Por Diego Santamaría Guillén
Construyendo utopías reales (2010) es un libro que se escribió en una época en la que el pesimismo de la inteligencia superaba con creces al optimismo de la voluntad. Poco antes de Occupy Wall Street y del movimiento de los Indignados, la hegemonía neoliberal parecía haber resistido los embates de la crisis económica de 2008. En el ápice del instante que precedió al retorno de lo político, Eric Olin Wright, que dedicó gran parte de su carrera al estudio empírico de las clases sociales y al marxismo analítico, publicó una obra que trató de reconstruir un programa radical y concreto para la izquierda mundial.
Desde un punto de vista pragmático y experimental, el autor desestimó la articulación de teorías abstractas o de afirmaciones mesiánicas sobre el fin del capitalismo. Se centró, en cambio, en la exploración de un campo pleno de alternativas anticapitalistas que deben ser estudiadas científicamente para evaluar su aplicabilidad a corto/medio plazo. Si bien menos vistoso y quizá algo más aburrido, no podemos dejar al albur la cuestión de qué es lo que vamos a hacer cuando lleguemos al poder. Así pues, con este libro, Erik Olin Wright asumió la farragosa tarea de comenzar a esbozar rutas concretas para el acometimiento de la cuestión.
Las utopías reales: ¿dónde, qué y cómo?
La estructura del libro se compone de, en primer lugar, un análisis de la situación en que nos encontramos y de las razones por las que necesitamos un cambio radical, después, una presentación de las alternativas no capitalistas viables que ha estudiado y, por último, un esbozo de las estrategias que permitan ponerlas en práctica. Este enfoque analítico y práctico le lleva a dividir el libro en tres secciones generales: Crítica, Alternativas y Transformación.
En cuanto a la primera sección, Olin Wright despliega su repertorio de herramientas analíticas marxistas para construir una crítica matizada de los diferentes aspectos negativos del modo de producción capitalista. Habiendo depurado la crítica marxista a la economía política de sus elementos teleológicos y “obsoletos”, el autor consigue dar una idea simplificada pero convincente de las ineficiencias del capitalismo. Su crítica, dividida en once puntos clave, desde la ineficacia del sistema productivo hasta su impacto antropológico negativo, es a la vez académicamente rigurosa y, en general, accesible a todo tipo de lectores, incluso para los que no están familiarizados con la jerga marxista. El mantenimiento de desigualdades injustas, el socavamiento de las libertades y la autonomía de la gente o su impacto medioambiental negativo son sólo algunas de las razones que el autor estadounidense aduce para justificar la necesidad de superación del sistema económico actual.
Muy atractiva es, también, su concepción humanista e ilustrada del socialismo, profundamente preocupada por el igualitarismo, la autonomía y el control democrático sobre los ámbitos político y económico en las comunidades humanas. Muy lejos del “centralismo democrático” soviético, este libro apuntala una visión del socialismo vinculada a la mostrada por Marx en La guerra civil en Francia (1870) —en la que se defiende una concepción republicana de la dictadura del proletariado, cuyo centro de gravedad es la relación de fideicomiso entre representantes y el pueblo — o en los manuscritos económicos y filosóficos (1844) —en los que se concibe el comunismo como el estadio en el que el ser humano se reconcilia con su “esencia genérica” y desarrolla todas sus potencialidades individuales en común—. Así pues, Olin Wright postula la noción de “empoderamiento social” como punto nodal de su teoría de la sociedad socialista, entendida como la capacidad de los individuos que deciden democráticamente sobre la esfera económica y política.
No obstante, su mayor aportación viene en la segunda sección, esto es, la dedicada a su vastísimo análisis empírico de “utopías reales”. La magnitud de entrevistas, documentos oficiales y trabajo sobre el terreno a lo largo de los años es francamente impresionante, algo que representa bastante bien su concienzuda metodología de trabajo. Así, a través del estudio empírico de instituciones como Wikipedia; de experimentos como el de renta básica universal en Uganda; o de colectivos como la cooperativa Mondragón o el proyecto de economía social de Quebec, Olin Wright nos muestra un amplio espectro de organizaciones que, si se combinan, pueden ayudarnos a comenzar a imaginar las sociedades post-capitalistas del futuro.
Aquí hay que hacer una aclaración: muchas de las alternativas que él examina no están estrictamente fuera del sistema capitalista. Muchas de ellas, si bien operan al interior del mismo, tienen, como mínimo, un carácter híbrido que las hace potencialmente emancipadoras y se engarzan en una estrategia radical a largo plazo. El punto es experimentar con dichas instituciones y ver si contribuyen, o no, al empoderamiento social de la humanidad.
Dos de las más interesantes, que representan muy bien el tipo de sociedad a la que deberíamos aspirar, son los fondos suecos de participación de empleados y los presupuestos participativos de Porto Alegre. Los primeros constituyen el mascarón de proa del programa del antiguo ministro de economía sueco, Rudolf Meidner, para 1983. En su versión original, se proponía que las empresas emitiesen una cantidad de acciones igual al 20% de sus beneficios a un fondo de inversión, mayoritariamente gestionado por cuadros sindicales. Los beneficios que arrojase dicho fondo se utilizarían para la compra de más acciones o para financiar programas de formación de gestión para los trabajadores. El lanzamiento de una campaña mediática furibunda logró frustrar este punto en concreto, que nunca se llegó a implementar al no conseguir un apoyo firme ni por parte del Partido Socialdemócrata Sueco ni de la sociedad civil. La contraofensiva de la clase dirigente era de esperar, dados los efectos a largo plazo que tendría la medida: con el paso del tiempo, los trabajadores podrían llegar a acumular una cantidad tal de participaciones de la empresa que podrían llegar a tomar el control de su junta directiva. Este punto del programa, que abocaba a una socialización de facto de las grandes empresas, atacaba al punto de flotación del sistema: que los capitalistas, sin importar si mejoran o no las condiciones de la propia producción, manejen el cotarro.
