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Por Tomás Rodríguez Hisado (@Hisartor) y Diego Santamaría Guillén (@DiegoFechten99)

Andrés de Francisco (Madrid, 1963) es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Se doctoró en Filosofía bajo la supervisión de José María Ripalda con una tesis sobre la dimensión ética del marxismo y desde entonces ha desarrollado una trayectoria de investigación vinculada a la tradición analítica. Próximo al filósofo Antoni Domènech —a quien dedica el libro que trataremos aquí—, Andrés de Francisco es una de las referencias del pensamiento republicano-democrático en España, habiendo escrito varios libros al respecto y editado textos de Karl Marx, James Harrington, Stuart Mill o John Rawls. Su último trabajo es un libro en el que elabora un análisis crítico del fenómeno de Podemos junto a Francisco Herreros.

Desde 2011 ha venido combinando su bagaje teórico con su interés por el cine en varios textos. La entrevista se dividirá en tres apartados: uno sobre cine western, otro sobre cine bélico y otro sobre el cine del director italiano Luchino Visconti, Visconti y la decadencia (2019

Cine western

En el artículo “Violencia, ley y modernidad: el western como cine político y moral” (2011) planteas como central en el cine western la oposición entre temor y valentía. Asimismo, hablas sobre la moral del individuo moderno, autodeterminado, formador de su juicio privado y defensor del uso de la razón pública. La intersección de estas cuestiones se observa de meridianamente en filmes como El sol siempre brilla  en Kentucky (1954), en la que el juez local, a riesgo de perder las inminentes elecciones, decide interponerse ante una turba furiosa y el sospechoso de una violación porque aún no se había producido un juicio justo.  ¿Cuál es la dimensión política de la valentía y la cobardía?

La valentía (el coraje) es una de las cuatro virtudes capitales de la ética republicana clásica: la andreia. Y es una virtud políticamente fundamental. No habría habido lucha por el derecho sin hombres y mujeres valientes que arriesgaron mucho, su vida muchas veces. A la inversa: un mundo de cobardes es un mundo a merced de los fuertes, los fuertes que en muchos casos serán también malvados. Por lo tanto, no hay justicia —otra de las virtudes capìtales: la diké)— sin esa virtud del carácter que es la valentía. Ni tampoco verdadera democracia: las ciudadanías democráticas deben ser capaces de contestar, de plantar cara, lo que nuevamente exige cierto grado de coraje. Y el ciudadano debe tener opinión propia, independencia de criterio, lo que una vez más exige la valentía necesaria para enfrentarse a la opinión establecida, para pensar por sí mismo, sin miedo al qué dirán, más allá de los clichés y el postureo. El cobarde es presa de sus miedos, y no puede ser verdaderamente libre.

El western tiene una gran inclinación por marcar el contraste entre hombres y mujeres valientes —que luchan, que no se encojen— y los y las cobardes que miran para otro lado, que consienten por miedo o que traicionan. Citáis la película de John Ford, y está bien traída. Hay otras muchas. En Horizontes de Grandeza, hay una reflexión muy interesante sobre la verdadera valentía (la que no se ostenta), y en El hombre que mató a Liberty Valance hay muchos tipos de valientes, desde el seguro de sí mismo (John Wayne), hasta el que saca la valentía de sus propios principios (James Stewart) o el que tiene que apoyarse en la garrafa de whisky para sacar fuerzas de flaqueza y enfrentarse al villano de turno (Lee Marvin) y defender con su vida la causa del periodismo libre e independiente. Y luego está la cobardía, como en Solo ante el peligro: allí vemos a todo un pueblo de cobardes y —por cobardes— ingratos con el que ha sido su benefactor, el sheriff (Gary Cooper).

Fotograma de El sol brilla siempre en Kentucky (1953).

