Arte Urbano en Valencia – Fin de fiesta en España: movimientos de fondo en la izquierda poscrisis. De Antonio Marín Segovia

Por Daniel Alonso González (@danialgo_)

Han pasado 10 años del 15M. Una década para la política, de avances y retrocesos en diferentes aspectos. César Rendueles plasmó muy bien en ‘Capitalismo canalla’ (2015) el significado de aquellas jornadas:

“En 2011 en Madrid la policía tuvo que proteger el Congreso de los Diputados de hijos y madres y abuelas y nietos y hermanas y novios que aspiraban a un trabajo más o menos estable y a formar una familia. Intentar llevar una vida convencional se había convertido en un experimento contracultural […] Nos dimos cuenta de que todo ello nos obliga a transformar de arriba abajo el mundo que conocemos. El mero sentido común nos enfrenta a los dementes trajeados que desde los parlamentos y los conejos de administración tratan de arrasar nuestras vidas.”

Lealtades en el Régimen del 78

Hablar del 15M es hacerlo de lo que impugnó y con qué rompió. Para ello quizá sea oportuno hablar de la lealtad entre pueblo y élites. Para Albert Calsamiglia (2000) la lealtad política exige algo más que el “no traicionar”, sino la producción de un hecho positivo. A la clase política se le exigiría una mayor lealtad que a la ciudadanía porque tiene más capacidad de participación y porque, se supone, han adquirido un compromiso ético con el sistema normativo. Según Calsamiglia, la lealtad ciudadana se consigue con mayor participación, lo cual legitima al propio sistema. Por otra parte, la corrupción, privada o pública, de la clase política, es síntoma de la deslealtad de esta. Aunque el sociólogo admite imposibilidades plenas (desaparición total de la corrupción), expresa bien las dinámicas entre Estado y sociedad. El estado de cierre institucional y la aplicación de recortes en el que nació el 15M hace oportuna otra afirmación: “En tiempos de crisis es posible que quien defienda la Constitución española frente a la razón de Estado sea considerado desleal”. Aquí entra en juego la corrupción legal y privada, la que favorece a las élites económicas, pues el interés mercantil supone un “deterioro de la comunidad y de los deberes que una comunidad general exige a los ciudadanos”, si bien es cierto que “es lógico que exista una mayor preocupación por la corrupción política puesto que socava la lealtad y la especial confianza que se exige de los que están al servicio de la comunidad.”

La lealtad social al Régimen del 78 se fundamentó en contraponer modernidad a retroceso; convivencia frente al cainismo de la guerra y la dictadura y al terrorismo. Ante las deficiencias del Estado de bienestar que se desarrolló en un marco neoliberal nacional e internacional, la adhesión estuvo condicionada por ese miedo al pasado y, desde los 90, por el “capitalismo popular inmobiliario” (Fernández Steinko, 2010) como futuro: vivienda(s) en propiedad, vehículo privado, expansión temporal del crédito y pensamiento meritocrático que nunca lo es en la práctica, vehicularon el proyecto aznarista, junto al nacional-constitucionalismo. Los anhelos de libertad y bienestar fueron disputados por una antropología neoliberal que regía en partidos, platós y columnas. La lógica mercantil por sí misma, sin sujeción social e institucional alguna, podría ser percibida como un sinsentido, ese ratón que corre para seguir corriendo más rápido. En palabras de Luis Alegre y Carlos Fernández Liria (2018: 287), “la sociedad capitalista no logra ser sociedad más que a costa de contarse a sí misma, todos los días, una gigantesca mentira […] el capitalismo no puede funcionar enteramente al margen de lo que podríamos llamar una «ilusión de ciudadanía», es decir, sin vestirse a traición con los ideales políticos de la Ilustración”.

