

[14] Aricó, J. (2009). “I. Una realidad soslayada” en Marx y América Latina. Argentina: Fondo de Cultura Económica. pp. 79-80.

[15] Aricó, J. (2009). Marx y América Latina. Argentina: Fondo de Cultura Económica. pp. 85-99.

[16] Aricó, J. (1980). “Introducción” en Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano. Cuadernos del pasado y presente. México: ediciones pasado y presente. pp. 43-56.

[17] Ídem. pp. 374.

[18] Con esta afirmación se pretende expresar la negativa a la interpretación del marxismo-leninismo desarrollado por los partidos comunistas, no el subterfugio del método como tal ya que muchos actores surgidos tras la revolución cubana también lo reivindicaban y lo asumían como propio.

[19] Sánchez, A. (1988). “El marxismo en América Latina” en Dialéctica, nº 19. México: Universidad Autónoma de Puebla. pp. 14.

[20] Rey, E. (2016). “Del etapismo a la inmediatez. Debates en torno a la idea de revolución en América Latina a partir de 1959” en Sémata, Ciencias Sociais e Humanidades, vol. 28. España: Universidade de Santiago de Compostela. pp. 364.