Caracterizas a la figura del sheriff como un agente de la modernidad que, a veces recurriendo a la violencia, llega a lugares inhóspitos para poner a la sociedad en Estado de Derecho. Esto se ve muy claramente en películas como El árbol del ahorcado (1959), en la que el médico interpretado por Gary Cooper llega al pueblo y destierra el poder irracional y los intereses particulares del curandero y la banda de bandidos locales. ¿Qué relación hay en la tradición republicana entre ley, libertad ciudadana y violencia? ¿Es la virtud sin Terror impotencia, pero es el Terror sin virtud barbarie? ¿Cómo representa esta tensión el género western?

La violencia está en la base de la reflexión política, también, aunque no sólo, en la tradición republicana. Platón empieza las Leyes justamente por ahí, por la cuestión de la violencia. Pero la preocupación por la violencia no es patrimonio del republicanismo. Su principal adversario —Hobbes— también está extraordinariamente preocupado por la guerra de todos contra todos, al igual que el republicanismo lo ha estado siempre por la stasis. Para ambas tradiciones una buena sociedad es una sociedad en paz, donde no nos matemos los unos a los otros. Y donde la violencia legítima sea el monopolio del Estado. A partir de aquí vendrían las diferencias. El republicanismo quiere una sociedad bien ordenada donde la ley sea el fundamento de la libertad y, a la vez, expresión de lo universal. Somos libres por las leyes —no frente a ellas—, pero a la vez las leyes son el resultado de un proceso de discusión racional —entre ciudadanos igualmente libres— que apunta al bien público, a lo universal. Eso, al menos, idealmente.

Respecto de la otra pregunta: si la virtud tuviera que imponerse mediante la opresión, nos cargaríamos el principal pilar de la república, la libertad. Rousseau, al que se le ha utilizado para fundamentar la necesidad del terror (en el contrato social, recordemos, nos obligamos a ser libres), en realidad pensaba que ningún proyecto de buena sociedad justificaba el sacrificio de una sola vida humana. El Terror acabó con Robespierre y con la revolución, dejó un reguero de sangre poco honroso y terminó abriendo las puertas a Napoleón. La tradición republicana siempre ha confiado más la virtud a la paideia, esto es, a la forja del carácter desde temprana edad, mediante la formación de hábitos, aprovechando las buenas costumbres, disciplinando el cuerpo y también el alma, para que no se corrompa la una y no se debilite el otro. Sin una buena educación no hay virtud. Y las sociedades también pueden ser educadas en la virtud cívica. Sin necesidad de aterrorizarlas.

¿En qué sentido podríamos considerar la película de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance (1962) como la culminación del cine western? ¿Cómo aparecen relacionadas en ella la violencia y la ley?

¡Qué película! ¡Qué obra maestra! ¡Qué delicia! Está todo ahí. Por supuesto, también la violencia. Además, en su forma más extrema, encarnada por una especie de psicópata que disfruta golpeando, extorsionando, amenazando. Lee Marvin está soberbio en ese papel. Y una de las primeras escenas lo dice todo. El abogado Stoddard (James Stewart) viene al salvaje oeste con su libro de leyes bajo el brazo. Su diligencia es interceptada por los bandidos liderados por Liberty Valance, y éste desata un odio sádico golpeando al abogado y destrozando las páginas de su código penal. Ley pública frente a violencia privada; ley de la ciudad frente a la ley del más fuerte. Una oposición radical. Al menos en este western, con un trasfondo tan republicano. Ahora bien, desde una perspectiva marxista, violencia y ley no han ido tan desacompasadas. Más bien al contrario, han ido de la mano para mantener la opresión —también a través de la ley— del fuerte —de las clases dominantes— sobre el débil  —las clases dominadas. Esta dialéctica explica también que muchos hayan pensado que la violencia revolucionaria fuera imprescindible para destruir esa alianza de clase entre Estado y burguesía, e instaurar un orden justo e igualitario. Sin embargo, la historia demuestra una y otra vez que ese —el de la violencia— no es el camino, que devora a la misma revolución, desde dentro.