Las élites dejaron de reflejar la composición del pueblo (políticos con otro ritmo de vida, técnicos ajenos a los problemas de los de abajo), la Cultura de la Transición dejó de ser la encarnación incuestionable de la democracia, y los gobernantes mostraron explícitamente que consultar a la ciudadanía en la toma de decisiones no era una opción válida

El 15M supuso una desconexión (en parte) generacional con la Transición. Gramsci (Rendueles (ed.), 2017: 263, 287, 337, 346-347) nos ayuda a entender, también, la crisis política de 2011: 1) para ser dominante hay que ser dirigente, e incluso teniendo el poder hay que seguir siendo dirigente; 2) la hegemonía necesita una unidad intelectual y una ética que supere el sentido común; 3) una nueva voluntad colectiva exige la irrupción simultánea de las “masas” en la política; 4) esa misma irrupción popular y el fracaso de una empresa política impuesta por la fuerza pueden generar una crisis de hegemonía del grupo dominante. Esto no es situar lo anterior a 2011 como una sociedad pasiva e institucionalizada, sin corrupción ni derechos frustrados; es muy posible que sin las movilizaciones anteriores (huelgas históricas, el Prestige, la guerra de Irak, el 11M…) no se entendiera el cuerpo social de los indignados. La crisis económica internacional, la brecha generacional con respecto a las élites políticas y económicas y una parte de la sociedad que vivieron la Transición, los recortes impuestos de lugares ajenos a la soberanía y la llamada “Primavera Árabe” facilitaron el marco del 15M.

No obstante, no se estaba produciendo una crisis orgánica del Estado, sino política. Pitkin (1985) establece tres tipos de representación que de alguna manera se ven socavados en la crisis española: 1) descriptiva, sobre el parecido que debe haber entre representantes y electores para poder “suplir” a estos; 2) simbólica, relacionada con las emociones que despierta un objeto o una persona ante la imposibilidad de definir con palabras lo que significa ese símbolo; 3) sustantiva o por autorización, referida a la actuación que el representado permite al representante. Las élites dejaron de reflejar la composición del pueblo (políticos con otro ritmo de vida, técnicos ajenos a los problemas de los de abajo), la Cultura de la Transición dejó de ser la encarnación incuestionable de la democracia, y los gobernantes mostraron explícitamente que consultar a la ciudadanía en la toma de decisiones no era una opción válida. La victoria de Rajoy en 2011 ponía de manifiesto que el régimen no había caído, pero también que su mayoría absoluta se debía más a la pérdida del PSOE (4 millones de votos) que al propio ascenso del PP (600.000 votos). Tampoco era extraño que en una crisis de representación política la respuesta de los grupos movilizados fuese, precisamente, en términos de voto.

Si bien es cierto que los cimientos culturales de la Transición fueron puestos en cuestión, el revulsivo social no era un ajuste histórico de cuentas con el posfranquismo, aunque irremediablemente la democratización de la sociedad española pasa por abordar de una forma u otra la Transición. El 15M expresaba la posibilidad de articular unas demandas aparentemente reformistas y en buena medida aceptables por una democracia liberal, pero que por su contexto y por las dinámicas del poder constituían una posibilidad más amplia; Stuart Hall (2018: 286) decía que entre el socialismo y el reformismo no había más que “media vuelta de tuerca”, pero decisiva como giro final. En la crisis social y política ese giro parecía abarcar cada vez más reformas. En este proceso algunas identidades del siglo XX, en tanto que vehiculares de la propia realidad, se mostraron inoperantes; parte de la izquierda tradicional, desde posiciones pactistas a otras aparentemente izquierdistas, no asumió esa lógica.

Tales incomprensiones se manifestaban en el rechazo hacia el desborde ciudadano. Hubo y hay quien ha catalogado estas protestas y reivindicaciones de desclasadas, ignorando la batalla cultural a todos los niveles desde el neoliberalismo para instalar lo que Stuart Hall denominó “toda una ética alternativa a la de la «sociedad solidaria»” (2018: 89). También se ha desechado en ocasiones el imaginario de la clase media, a veces con razón, pero otras sin perspectiva. Los deseos de estos segmentos sociales, de los cuales una parte también se indignó por ese corte en sus trayectorias vitales, pueden ser legítimos y aplicables a las capas sobreexplotadas si se engarzan con otras premisas democráticas: buenas condiciones laborales, ingresos garantizados, vivienda asequible, transparencia política, servicios públicos y la autorrealización personal, especialmente si consideramos que la lucha obrera tiene como horizonte la emancipación de su propia condición social y la estructura que la reproduce. El proletariado –parte de él excluido del blindaje del que gozaban no sólo los sectores más acomodados, sino parte de la aristocracia obrera– podía tener una voz como parte dirigente a la vez que construía a sí mismo (la clase obrera no era la fantasía ajena a la realidad, custodiada en un frasco de esencias). Se constituyó un “nosotros” de claro tinte progresista en disputa, fundado sobre agravios sectoriales en algunos casos, pero cuya denuncia los exponía a una posible transformación cualitativa hacia un universalismo plural, ese imposible necesario que guía la acción.

