Por Diego Santamaría Guillén (@DiegoFechten99)

A estas alturas de la partida, no creo que sea necesario otro artículo urgiendo a la izquierda a tomarse en serio la batalla cultural. Naturalmente, no estoy diciendo con esto que debamos enterrar a Gramsci y sus postulados sobre hegemonía, pero sí que, en un momento en el que hasta los cayetanos seguidores del programa de Federico Jiménez Losantos se comienzan a familiarizar con el concepto, quizá debiéramos de centrarnos en modos concretos de amplificar el discurso progresista. Y lo cierto es que ya hay gente que lo está haciendo, aunque algunos con más tino que otros, cabe decir. Dos ejemplos de «intelectuales» —en el sentido gramsciano— que ya están en ello son: Pablo Iglesias, que conduce el pódcast La Base y participa en programas como Hora 25 en la Cadena SER, y Fernando León de Aranoa, recientemente galardonado con multitud de premios Goya por su última película El buen patrón.

A mi modo de ver, cada uno de ellos lleva a cabo distintas estrategias en su empeño por influir en la opinión pública: mientras que el bueno de Pablo se empeña en desgranar con contumacia los entresijos de la actualidad política «para que todo el mundo lo entienda», Fernando León prueba de una manera más indirecta, uniendo el mensaje social a la emoción estética. En su última película, el director madrileño nos presenta las grotescas peripecias en las que se ve inmerso el propietario de una empresa a través de un desfile de imágenes tragicómicas. Ante tal despliegue de fantochadas uno se encuentra relajado por la risa, hasta que en el momento oportuno sucede la tragedia inevitable que nos pilla en bragas. Claramente, la intención del director es que los espectadores, afectados por el distanciamiento producido a partir de dicho lapso narrativo, salgan del cine dándole vueltas al asunto y tratando de sacar conclusiones al respecto.

En la famosa disputa entre Georg Lukács y Bertolt Brecht de 1937 sobre el realismo y el expresionismo en la literatura, podemos encontrar algo de estas dos posiciones intelectuales. Mientras que Lukács defendía la obra de arte como representación de la realidad desde el punto de vista marxista, Brecht se inclinaba por hacer pasar la realidad por el tamiz de la composición artística en aras de amplificar el efecto estético y su significación revolucionaria. Estando los dos convencidos del arte como mediador entre el individuo y la sociedad, así como de la importancia de intervenir en la cultura para instar a la revolución, Brecht prefería los procedimientos innovadores del arte de vanguardia a la turra del realismo democrático burgués que Lukács propugnaba. A mi juicio, existe un hilo conductor entre la posición de Lukács —y de algunos escritores realistas progresistas como Galdós, Ibsen o Zola— y la de Pablo Iglesias, que no es otro sino el de considerar que hay que trasladar una imagen fidedigna de la realidad mostrenca a los subalternos para generar una conciencia revolucionaria. Por otro lado, creo que lo que une a Brecht y a Fernando León es la idea de que, mucho mejor que representar la penosa realidad tal cual es, resulta más efectivo tomar un camino indirecto a través de la estética y explorar desde ahí el verdadero ritmo o significación de lo que se está hablando para movilizar los afectos de los receptores. De esta forma, alejándose de la moralina propia de tu sardónica prima progre cuando le lee a tu tío el facha el último tuit de Protestona o de Monedero, el emisor conseguiría establecer un vínculo más estrecho y horizontal con la sensibilidad de su público.

En este artículo vengo a reivindicar a Ramón María del Valle-Inclán como un intelectual adscrito a la postura intelectual de Brecht. Lejos de ser un novecentista desencantado o un modernista en su torre de marfil, Valle fue, sobre todo a partir de 1920, un intelectual que tomó partido en política y que trató con sus obras de denunciar la realidad social de la España en la que vivía. Francisco Umbral y Antonio Espejo denuncian cómo durante el franquismo se trató de «desactivar» la figura del escritor gallego tachándolo de esteticista e ignorando su conversión ideológica que le llevó de un «carlismo por estética» al republicanismo antifascista de sus últimos años. Trataré, primero, de dar contexto histórico a su figura, para después analizar su propuesta de intervención política a través de la cultura en los esperpentos y otras obras posteriores a 1920.