Cine bélico

En el seno de la II Internacional, prominentes intelectuales como Rosa Luxemburgo o Jean Jaurès protagonizaron fuertes acusaciones contra los partidos socialistas que apoyaban a sus respectivos gobiernos en su actitud bélica ante la I Guerra Mundial. A su juicio, la abultada retórica nacionalista escondía los intereses de la clase dominante, mientras que el colaboracionismo de los partidos socialistas alemán, inglés y francés solo apuntalaba la superioridad burguesa y sus afanes imperialistas. En películas como Senderos de gloria (1957), La cruz de hierro (1977) o La delgada línea roja (1988) observamos a una tropas desorientadas y nihilistas, cuya única posibilidad de salvación pasa por el lazo fraternal que les une a sus compañeros de armas. ¿Es el nacionalismo y los códigos del honor una tecnología de dominación y cooptación de las clases subalternas? ¿Puede la fraternidad forjada en el fuego de la batalla traducirse políticamente tras el conflicto?

Es muy interesante la pregunta. Está demostrado que en determinadas situaciones el sujeto trasciende su individualidad en el grupo. La solidaridad de la trinchera o de la unidad militar en la batalla es uno de ellos. Como pensaba Durkheim, el ser humano es homo duplex, y oscila entre una conciencia individual y otra colectiva, entre lo profano y lo sagrado (en sentido sociológico). Los lazos de fraternidad en los estados sagrados de conciencia son máximos. Cuando te juegas la vida y dependes del compañero y él de ti, la solidaridad cobra una dimensión trascendente. Ya no eres tú, ya no importas tú, ahora eres parte de una totalidad con la que te fundes. Tu vida no importa, y la  arriesgas sin problema. El honor puede jugar un papel ahí, apuntalando esa solidaridad sagrada. Pero los códigos de honor son contexto-dependientes. Por ejemplo, en El barón rojo —la otra película que analizo en el artículo— la aristocracia prusiana —y las élites europeas en general— comparten un código de honor que les impide hacer ciertas cosas en la guerra, sobrepasar ciertos límites, y les obliga a respetar al enemigo. Hay un reconocimiento, seguramente de clase, que trasciende la enemistad de la guerra. Sin embargo, en La cruz de hierro, el honor está del lado del sargento y sus hombres y el deshonor del lado del junker que aspira a la máxima condecoración —la cruz de hierro— a cualquier precio. Peckinpah invierte aquí la dirección moral del honor.

Otra pregunta es si la fraternidad sagrada de la batalla y la guerra puede trasladarse a la sociedad tras el conflicto bélico. Desde luego, no con ese grado de intensidad. Sin embargo, lo cierto es que el pacto social de posguerra en Europa fue un grandioso pacto de solidaridad interclasista. Sin duda. Y curiosamente todos los grandes pensadores políticos han creído necesario imbuir al pacto social, a la ley, a la cosa pública, al Estado, de cierta aura sagrada. Parte del cuarto capítulo de El contrato social lo dedica Rousseau a defender —frente al cristianismo— una suerte de religión civil republicana. Yo estoy de acuerdo con Rousseau y con tantos otros pensadores políticos: la ley debería tener un componente sagrado en el sentido sociológico del término, como lo público, como lo común. Porque es el espacio de la fraternidad en el que deberíamos ser capaces de trascendernos. Lo profano —el interés privado, particular— está garantizado. Pero si nos enrocamos en esa privacidad, perdemos algo importante, otra dimensión de nuestro propio yo, de nuestra propia conciencia, la del yo que pertenece y comparte y se pone en el lugar del otro; la de la conciencia cívica.

Cartel de la película La cruz de hierro (1977)

Visconti

En 2019 publicaste un libro sobre Luchino Visconti, Visconti y la decadencia (2019). ¿Qué fue lo que te impulsó a escribir sobre un director tan olvidado?