El 15M expresaba la posibilidad de articular unas demandas aparentemente reformistas y en buena medida aceptables por una democracia liberal, pero que por su contexto y por las dinámicas del poder constituían una posibilidad más amplia

2011 abrió el camino a un ciclo de protesta social, exitoso en la capacidad de movilización y la convergencia de demandas, pero sin la fuerza suficiente para romper el bloqueo institucional que imperaba. La aparición de Podemos en el ciclo electoral también era un síntoma de que la vía de la ruptura exclusivamente a través de la movilización entre 2011 y 2013 no sólo no se iba a dar, sino que se estaba produciendo un repliegue (exceptuando casos como el de las Marchas de la Dignidad, por su trayectoria previa y su confluencia masiva en un mismo espacio). Podemos era una de tantas lecturas sobre el 15M, en contraposición a otras que recelaban de lo electoral y la representación política. El partido morado nació bajo una hipótesis populista de impugnación y un cambio social que pasaba por tener presencia en espacios de masas y con códigos atractivos, normalmente hostiles para la izquierda. El éxito cosechado entre 2014 y 2015, llegando a 5 millones de votos, fue algo inédito. Por primera vez una candidatura programáticamente de izquierdas le disputaba su lugar electoral a un PSOE en caída desde 2011.

En paralelo, su construcción organizativa fue conflictiva. No solamente se trataba de la cuestión organizativa y participativa en un contexto de “guerra electoral”, sino de la lectura de los acontecimientos. La concepción misma de la política y de la hipótesis populista fue sometida a debate una vez efectuado su blitzkrieg institucional. A este respecto, como indica Laclau (2005), el populismo en sí mismo como lógica política supone una oportunidad, pero también es un fenómeno dependiente del contexto; para que triunfe la lógica equivalencial –articulación de demandas en un proyecto cualitativamente diferente que impugna un orden sin anular las identidades previas que conforman la cadena–, el pueblo debe confiar en que esas demandas, esa parte del viejo orden, serán resueltas en el nuevo sistema. De tal manera que “Si las demandas de un grupo subordinado se presentan como demandas puramente negativas y subversivas de un cierto orden, sin estar ligadas a ningún proyecto viable de reconstrucción de áreas sociales específicas, su capacidad de actuar hegemónicamente estará excluida desde un comienzo” (Laclau y Mouffe, 1987: 235).

Después de las elecciones generales de 2015 y de 2016, y especialmente tras la Asamblea de Vistalegre 2, se mantuvo una retórica impugnatoria que se alejaba del electorado heterogéneo en favor de la simbología de núcleos más politizados bajo la interpretación de la crisis de régimen seguía abierta y que operaría de la misma forma antes y después la entrada de Podemos en las instituciones. A este respecto, Javier Franzé esbozó en una charla[i] que, ya se impugnase la Transición o se defendiese el regeneracionismo democrático, la izquierda popular se situó en la exterioridad, en el antagonismo sin articulación. No había, por tanto, hegemonía en el “cavar trincheras”. Las principales preocupaciones sociales, según el CIS, siempre han sido el desempleo y la economía, alcanzados o superadas por el creciente descontento con la clase política. Desde el sentido común mayoritario, solucionar esos problemas podría pasar por tener un Gobierno estable, que no se contradice con desconfiar o sospechar de él, o con votar una opción de castigo. No se trata, como siempre se dice, de adaptarse al sentido común de lo existente, sino de partir de él como condición necesaria para transformarlo.

Paradójicamente, el mantenimiento de la retórica más beligerante contra la Cultura de la Transición ha sido acompañado por la asunción de algunos pilares fundamentales y del rol que aquella intenta reservar a la izquierda: algo pequeño y sin pueblo. Es cierto que en muchos aspectos la identidad que se constituyó en el rechazo a la “casta”– es innegable que la figura de Pablo Iglesias ha sido determinante incluso desde antes de Podemos–, ligado a su vez del 15M, ha marcado la vida política de los últimos años, incluso en el estilo político de partidos derechistas, pero el escenario en el que se inscribe el discurso se ha desplazado, que era precisamente lo que supo leer Podemos en 2014 y 2015. Las élites del Régimen se veían amenazadas cuando lo central del nuevo bloque no era el ajuste histórico de cuentas como relato, sino el tratar cuestiones históricamente irresueltas o mal planteadas desde el inicio del régimen con un discurso que tomaba el pulso correcto a la gente para ir más lejos. En la impugnación sin estrategia que vivimos se ha producido una integración sin perspectiva de futuro. Volviendo a Laclau y Mouffe (1987: 183): “la fuerza opositora acepta el sistema de articulaciones básicas de dicha formación como aquello que ella niega, pero el lugar de la negación es definido por los parámetros internos de la propia formación”.