En cuanto al mecanismo de presupuestos participativos de Porto Alegre, resumidamente, se trata de un modo de gestión de gobierno local por las propias poblaciones. Cada junta de distrito elige a un representante que, acudiendo a reuniones y foros de diversa temática, elaboran conjuntamente un plan de prioridades en el gasto público. Las exigencias de la población son recogidas y discutidas en un estadio ulterior en el que los representantes se reúnen y negocian con técnicos en políticas públicas, tratando de dar forma a dichas demandas con los recursos disponibles. Finalmente, se presenta al alcalde y se aprueba, o no, en la asamblea municipal. Según Olin Wright, los beneficios que trajo dicho modo de gestión son múltiples: se aumentó el gasto dirigido a la población vulnerable, el voto al Partido de los Trabajadores aumentó considerablemente los años siguientes, se redujo el abstencionismo, se redujo la corrupción e incluso se llegó a aumentar el cumplimiento tributario de las clases medias y altas. Así, siguiendo al autor, no debemos suponer que los pueblos, incluso aquellos cuya democracia es aún joven y frágil, no son capaces de autogestionarse de manera racional y generosa con sus convecinos. El problema del asunto para las oligarquías, claro está, es que es muy difícil presentar una moción de recalificación de terrenos por la cara si estás siendo escrutado por una asamblea popular.
Todo este recorrido nos lleva a la cuestión de la transformación. ¿Cómo se podría llegar a la posibilidad de implementar realmente este conjunto de políticas, sin importar la más que probable resistencia de las oligarquías? Esta pregunta exige dos pasos para ser respondida: un análisis sobre los mecanismos de poder intrínsecos al bloque histórico hegemónico y una definición de las diferentes vías de acción que podrían emprenderse. En cuanto al primero de estos aspectos, identifica cuatro pilares de la hegemonía: la coerción del Estado, las leyes e instituciones, la ideología y los intereses materiales de las personas. Asimismo, recomienda una estrategia de “guerra de posiciones” en la que se combine el reformismo institucional con la experimentación anti-capitalista en pequeños colectivos, sin descartar una última “guerra de movimientos” si la correlación de fuerzas lo permite.
Hegemonía y transformación
Desde mi punto de vista, el apartado de la transformación es el más discutible, ya que reproduce el debate marxista clásico sobre la política: ¿la superestructura ideológica está determinada —aunque sea en última instancia— por la infraestructura económica o es en sí misma un campo autónomo? Si aceptamos la primacía de la economía, la estrategia política está bastante clara: debemos mostrar a la clase obrera cuáles son sus verdaderos intereses y que ella es el sujeto político privilegiado para destronar al capitalismo. Si avalamos la autonomía y primacía de “lo político” —entendido como el campo antagónico donde se debaten las diferentes visiones y valores inconmensurables sobre la organización comunitaria—, entonces tenemos que aceptar que el primer paso de la transformación es crear políticamente dicho sujeto del cambio .
Si toda la humanidad está a priori unida por un rasgo común, es decir, su falta de control sobre los medios de producción, los marxistas deberían intentar contrarrestar su “falsa conciencia” y hacer ver la realidad de su verdadera condición. Si Olin Wright divide los cuatro pilares de la hegemonía poniéndolos al mismo nivel e intenta analizar sus defectos, es porque la cuestión sobre la formación de un sujeto revolucionario no es relevante para él. El Estado, sus instituciones y su ideología no son más que una serie de mecanismos que evitan que la clase obrera se convierta en una clase “para sí”, por lo que el autor dedicó gran parte de su carrera a delimitar la “verdadera clase obrera”, creando nuevas categorías para que el pueblo se identifique con ellas y descubra sus verdaderos intereses en el socialismo.
Por otro lado, si la política es un ámbito en el que diferentes agentes intentan postular sus valores y visiones como universales —esto es, si las demandas son radicalmente heterogéneas—, la tarea se complica: rechazando una unidad preexistente de la clase trabajadora, hay que construir una unificación bajo un conjunto de principios y objetivos a través de la articulación de diferentes agentes políticos. Siguiendo a Laclau y Mouffe, no hay nada en la categoría de “trabajador” —como vendedor de su propia fuerza de trabajo— que presuponga la necesidad de la transformación de la sociedad. La voluntad de emancipación de cualquier actor político subalterno está siempre apoyado en diferentes valores y concepciones de nociones como Libertad, Justicia o Igualdad; así como determinada por el papel que juegan los afectos y las emociones en la política. Por lo tanto, en el terreno discursivo de definición de la realidad es donde comienza la lucha por la hegemonía y no sólo un aspecto más de la misma.
Sin embargo, Construyendo utopías reales nos aporta un análisis matizado del capitalismo actual y un conjunto de ejemplos empíricos que podrían ayudarnos, o no, a superarlo en el largo plazo. Erik Olin Wright nos llama a imaginar, sí, pero también a bajar a la tierra y a experimentar con organizaciones e instituciones alternativas concretas. Si ya hay evidencia de los beneficios de los presupuestos participativos, de la renta básica, de la gestión obrera de la producción, ¿a dónde no podríamos llegar con la disposición franca y transversal de construir mejores comunidades políticas en común? En un momento político de furiosa reacción de la extrema derecha, de cinismo apoliticista y en el que la mera estrategia socialdemócrata parece el único horizonte posible para la izquierda, dicho esfuerzo investigador no ha perdido ni un ápice de relevancia.