Tenía un año sabático, una deuda personal pendiente con Visconti, y además soy un hedonista intelectual. Volviendo al olvidado Visconti, tristemente olvidado, me sentí libre de cualquier instrumentalismo. Me aislé con él del mundo, a sabiendas (o en la creencia) de que Visconti ya no interesaba a nadie o a casi nadie, pero sí mucho a mí mismo. Creo que si en el libro hay calidad, ésta se debe en gran medida a esa libertad con la que lo escribí, a la pura pasión que me ha despertado siempre el universo viscontiano, con todo su barroquismo decadentista y su profundidad filosófica, con ese gusto por el detalle estético y las grandes preguntas que se hace: la modernidad, el amor, el erotismo, la belleza, la seducción, el mal, la soledad, la muerte… Disfruté mucho con Visconti y también escribiendo el libro. He escrito unos cuantos libros, pero posiblemente este es al que más cariño tengo.

¿Cómo caracterizarías la mirada de Visconti? ¿En qué sentido puede considerarse aristocrática?

Bueno. El era un aristócrata, autoconsciente y sin complejos. Nada más y nada menos que un Visconti, nobleza antigua donde las haya, con orígenes en la Lombardía medieval. Luchino Visconti estaba emparentado con los duques de Milán. Su familia tiene a sus espaldas siglos de cultura aristocrática. Y su mirada es la del príncipe de Salina en El gatopardo. Como Fabrizio, Visconti ve el mundo moderno con distancia moral y cierto desprecio estético.  Lo entiende, pero no comulga con el utilitarismo materialista de la burguesía y del mundo moderno. Busca y degusta la belleza, y en todo caso, la verdad de la ciencia. No está hecho para la lucha por la supervivencia, para la racionalidad acumulativa, para la búsqueda obsesiva del beneficio. Su riqueza es heredada, no tiene que crearla mediante el trabajo. Pero, de alguna forma, Visconti asume el momento hegeliano del esclavo frente al amo, del trabajo frente al ocio. Sin embargo, el concepto viscontiano de trabajo es el del artista, el trabajo creativo, el que está alimentado por la pasión por la belleza o por el conocimiento. Su concepción del trabajo es también aristocrática, es trabajo libre. El Aschenbach de Muerte en Venecia está también cortado por ese patrón. Y el propio protagonista de Ludwig II, en otro plano, también está subyugado por la belleza. Es como si para Visconti, el infierno fuera la fealdad. Y hay también algo —o mucho— de platonismo en su cine, su nostalgia por un mundo en el que el bien y lo bello fueran de la mano. Ese infierno se consuma en el nazismo; por eso termino el libro analizando La caída de los dioses. Un mundo sin ideales, hundido en el nihilismo y la pura voluntad de poder.

La primera película de Visconti que comentas en el libro es El Gatopardo (1963), basada en la novela homónima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa publicada cinco años antes. Desde entonces se ha venido popularizando el término “gatopardismo” para referirse a determinada actitud de las élites ante los cambios políticos. ¿Qué dirías que es el gatopardismo? ¿Tiene que ver con el concepto de “revolución pasiva” de Antonio Gramsci?

Yo creo que el concepto de gatopardismo es más amplio que el de revolución pasiva de Gramsci. El gatopardismo describe más bien el proceso paretiano de la circulación de las élites, incluso en momentos de cambio rápido, como en las revoluciones burguesas. Hay continuidades en el cambio, y una estructura de poder que permanece. Cuando Gramsci analiza el Risorgimento ve un doble proceso de asimilación de una burguesía débil del sur al Partido Moderado piamontés, con lo cual se pierde la oportunidad de llevar la revolución burguesa en Italia hasta el momento jacobino que incorpora a las clases campesinas a la revolución con todo un programa de reforma agraria. Esto no se da en Italia, y la revolución —pasiva— queda truncada, a mitad de camino, y la nueva Italia queda rota ab initio entre un norte rico que hará propiamente la transformación capitalista de la producción, y un sur pobre que a duras penas alcanza la modernidad.

Fotograma de la película El gatopardo (1963)

Al final de la película, protagonista, el Príncipe de Salina, desaparece, cediendo su lugar a la burguesía en ascenso. ¿Qué supone la desaparición de esta clase aristocrática?