Fin de ciclo. De la crisis de régimen a la crisis en el régimen

Si el 15M era la posibilidad de una nueva mayoría social y la apertura de espacios democráticos que trabajasen sobre esa superficie, las elecciones de 2019 y la formación de Gobierno de 2020 indicaron el cierre parcial de esa posibilidad. Podemos señalar cuatro grandes elementos estatales que dan cuenta de este final de ciclo: la crisis económica, el conflicto catalán, la emergencia ‘posfascista’ y la recomposición parcial del bipartidismo.

1) El 15M surgió al calor de los momentos más duros de la crisis y en el inicio de la aplicación de recortes. El auge de Podemos y el conjunto del espacio del cambio contra la estrategia tradicional de izquierda se produjo al final de esa recesión: en 2016, cuando la economía atravesaba una recuperación temporal al estilo neoliberal, se intenta el sorpasso y la confluencia Podemos-IU con el discurso de exterioridad frente a una sociedad que desaprobaba la repetición electoral. En 2019 se estaba iniciando otra crisis, acelerada y agravada por la pandemia hasta hoy. La nueva crisis se ha desarrollado bajo otros parámetros y demandas, lo que refuerza esa simbiosis objetividad-subjetividad que no deja nada a los hechos puros ni al voluntarismo extremo.

2) La cuestión catalana es un problema histórico del conjunto del Estado, aunque en 2017 se condensó el conflicto y se establecieron unos ejes donde cualquier posición de la izquierda estatal tenía mal encaje. La crisis de régimen de 2011 movilizó al pueblo y fomentó el crecimiento del independentismo como estrategia política, aprovechada por los sectores ‘convergents’ para cabalgar la ola de indignación mientras efectuaban recortes desde la Generalitat. La crisis catalana, que es una dimensión de la crisis del régimen, movilizó en España la pulsión involucionista civil y política (partidos, jueces, medios de comunicación, cuerpos policiales, etc.) huérfana tras el fin de ETA. A principios de 2017 se celebraba Vistalegre 2, donde el populismo transversal y la guerra de posiciones “desmilitarizada”[ii] fueron sustituidas por el antagonismo sin práctica hegemónica. El inicio del repliegue a la izquierda, a través de la contradictoria reivindicación tanto del 15M (mayoría social) y del “asfalto” contra la “moqueta” (sectores minoritarios) se solapó con el eje España/anti-España, históricamente perjudicial para los discursos de las izquierdas estatales.

3) La derecha no es un ente homogéneo, y en su seno hay conflictos tácticos y estratégicos. El caso de Ciudadanos es digno de estudio. No obstante, los conflictos dentro de este bloque no borran la ventaja asimétrica de la que dispone respecto a la izquierda anti-neoliberal. El trato que ha recibido esta última por medios propiedad de grandes corporaciones es escalofriante. Con los ejes discursivos en contra, sin una férrea voluntad de disputarlos y con una estrategia mediática hostil a cualquier pequeño cambio de la mano de Podemos y condicionado por otros espacios de izquierda (soberanista e independentista), se abrió el espacio a Vox y su órbita político-social. El ‘procés’ fue la ventana de oportunidad, aunque no la fundación, de la derecha radical. La coyuntura internacional ha sido favorable con la presencia de Trump, Bolsonaro, Orban, Salvini y Le Pen. El discurso anti-feminista se ha retroalimentado de un feminismo creciente, uno de los pocos movimientos transversales y con potencia transformadora en los años más recientes. A nivel del Estado ha habido realineamientos tras el ascenso de Vox, la crisis del PP y la desintegración de Ciudadanos. Monereo escribió en 2020 que hemos pasado de “la crisis de régimen a la crisis en el régimen”[iii], de un momento en el que las élites políticas y económicas quedaron en entredicho a cómo, tras fracasar los intentos de cambio, se están produciendo movimientos a la ofensiva en el interior de los aparatos del poder: “la autonomización de aparatos e instituciones del Estado […] Es la crisis existencial del Estado la que nos va situando en una crisis política en y desde el régimen”.

