Warner Bros, 2019
Por Javier Zamora García
Muchos de nosotros hemos crecido acompañados por historias de superhéroes. Batman representaba una de las más envolventes. La atmósfera oscura de Gotham, la textura más mortal que sobrenatural de Bruce Wayne, el carisma de sus villanos… Era fácil desear encarnarse en aquellas tramas en las que un multimillonario sexy se disfrazaba de tipo duro e incorruptible. Lo difícil, en esas circunstancias, era evitar el destello de la señal de Batman y observar lo que quedaba fuera de plano. Escapar de la narrativa épica que ocultaba un enfoque policial, puramente punitivo, sobre el problema del crimen.
Joker, de Todd Philips, realiza esa tarea con una importante precisión. Su retrato del Joker despliega una mirada que define un nuevo marco interpretativo: la desigualdad y sus consecuencias. La oscuridad de los bajos fondos concreta sus formas. La ciudad de Gotham es privatizaciones, pobreza, segregación, medicalización, individualismo… Y con esos trazos, el tradicional color noir de Gotham adquiere un tono hiperrealista. Gotham es cualquier persona sonriendo en un trabajo de mierda que nadie se cree. Es un autobús desconchado que arrastra bostezos desde la periferia hasta un centro inexpugnable. Es un hospital público donde languidecer. Es una escalera junto a tu casa que escalas diariamente con la única ayuda de una bolsa de medicamentos. Es estar tan acostumbrado a la inseguridad que cualquier encuentro con el otro resulta amenazante. Es aquel familiar tuyo que deposita su esperanza en un político que comparte clase – y quizá más que eso – con aquellos que han causado su situación. Y en medio de todo aquello, el sonido del mantra: “si quieres, puedes”; “depende de ti”; “si te esfuerzas, lo conseguirás”; “pase lo que pase, piensa en positivo”. Por eso, desde la melodía de Gotham resuenan ecos de nuestro mundo. Desde el There is no alternative de Margaret Thatcher a los discursos de Mr. Wonderful, la autoayuda, el coaching ontológico y demás irritaciones de la piel.
Por eso no es sorprendente que el personaje del Joker tenga momentos de profunda cordura. Don’t forget to smile, reescribe Arthur Fleck cuando es despedido. Don’t smile como quien se baja del vagón antes de que se estrelle contra un muro. Y es que la enfermedad mental aparece en el filme de Philips desvestida de connotaciones moralizantes, de discursos que actúan como prácticas divisorias entre sanos y anormales. ¿De dónde viene de la locura? ¿Dónde se ubica? Si una plaga de superratas azota Gotham como consecuencia de una huelga, lo que necesitamos son supergatos. No inversiones en la salud pública de los barrios o una mesa de negociación sindical[1]. Supergatos. Don’t smile, reescribe Joker, parando la función. Y por momentos, esa parece la respuesta más racional ante una situación que parece una burla hacia quienes sufren
Sin lugar a dudas, el gesto de Arthur Fleck resignifica la carga emocional del Why so serious? de Heath Ledger en The Dark Knight[2]. No hay maldad en Arthur, no hay arquetipos (el caos por el caos): hay daño social. Las agresiones de un padrastro, la indigencia de una madre, la indiferencia de una trabajadora social, la mezquindad de un compañero de trabajo, la indefensión ante abusos y palizas, la manipulación de un periodista… Y ante todo, un profundo sentimiento de invisibilidad. Así, ese daño social se nos aparece como capaz de quebrar a un hombre que presta cuidados en un mundo que le agrede y le ignora. Por ello, si existe una diferencia entre Arthur Fleck y el resto es su mayor intimidad con la violencia. Una violencia con la que Arthur aprende a relacionarse con la vida. Y que, sobrepasado un cierto límite, actúa como gramática con la que da sentido a un mundo inhabitable.
La locura de Arthur se activa en ese momento como una alarma moral. ¿Qué me diferencia a mí del Joker? Su risa compulsiva, sus alucinaciones, su cuerpo monstruoso. Un empujón a tiempo fuera de una butaca que empezaba a agobiar con tanta empatía. Y solo desde esa distancia pueden aparecer con mayor nitidez los silencios del director. ¿Dónde están en Gotham los defensores de la justicia social? ¿Acaso no hay políticos diferentes a Thomas Wayne? ¿Acaso todos los periodistas, todo el humor, es como el despreciable Murray Franklin (Robert de Niro)? Y si no fuese así, ¿habría alguna diferencia? ¿O la única salida de ese mundo se encuentra en el nihilismo violento de la revuelta[3]?
Como todas esas preguntas se desprenden de silencios, no tienen respuesta en el propio metraje. Quizás por eso, Arthur se hunde sin remedio en su particular monólogo. No obstante, es inevitable que esas dudas afloren en el espectador y se arrastren, rumiadas, hacia aquellas situaciones que la película acaba de evocar. Es en esa comparativa cuando la cinta de Todd Philips cumple su última función: alertarnos ante la posibilidad de que ése sea el final para nuestro propio relato. ¿Qué me diferencia a mí del Joker? La pregunta regresa como consuelo psicológico. ¿Cómo evitar al Joker? probablemente resulte una formulación más adecuada.
Referencias
[1] https://www.nytimes.com/1981/12/18/nyregion/17-day-strike-ends-against-companies-collecting-trash.html
[2] https://www.youtube.com/watch?v=F_5dP_83O7o
[3] https://en.wikipedia.org/wiki/2011_England_riots