La modernidad; la modernidad burguesa, con todo su materialismo utilitarista, con su mirada mezquina que ve el precio más que el valor de las cosas, obsesionada por el beneficio, potencialmente corrupta, siempre codiciosa. En El gatopardo, esa codicia inunda los ojos de Don Calogero, encarnado por el genial Paolo Stoppa. El mundo del príncipe es un mundo de leones y gatopardos. El moderno será dominado por hienas y chacales. Pero esa modernidad burguesa es también liberadora, plebeyamente liberadora, como la Angelica que encarna una espectacular Claudia Cardinale, capaz de seducir simplemente con su sensualidad carnal, su libertad corporal y su raíz popular.

¿Qué hay de valioso en la actitud del Príncipe de Salina?

Lucidez decadentista. Ausencia total de autoengaño. Nobleza en la retirada. Comprensión profunda de un proceso histórico en marcha y de las terribles inercias del pasado, que tanto pesan sobre el antiguo Reino de las dos Sicilias. Hay altura de miras y elegancia. Y para mí lo mejor de todo: Fabrizio acepta como un destino la modernidad, sin sentir nostalgia de su propio mundo, un mundo capaz de saborear la belleza, de fabricar una clase aristocráticamente “posmaterialista”, pero construido sobre el servilismo y la miseria de las masas campesinas. A Visconti no se le escapa el privilegio que fundamenta el ocio y el esteticismo de su propia clase. Y en El gatopardo hay imágenes del Visconti más verista y socialmente más comprometido.

La segunda película es Muerte en Venecia (1971), basada en la novela de Thomas Mann. En el libro dices que Visconti opera en la película un desplazamiento desde el planteamiento estético de Schopenhauer (al que Mann se habría adherido en su novela) al de Nietzsche. ¿Cómo se da este giro?

Sí. Visconti busca a Nietzsche en Muerte en Venecia, una película que se inspira fundamentalmente en Schopenhauer. Y lo busca a través de la música, encontrando en ella la puerta de acceso a la dimensión dionisíaca de la vida. En Schopenhauer la música —y el arte— es también muy importante, pero cumple una función distinta. Permite la autotrascendencia del yo en un todo primigenio indistinguible de la nada, un magma originario en el que todavía no han nacido las voluntades particulares. La música nos permite huir de la vida, escapar a la rueda incansable de dolor e instasifacción ligados al deseo y a la voluntad. En Nietzsche, muy al contrario, la música nos permite afirmarnos en la vida, asumir nuestro destino por trágico que sea, y sentir algo inalcanzable para Shopenhauer, la alegría trágica de la vida. La música nos permite bailar con pies ligeros, aceptar el destino propio con una sonrisa en los labios. Y tiene una indudable dimensión orgiástica. Sin embargo, a mi entender, Visconti —y el propio Mann— busca a Nietzsche pero no acaba de alcanzarlo del todo. Como digo en el libro, es como si lo encontraran a través de Freud. Por eso la voluptuosidad del cuerpo sigue escondiéndose en el burdel o sublimándose en sueños salvajes de dolor y placer. En Nietzsche el erotismo es limpio, hay toda una afirmación de la sensualidad del cuerpo sin rastro de puritanismo. Su erotismo es de impronta griega, no cristiana. De ahí la importancia que tiene Platón —el Fedro de Platón— en nuestra reflexión sobre la Muerte en Venecia.

¿Qué implicaciones tiene esta distancia entre Schopenhauer y Nietzsche en relación con el amor y la belleza?

Todas. Eros busca lo bello, y hace que nos enamoremos de lo bello. Y que lo bello insufle energía creativa a nuestra alma. Como dice Diotima en El banquete de Platón, queremos engendrar en lo bello, ya sea biológicamente —creando vida— ya sea artísticamente —creando belleza. El impulso creador, cuando se acerca a lo feo, a lo ceñudo y afligido, “se aparta, se encoge y lo soporta penosamente” (Diotima). Tadzio inspira al profesor Aschenbach en la novela las páginas más sublimes. Eros libera nuestra fuerza creativa. Nos acerca a los dioses. Nos hace felices.