Estamos en un momento posfascista, un contra-15M dopado en origen por los aparatos del poder

Una parte de la indignación actual, de corte elitista, pero con capacidad de penetración social, es acaparada por la extrema derecha (incluida sectores del PP como el que representa Ayuso y su aplastante triunfo el 4 de mayo). El PSOE ha canalizado a nivel estatal el conflicto con la derecha, aunque en Madrid ha fracasado; Más Madrid ha superado los socialistas y la suma con Unidas Podemos revalida y amplía el espacio a la izquierda del PSOE en la comunidad. Desde aparatos políticos y de del Estado se están dando movimientos capaces de sacrificar los aspectos democráticos que le quedan al sistema político, no porque haya una amenaza revolucionaria (posición defensiva), sino porque ahora hay un clima más idóneo para la revancha contra enemigos internos con los que se considera imposible coexistir (posición ofensiva). El nacional-constitucionalismo español, que impide que haya un centro-derecha estable, es una dimensión del conservadurismo y el capitalismo inmobiliario. Estamos en un momento posfascista[iv], un contra-15M dopado en origen por los aparatos del poder. Junto al histórico odio de lo catalán y el anti-feminismo, se han articulado el negacionismo del covid, el odio de clase y los deseos de libertad contrapuestos al “social-comunismo” como imagen de una cadena de equivalencias.

4) En paralelo a la emergencia ultraderechista se han recompuesto consensos del bipartidismo que la reproducen. El momento de irrupción institucional plebeya de 2015 ha sido superado en un escenario donde conviven la fragmentación partidaria y el liderazgo de los viejos partidos del Régimen, PP y PSOE, en sus respectivos bloques, con excepciones. El PSOE ha recuperado parte del electorado que le disputó Podemos sin necesidad de cambiar su agenda política. Habrá que valorar seriamente hasta qué punto influye la situación de Madrid en el resto del país. La amenaza posfascista, a veces sin el ‘pos’, le reporta apoyos para seguir desarrollando unas políticas públicas que precisamente generan el caldo de cultivo para la reacción. UP se encuentra en una situación de clara desventaja que se ha demostrado en las reformas del Gobierno en este año y medio. La retórica antagonista y el vacío estratégico han formado una espiral de subalternidad electoral y programática para la izquierda estatal.

Quizá la falta de cuadros políticos, de normalización en forma de militancia cotidiana –que era la debilidad de una máquina de guerra electoral por otra parte exitosa–, ha empujado a dirigentes de izquierda a fiar su futuro organizativo a poder gobernar con el PSOE en el eje izquierda-derecha repudiado hace no muchos años

La normalización relativa de las organizaciones transformadoras, su arraigo social, no implica necesariamente ser subsumido por el sistema; esta tensión se relaciona con el binomio destituyente-constituyente. Ha sido la superficie sobre la que se inscribieron el 15M, las protestas sociales, la hipótesis Podemos, los gobiernos municipales del cambio, la cuestión territorial y, sí, también la agenda ultraderechista emergente. La posición actual de subalternidad tiene un arraigo cada vez más reducido y una integración con respecto a un Partido Socialista totalmente vinculado a la agenda de las élites económicas, aquello contra lo que irrumpía, entre otras muchas cosas, la indignación de la anterior década.

El tablero vigente se ha repartido, en parte, no tanto por aceptar acuerdos tácticos con partidos del Régimen, sino por naturalizarlos estratégicamente, muchas de las veces bajo esas mismas identidades que el 15M superó. Quizá la falta de cuadros políticos, de normalización en forma de militancia cotidiana –que era la debilidad de una máquina de guerra electoral por otra parte exitosa–, ha empujado a dirigentes de izquierda a fiar su futuro organizativo a poder gobernar con el PSOE en el eje izquierda-derecha repudiado hace no muchos años.