El VIRAJE IDEOLÓGICO que tus PROFESORES DE LENGUA votantes de C’s NO quieren que sepas

Muy probablemente no os descubriría nada nuevo si os dijera que Valle-Inclán fue carlista. Y quien no lo supiese, seguramente, no estará sorprendido a juzgar por los derroteros políticos que siguieron sus compañeros regeneracionistas del 98 —tal es el ejemplo de los «escépticos radicales» Baroja y Unamuno o del nacionalista de extrema derecha Maeztu. Sin embargo, la historia del pensamiento político de Valle es mucho más intrincada de lo que algunos libros de lengua y literatura de segundo de bachillerato dan a entender, por lo que creo que habría que hacer ciertas matizaciones para ser justos con él.

Valle-Inclán nace en 1866 en Villanueva de Arousa, donde vivirá de niño los últimos estertores de la Tercera Guerra Carlista. Estudiará bachillerato en Pontevedra, donde tomará contacto con el ambiente de la Renaixenxa gallega de mano de Jesús Muruáis, y estudiará derecho con poco éxito en Santiago hasta que en 1890 muere su padre y se traslada a Madrid. Es entonces cuando comienza a escribir artículos para El Globo o El Universal, en los cuales comienza ya a mostrarse como un opositor al régimen de la Restauración al celebrar, por ejemplo, la elección del «ilustre republicano» Nicolás Salmerón como diputado a las Cortes en 1892, o al elogiar al «apóstol del socialismo español» Pablo Iglesias Posse. A lo largo de los siguientes años se irá ganando un nombre en Madrid por su continua presencia en las tertulias de los cafés y por sus extravagancias, que bien le valdrán una miríada de anécdotas que no han hecho sino opacar su legado a ojos de la posteridad.

En 1905 publica su Sonata de Invierno. Una novela modernista imbuida de la doctrina social cristiana y de una concepción extremadamente belicista de la existencia. Un Valle militarista y carlista habla por boca de su Marqués de Bradomín para declararle la guerra a los venales parlamentarios de la Restauración borbónica. Escribirá, también, la trilogía Las guerras carlistas, una wagneriana composición militante de romanticismo kitsch, aunque de indudable calidad literaria. Sin embargo, como dice el crítico Juan Antonio Hormigón, ya en estas novelas se distingue de los carlistas neocatólicos y teocráticos. Lejos de esa corriente dentro de sus propias filas, recomienda el «fusilamiento» del sector «ultramontano» y de los «curas facciosos» que pretendían devolver los privilegios a la aristocracia y restaurar la Inquisición. Y es que, si en algo coinciden estudiosos de su vida como Obdulia Guerrero, Paco Umbral o Antonio Espejo, es en que Valle siempre se colocó del lado de la libertad del pueblo y en contra de la corrupción de las oligarquías. Es por esto que siempre fue más de Cabrera —general carlista que había incorporado de la sociedad británica el respeto a la libertad individual, el rechazo a la teocracia, al absolutismo y a la Inquisición— que de Vázquez de Mella. La imposición dentro del carlismo de esta última postura, la muerte de su hijo Joaquín en 1914, su experiencia como periodista corresponsal en la Primera Guerra Mundial, la ruptura del bloque histórico de la Restauración en 1917 y la Revolución bolchevique sumen a nuestro amigo en una crisis ideológica que le llevará a un viraje franco hacia el republicanismo y a la izquierda.

Estas circunstancias le llevaron a abandonar su modernismo dandi inicial para tomar posturas comprometidas con la realidad social que le circundaba. Es entonces cuando inicia su viraje hacia el esperpento con obras como Farsa y licencia de la Reina Castiza —en la que criticaba todo el reinado de Isabel II y su corte de espadones— Luces de Bohemia o Tirano Banderas —en la que critica ferozmente las dictaduras e inaugura, según especialistas, el subgénero literario de las «novelas de dictador». Además, participará en el proyecto del socialista Núñez de Arenas del Teatro de la Escuela Nueva, cuyo objetivo era la socialización de la cultura y la formación humanística de los trabajadores. Don Ramón, que ya era un bolchevique admirador de Lenin, se opone a la dictadura de Primo de Rivera partir de 1924, hasta el punto de que participará en numerosas manifestaciones estudiantiles y será internado en la cárcel Modelo de Madrid por su continua actividad agitadora. Reeditará durante este período, además, su tríptico esperpéntico de Martes de Carnaval, concebido como manifiesto «en contra de las dictaduras y del militarismo»; así como participará en la creación de Alianza Republicana en 1927.