En El Gatopardo (1963) y en Muerte en Venecia (1971) tanto el Príncipe de Salina como el profesor Aschenbach acaban retirándose de la vida. ¿En qué sentido se diferencian sus maneras de hacerlo?

Esto es complicado de resumir. La dignidad con la que Fabrizio se retira de la vida no está al alcance del profesor Aschenbach en Muerte en Venecia. Fabrizio era un gatopardo, un león, en una sociedad en la que su clase era la sal de la tierra. Gozó de la vida liberando sin restricciones, sin problemas para satisfacer las exigencias de la carne en los bajos fondos de Palermo, con la aquiescencia del guardián del orden moral, la misma Iglesia, encarnada en el padre Pirrone. Fabrizio es clase dominante en un orden aristocrático. Su vida ha sido una vida completa, y acepta su ocaso como consumación, desde la plenitud. En el caso de Aschenbach nos enfrentamos a un cuadro bien distinto, al de la burguesía de la cultura que ha hecho de la ética del trabajo —por creativo que sea— la esencia de su vida: la disciplina, la negación del ocio, la fidelidad artesanal, el rigorismo moral. Cuando se topa con Eros, cuando se enamora y se deja llevar por la aventura erótica, el suelo sobre el que había edificado una vida de orden y de éxito se desmorona. Entra en el caos, como la propia sociedad burguesa de la Belle époque entrará en la Primera Guerra Mundial. Todo ello tiene una dimensión estética, a saber: lo grotesco. Lo grotesco aparece en la novela de Mann, y en la película de Visconti, como categoría estética con una dimensión moral. Aschenbach descubre la pasión de la vida —una vida de la que había huido y que había sublimado en el arte—, pero se pierde en ella. Pierde su dignidad e intentando recuperar la juventud mediante afeites y pintalabios terminará convirtiéndose en un personaje grotesco. No obstante, lo salva su propia fidelidad a la belleza, y al menos muere contemplando a su querido Tadzio. Y creo que tanto Fabrizio como Aschenbach se encontraron en el mundo platónico de las Ideas, de lo que verdaderamente es, cuando sus corazones dejaron de latir. En cierto modo, son almas afines.

Ves en el concepto de “alma bella” de Hegel una clave interpretativa de la película de Ludwig II (1972) sobre el excéntrico rey Luis II de Baviera. ¿Podríamos explicárnoslo?

Desarrollar nuestra subjetividad implica trabajo, el trabajo de la interacción con el mundo, y asumir también el trabajo —como dice Hegel— de la negación. Porque el mundo nos dice “no” muchas veces, nos contradice, y frustra nuestros deseos. Pero entrar en ese juego de las contradicciones nos permite avanzar hacia estados superiores de conciencia individual, hacia nuevas síntesis por las que maduramos. Si el mundo no nos obligara a ese crecimiento y maduración, nos quedaríamos en un estado infantil y pasivo de conciencia caracterizado por la satisfacción del deseo. Seríamos como niños a los que los algodones y los cuidados no les dejan hacerse hombres. El alma bella es como un alma infantil, llena de buenas intenciones, que no acepta la confrontación con el mundo, meterse en harina, mancharse las manos. Ludwig es un ejemplo de alma bella, a mi entender. Su desgracia es que tiene recursos para huir del mundo —escapando a la negación— y refugiarse en los sueños. Es muy triste su destino. Es una película muy triste. Porque, como predice Hegel, termina siendo conciencia desventurada, y cumpliendo en carne y hueso el destino del alma bella. Porque no soporta el ser, porque renuncia a luchar aceptando la negación de la realidad. Al final, del mismo modo que él niega el mundo, el mundo lo niega a él. No lo reconoce. Y sin reconocimiento externo —el de otra autoconciencia— es imposible el autorreconocimiento y la reconciliación con nuestros congéneres, nuestros conciudadanos. Se aísla y muere en una tristísima soledad llena de irrealidad.