Las brechas de oportunidad del 15M y del principio de la pandemia se han cerrado, pero a nivel internacional se está gestando un consenso redistributivo, en pugna con las derechas radicales, que puede servir para que las fuerzas democráticas socialistas amplíen los márgenes hacia un proyecto hegemónico ambicioso. Tal consenso puede ser muy circunstancial por la crisis, y por eso mismo es importante disputarlo y forzar a que se instale a largo plazo. Para Polanyi (2020: 30-31) la lucha total en el conflicto economía/democracia se dirimiría entre fascismo (abolición de la sociedad política en favor de la económica) o socialismo (absorción de la esfera económica por la política), como una guerra religiosa, porque era una cuestión de fe, es decir, de una lucha persistente “por el significado de la historia humana”. La voluntad y la batalla por el sentido no son suficientes, pero sí necesarios.

La crisis del covid: el 15M que no fue, pero tiene que ser

El comienzo de la crisis del covid nos brindó una oportunidad para reforzar ideas democráticas como única vía para sobrevivir al virus: más y mejor sanidad, incluyendo la intervención sobre sectores privatizados; redistribución de la riqueza y la garantía de unos ingresos a la población; la demostración de que los trabajadores son imprescindibles para producir, pero también gestionar su espacio laboral, y un largo etcétera. El aplauso a los sanitarios se diluyó entre los deseos de recuperar el modo de vida pre-pandemia, que no fueron articularlos con más igualdad, con una mejor calidad de vida que también se define por esos mismos deseos. Posiblemente el shock del confinamiento (sin caer en justificaciones de conductas irresponsables y peligrosas) habría disminuido y facilitado una complicidad cívica si los poderes públicos hubiesen antepuesto las necesidades más básicas sobre los beneficios de los más ricos. Mientras el centrismo siembra desafección en un mundo de por sí ya incierto, la libertad es disputada por una derecha realmente liberticida.

El tsunami del 15M hoy nos sabe cada vez más a derrota. La lejanía entre el pueblo y las élites sigue presente, y, aunque se dan movilizaciones importantes que ganan pequeñas grandes batallas, el río neoliberal sigue su curso. La desilusión, la quemazón militante y simpatizante, y el síndrome TINA (There Is No Alternative) en una crisis que alcanza lo puramente existencial, combinado con cierto cinismo amplificado por este año largo, pesan todavía más. Hay quien culpa desde algunos sectores a las personas trans, al feminismo, al globalismo, al veganismo o al posmodernismo de esta derrota. Estas corrientes deberían explicar en qué –ismo divisor de la clase obrera inscribimos el que llevemos 8 años largos sin que las direcciones de los sindicatos mayoritarios, esas organizaciones del ámbito más “material”, hayan convocado una huelga general. Antonio Gómez Villar describe cómo ese obrerismo esencialista, afectado tristemente por la ola reaccionaria, acaba rechazando la lucha de clases porque no es “su” lucha de clases:

“La cuestión clave es si el obrerismo quiere y desea la lucha de clases más allá de sus expresiones concretas o si desea únicamente su concreción como identidad obrera. Porque si es lo segundo, entonces la melancolía obrera no es la fijación en un objeto perdido que no puede hacer el necesario trabajo de duelo, sino más bien su fijación en los múltiples sujetos que dando cuenta de numerosas expresiones de antagonismo (el feminismo, el ecologismo, las luchas antirracistas, etc.) causan la pérdida del deseo emancipatorio en el obrerismo. Como no soporta la desaparición de la identidad obrera, el obrerismo es incapaz de desear la lucha de clases.”[v]

La crisis pandémica ha servido de coartada para la connivencia entre neonazis, señoritos con palos de golf, determinados policías afines al fascismo que no dudan en ejercer la violencia gratuita y medios de comunicación en la órbita reaccionaria instalados en el bulo permanente. Los sentimientos cruzados de miedo, ansiedad, falta de futuro y confinamientos estacionales son explotados por un bloque reaccionario de terraza y UCI. La derecha radical no es mayoritaria, pero impone en parte de la sociedad un “ciclo de pánico moral”, “un alivio temporal al proyectar sus miedos en y hacia ciertos temas inevitablemente cargados de ansiedad” (Hall, 2018: 73). La falta de contundencia gubernamental es compensada con una retórica antifascista en favor de los consensos fundadores del Régimen. En el rechazo a la derecha se encuentran los límites políticos a su alternativa, que pasa por aterrizar las realidades sociales-territoriales, analizar el marco de valores y la práctica hegemónica no es siempre excitante, pero necesaria ante una crisis de representación abierta desde hace 10 años que hoy toma senderos preocupantes en algunos sectores sociales. Toda política necesita un relato con dosis épica, pero siempre hay momentos menos trascendentes que no significan, como se suele criticar con acierto a Laclau, la muerte de la política.