Con la llegada de la II República, Don Ramón se vuelca en la defensa de la «revolución española» que había echado a Alfonso XIII «por ladrón». Primero se presentará diputado por el Partido Radical Republicano sin resultar elegido, cosa que por otro lado era de esperar porque se había negado a hacer campaña. Su admirado colega Manuel Azaña le nombrará Conservador General del Patrimonio Artístico Nacional, cargo del que dimitirá al observar que sus numerosas iniciativas renovadoras eran desoídas por el nuevo Ministro de Instrucción Pública. Es, asimismo, nombrado Director de la Academia de Bellas Artes de Roma en 1933, a donde tendrá que desplazarse para realizar su nueva profesión. Tras un brevísimo idilio con la figura de Benito Mussolini, ya en 1934 lo tildará de «botarate que caerá muy pronto» y dirá de su gobierno que «se siguen viendo los mismos tontos bien vestidos y se siguen escuchando las mismas tonterías bien presentadas». Vuelve a España de manera definitiva en 1934 con el furor de la revuelta minera en Asturias. Nuestro buen Don Ramón fue uno de los intelectuales españoles que más se movilizaron en defensa de los trabajadores, presidiendo la Agrupación de Abogados de los Defensores de los Encartados por los Sucesos de Octubre, el Comité Contra la Pena de Muerte y participando en la oposición a la Ley de Vagos y Maleantes avalada por su odiado Alejandro Lerroux. Don Ramón temía que las reformas no llevadas a cabo durante el primer bienio, que él consideraba muy laxas al no incluir entre ellas «suprimir las herencias» y «la nacionalización de los bancos, la tierra, la industria y las minas», pudiesen acabar con la República. Asimismo, su aversión por el gobierno del «bienio negro» le llevó a presidir la Asociación de Amigos de la Unión Soviética como salida al paso de la propaganda gubernamental contra el comunismo. Ya en 1935, su firma será la única española en el manifiesto del Comité Internacional de Iniciativa para un Congreso Contra la Guerra, que figurará junto con la de personalidades de la talla de Albert Einstein o John Dos Passos; y su nombré aparecerá en el presídium del I Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura junto con el de otros escritores antifascistas como Máximo Gorki o Thomas Mann.

Desgraciadamente, Valle no podrá asistir a dicho congreso al encontrarse encamado por un cáncer de vejiga que acabará con su vida. Unos meses antes de fallecer le confiaba a Manuel Azaña la tarea de mantener las conquistas de la «revolución española» y abrir una nueva «gran página histórica» cuando volviese a gobernar. Don Ramón se nos iba en enero de 1936, antes de vivir el triunfo del Frente Popular que tanto esperaba y la posterior guerra civil. No pudo completar antes de morir la que él pensaba que iba a ser su obra definitiva, El ruedo ibérico. Se trata de una revisión en clave esperpéntica del siglo XIX español de la que solo pudo completar una tercera parte; una epopeya nacional-popular de la que solo salieron bien parados algunos republicanos, anarquistas como Fermín Salvoechea y, como siempre en sus obras, el engañado pueblo español.

Valle tuvo una mentalidad más del siglo XIX que del XX. Siempre se dejó seducir más por la idea de los grandes hombres que educan y conducen al pueblo hacia la emancipación que por el materialismo histórico. Es por ello que admiró a individualidades como Lenin, Pablo Iglesias Posse, momentáneamente Mussolini o a Manuel Azaña, al que consideró un verdadero «caudillo de la historia» que le devolvería al pueblo español la fe para hacer historia. Sin embargo, no por ello podemos calificarlo, como bien se esforzaron en hacerlo sus estudiosos franquistas, como un modernista alejado de la realidad social o como un intelectual de derechas. Finalizó sus días pensando que la República debía, ante todo, asegurar la libertad de los ciudadanos españoles en la determinación de sus vidas, para lo cual la justicia social, el combate a la oligarquía e, incluso, la confederación ibérica, habrían de ser los pilares fundamentales que sostuviesen el nuevo régimen. Muy al contrario, Valle se encuentra entre los intelectuales más comprometidos de su generación y uno de los «hombres más valiosos» de la «España progresista», «no sólo por lo que significa en las letras, sino también por su rectitud y su espíritu justiciero». Santos Martínez Saura dixit.