¿A dónde puede llevarnos la autoenajenación del presente?

A la inacción, al aislamiento. También al cinismo.

La caída de los dioses (1969) representa la mórbida decadencia moral y política de una familia de la burguesía siderúrgica alemana durante los primeros años del nazismo. Siguiendo tu reflexión sobre ella, ¿en qué sentido podemos decir que el Estado nazi fue un Estado? ¿Lo fue siquiera?

Fue Estado total, por utilizar el término de Carl Schmitt, y además cualitativo. Que no fuera un Estado racionalizado y eficiente, sino más bien caótico, es otra cosa. Lo peor es que fue un Estado criminal anclado en el más absoluto nihilismo, sin ideales morales. Tenía un carácter demoníaco, como el Behemoth. Por ahí podría considerarse un “no-Estado”, pero solo en la contraposición con el Leviatán, que garantiza un orden. El carácter demoníaco y nihilista del nazismo queda muy bien reflejado en la extraordinaria película de Visconti: la descarnada voluntad de poder, la ruptura radical con la tradición humanista. Y todo ello en los primeros años del régimen en el 1933 y el 1934, mucho antes de la guerra y del Holocausto.

Para finalizar, ¿podrías decirnos cuáles son tus cinco películas favoritas?

Es una pregunta muy difícil. Pero voy a arriesgar una respuesta. Dejando de lado El padrino (1972), que es más que una película y es cine total, banda sonora incluida, en el que se dan cita todas las ciencias sociales, desde la psicología y la sociología hasta la economía política, en la que se enredan todas las emociones, con ese formato traído directamente de la tragedia griega, con la hybris como motor y una ausencia prácticamente total de romanticismo. Coppola vuelca en El padrino todos los secretos de las artes escénicas, toda su maestría. Yo no me canso de verla, aunque me la sé de memoria. Aparte de esta obra de arte, veamos. Entre mis cinco películas preferidas están desde luego Casablanca (1942),de Michael Curtiz,  y Gilda (1946),de Charles Vidor. Está también Tiempos modernos (1936), de Chaplin,  y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), del gran Ford, o Los sobornados (1953), de Fritz Lang. O El sueño eterno (1946), de Hawks, que ya sería la sexta. Pero podría cambiar cualquiera de ellas por Senderos de gloria (1957), de Kubrik, o por  8½ (1963) de Fellini (la vanguardia eterna), o Balas sobre Broadway (1994), posiblemente mi preferida de Woody Allen, o El gatopardo, de Visconti, o Teléfono rojo (1964), de Wilder, o Horizontes de grandeza (1958) de Wyler, o El puente sobre el río Kwai (1957), de Lean, o La edad de la inocencia (1993) de Scorsese, o Drácula (1992) de Coppola, o Doce hombres sin piedad (1957), de Lumet. Y me dejo muchas que también podría intercambiar.

Pero todas estas películas son demasiado conocidas. Dejadme que recomiende tres menos conocidas pero deliciosas. Una es Mafioso, de Alberto Lattuada, con el gran Alberto Sordi y una Norma Bengell en flor. La han traducido como El poder de la Mafia (1962).  Otra es Una giornata particolare (1977), de Ettore Scola. Esta es una película especial, una muy profunda crítica del fascismo y un canto a la ternura y la libertad como pocas veces he visto en el cine. La escena entre un Mastroianni en el papel de homosexual socialmente condenado y una Sofia Loren, ama de casa  desgastada por la rutina y la desvalorización, es una de las escenas eróticas más potentes de la historia del cine. Para mí, Sofia Loren es la actriz más bella del séptimo arte, y aquí el concepto de belleza  incluye muchas cosas, sensualidad incontenible, feminidad eterna, gracia mediterránea, picardía napolitana, promesa de placer y hasta perplejidad ante semejante creación de la naturaleza. Y además era una grandísima actriz. La última película que quiero recomendar es Breve encuentro (1945) de David Lean. Es una historia de amor tan sutil, tan dolorosa y tan verdadera…