Posiblemente el shock del confinamiento (sin caer en justificaciones de conductas irresponsables y peligrosas) habría disminuido y facilitado una complicidad cívica si los poderes públicos hubiesen antepuesto las necesidades más básicas sobre los beneficios de los más ricos.

Partiendo de la derrota y de la asimetría en el conflicto social y político, aún quedan mimbres para construir una antropología emancipatoria, que no pasa por la unidad frente a la diversidad, sino a través de la diversidad, retroalimentando visiones plurales que generen consensos positivos en una sociedad que siempre está en disputa, en conflicto. La degradación social del neoliberalismo, progresista o conservador, nos obliga a empujar más fuerte por politizar las opresiones en un sentido radicalmente democrático. Esa causa es compartida por la gente que hace diez años se echó a las calles y que después tejió un inmenso abanico de movimientos o reforzó otros precedentes.

Han pasado 10 años del 15M y ha pasado el 15M. Esa irrupción plebeya ha pasado de ser una experiencia reciente, vigente, a convertirse en un recuerdo a menudo melancólico de lo que pudo ser y no fue. Hemos tenido auge y declive de fuerzas populares. El tablero es otro, con los problemas viejos y nuevos. El 15M forma parte de la cultura democrática de la cual debemos aprender, sin que se convierta, como diría Marx, en una losa para los vivos. Ni evocaciones fetichistas ni profecías autocumplidas. Otro 15M es necesario en la llamada “era covid”, en tanto que debe ser algo distinto, continuando el hilo conductor de la emancipación. Durante este año largo se han agravado problemas estructurales que ya existían y se han manifestado otros que también laminan la existencia y el sentido de la existencia humana. Estamos peor que ayer, hay menos tiempo, más miedo y, por eso mismo, hay más razones para cambiarlo todo desde lo que somos hoy.

 

Bibliografía

Alegre, L y Fernández Liria, C. (2018). Marx desde cero… para el mundo que viene. Madrid: Akal.

Calsamiglia, A. (2000). Cuestiones de lealtad. Límites del liberalismo: corrupción, nacionalismo y multiculturalismo. Barcelona: Ediciones Ibérica, S.A.

Fernández Steinko, A. (2010). Izquierda y republicanismo. El salto a la refundación. Madrid: Akal.

Gramsci, A. [Rendueles, C. (Ed.)]. (2017). Escritos (Antología). Madrid: Alianza Editorial.

Hall, S. (2018). El largo camino hacia la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda. Madrid: Lengua de Trapo.

Laclau, E. (2005). La razón populista. Madrid: Siglo XXI Editores.

Laclau, E. y Mouffe, C. (2006). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica (publicación original en 1987).

Pitkin, H. (1985). El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

Polanyi, K. (2020). La naturaleza del fascismo. Barcelona: Virus Editorial

Rendueles, C. (2015). Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura. Madrid: Seix Barral.

Notas y referencias

[i] https://archive.org/details/MarchartMesa3/mesa+09+Franze.mp3

[ii] Laclau afirma en ‘Hegemonía y estrategia socialista’ que la guerra de posiciones de Gramsci es una “desmilitarización de la guerra” (p. 105) en favor de la política: la lucha por el sentido y la construcción de identidades que presupone que la sociedad nunca está cerrada, y por tanto la clase obrera articula el campo político en tanto se articula a sí misma.

[iii] https://www.cuartopoder.es/ideas/2020/06/15/de-la-crisis-de-regimen-a-la-crisis-en-el-regimen-negociando-la-nueva-restauracion/

[iv] Ante la dificultad frecuente de nombrar lo que ocurre con la extrema derecha, he adoptado el término “posfascismo” que acuña Javier Franzé en este artículo, que extrae a su vez de Traverso: https://www.ieccs.es/post/a-las-puertas-de-la-frontera

[v] http://erria.eus/es/sinadurak/retrotopia-obrerista-la-obturacion-de-la-imaginacion?fbclid=IwAR3LcJ0MRH2FswU4vxwdkekxR2hWtEY8JhKaRz4ApJuJatty-nztJ5QZhR0