La estética de la revolución

Valle comienza el primer acto de Los cuernos de Don Friolera con una conversación entre dos intelectuales bohemios que conversan en torno al sentido del arte. En este breve prólogo, Don Estrafalario y Don Manolito urgen a la creación de un teatro de marionetas inspirándose en el vibrante arte popular. Su misión sería la de superar el teatro burgués español de raigambre calderoniana en el que el código del honor juega un papel fundamental. Discurren, desechando la comedia ligera de Benavente o Echegaray, que de lo que se trata es de aprovechar la violencia estética del arte popular sin caer en el populacherismo de las coplas de toreros y flamencas. Así, en el epílogo de la obra observamos que nuestros camaradas han ido a dar con sus huesos en el calabozo, por anarquistas y agitadores. No en vano, Los cuernos de Don Friolera, a pesar de que superficialmente parece una versión esperpéntica del Otelo de Shakespeare, es en realidad una sátira política que ironiza sobre la estructura corporativa del ejército en España y su moral caciquista y caduca. Estrafalario y Manolito observan a un ciego declamar un romance que trata de heroificar la figura del coronel don Friolera, que en la obra trata de asesinar a su mujer infiel empujado por su viril honra, lamentándose del «vil contagio» que supone la literatura convencional para el pueblo. Así, concluirán que ante esta «literatura jactanciosa como si hubiese pasado bajo los bigotes del Káiser» solo un teatro de muñecos podrá regenerar la cultura española.

Valle-Inclán llevó a cabo una larga lucha contra el teatro mainstream de su época. La insuficiente infraestructura económica en la profesión impedía una renovación teatral que ya se estaba comenzando a hacer en Europa merced a las vanguardias, pero que en España condenaba a los dramaturgos al efectismo y al convencionalismo burgués para poder estrenar. Su buen amigo Jacinto Benavente era bien consciente de ello y, aunque admiraba el talento exorbitante de su colega, nunca se atrevió a salirse demasiado de los cánones de la comedia ligera tan en boga por entonces. Y esto no sólo por miedo al rechazo del público, sino porque entonces la única manera de representar era ganándose la confianza de productores e intermediarios con una obra que tuviese posibilidades de recuperar su inversión. Valle, por su parte, creó una compañía propia en 1927 llamada El cántaro roto y se lanzó a la aventura de la representación de un teatro que funcionase como instrumento de cultura y no como un transmisor de casticismo rancio. Se trataría de un experimento fuera de las formas de producción del teatro industrial y dirigido al gran público. Como os podréis imaginar, a pesar del apoyo de su inestimable Cipriano Rivas-Cherif, la aventura fracasó estrepitosamente.

Alejado ya de la dirección teatral y dedicándose solo a escribir, siempre recomendó a la República la pronta renovación del teatro como medio de consolidar su implantación. «¡En el teatro tiene que hacerlo todo la República! Calderón, Lope y Tirso, nuestros clásicos, respondieron a las necesidades de una época y un Estado, época católica y Estado monárquico». En varias ocasiones el genio gallego advirtió de que el teatro del honor, a pesar de la influencia que ejerció en él, no era sino un elemento súper-estructural de una España que debía ser superada con la revolución. Era preciso problematizar el modo en el que los españoles nos pensábamos y concebíamos nuestra historia y cultura. Había que alejarse del drama del héroe individual que totaliza toda la narración y pasar a hacer la historia de los hechos sociales de todo un pueblo inmerso en la historia y arrastrado por sus fuerzas. Es por esto que escribe los esperpentos pensando en la guerra de Cuba y en la dictadura de Primo. Es por ello, también, que decide embarcarse en una revisión del XIX español que no glorifique a los caudillos y a los corruptos. En el arte y la literatura «las imágenes del mundo son adecuaciones al recuerdo donde se nos representan fuera del tiempo, en una visión inmutable». Valle es consciente de que el arte genera relatos que reifican una manera de entender la realidad porque, como dice en La lámpara maravillosa, «las cosas no son como son, sino como las recordamos». Y para asentar dichos relatos hace falta movilizar afectos y generar emoción en los receptores del mensaje. Como dice Juan Ponte: «la fuerza de una verdad no se afinca en la verdad misma, sino en los afectos, que son la energía movilizadora de la vida».

Para acometer esta empresa, nuestro amigo huirá de las fábulas moralizantes burguesas y de los productos infra-culturales condescendientes con las masas del llamado género chico. Muy al contrario, rebuscará en lo mejor de las tradiciones de nuestra literatura para la regeneración de la cultura en clave emancipatoria. De Moratín cogerá el afán de reforma y de ilustración a través de la cultura, mientras que de Quevedo y Cervantes recoge el realismo popular y la manipulación artística del idioma plebeyo con la utilización de jergas y argots marginales. Asimismo, tomará de Shakespeare la estructura abierta de sus dramas en la que los personajes son arrastrados por fuerzas superiores a sí mismos y la estructura narrativa dinámica en cuadros rápidos, pero la tamizará a través de la lógica del guiñol y de los teatros de marionetas de las ferias populares. Esto le servirá para mostrar a sus representados como inmersos en dinámicas sociales que les superan y, de esta forma, negar el psicologismo del héroe burgués que monopoliza la acción. En este sentido, por ejemplo, en La hija del capitán un general termina dando un golpe de Estado merced a la estructura corporativa del ejército español y por sus vínculos con la monarquía y la oligarquía política y eclesiástica del régimen de la Restauración, no por su determinación y omnipotencia heroica. Finalmente, la plástica de sus obras estará basada en el expresionismo y, principalmente, en la estética de lo grotesco de las pinturas negras de Goya y de los cuadros de bufones y enanos de Velázquez.

Todo esto, sumado a las innovaciones escénicas que concibe para sus obras —decorados anti-naturalistas y el uso cambiante de la luz para crear claroscuros y contrastes— da lugar a una suerte de realismo expresionista que, según José María Paz Gago, en algunos aspectos antecede a las grandes tendencias vanguardistas del siglo XX como la del teatro político de Brecht. Su intención era la de tomar el atajo de la emoción estética, a través de la plasticidad y espectacularidad, para hablar la realidad que le circundaba. El prisma de lo grotesco y del contraste sería lo que le provocaría al espectador ese distanciamiento del que habla Brecht, abriendo un espacio para la reflexión provocado por la corrosión de la historia o narrativa oficial. El esperpento metaforiza la historia a través del vericueto expresionista con el objeto de relativizar el discurso dominante y presentarnos una realidad algo excesiva, pero que nos interpela. Como dice Umbral, la técnica del esperpento se basa en el exceso de la metáfora, de forma que, si bien la Isabel II de Valle no es tan históricamente verosímil como la de Galdós, la de aquel se nos hace más real que la de este por cuanto nos la baja al barro y nos permite contemplarla mirándola a los ojos, mostrando más que narrando. Porque para instaurar una nueva verdad hace falta movilizar los afectos del público, toma antes el camino del ritmo que el del signo, el de la música en vez del de la proclama, el del sonido, en fin, antes que el del sentido. El arousano caracterizará, por ejemplo, esta irracionalidad que se esconde en lo más profundo del lenguaje en su obra magna Divinas Palabras— que fascinó, incluso, a Ingmar Bergman hasta tal punto que estrenó su propia versión de la tragicomedia de aldea en 1950— en la que un cura es capaz de detener la lapidación de su barragana con la musicalidad de las palabras latinas: «Qui sine peccato est vestrûm, primus in illam lapidem mitta» («Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra»).

Así pues, la estética de la revolución de Valle se basa en una literatura y en un teatro de masas que combata mediante la sátira los discursos dominantes de la España caciquista. Para ello, se pertrecha de elementos de la tradición literaria popular y evoca la guturalidad del pueblo español en toda su riqueza mediante el entrelazamiento de idiomas, dialectos y jergas nacionales. En una línea muy similar, Brecht, en su defensa de las vanguardias ante Lukács, consideraba que el expresionismo debía devenir popular: «popular significa: comprensible para las grandes masas, adoptando y enriqueciendo su forma de expresión; aceptando su punto de vista, consolidándolo, corrigiéndolo; (…) ligándose a las tradiciones y continuándolas; transmitiendo al sector del pueblo que lucha contra el sector que en este momento tiene el poder».

Valle nos habló y nos sigue hablando mientras nos mira con sus ojos francos de titiritero. Baja la mirada y nos muestra cómo, aunque sea solo durante 90 minutos aproximadamente y proscenio mediante, los poderosos no son siempre tan divinos e infalibles como a priori pudiera parecer. Ha influido y resonado en la obra de artistas de la talla de Federico García Lorca, Luis García-Berlanga o José Gutiérrez-Solana. Mi intención al redactar este artículo no era otra sino, por un lado, reivindicar una figura de la izquierda que el franquismo logró «desactivar» exitosamente y, por otro, arrojar algo de luz sobre este debate que busca determinar la posición de los intelectuales frente a la cultura. Espero, asimismo, que la turra haya sido llevadera y, sobre todo, haber podido transmitir algo de la pasión que siento por la obra literaria del excéntrico autor gallego. Nos vemos en los teatros.

Referencias

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