Por Gonzalo García Arahuetes

Umberto Eco nos advirtió de que el arte no ha sido siempre lo mismo. Por muy extraño que nos parezca, dentro de nuestra burbuja de prejuicios posmodernos, nuestros antepasados tuvieron ideas del todo ajenas a nosotros. Nada de esa capacidad de juzgar si una obra es buena o no, nada de esa necesidad de estar enterados de escuelas, corrientes o tendencias. Ni siquiera en los conceptos más básicos hablaríamos el mismo idioma: lo maravilloso, lo fascinante, lo bello.

En los inventarios artísticos de la baja edad media, por lo general de grandes señores o de comunidades eclesiásticas, al mismo tiempo que cuadros, estatuas o joyas, nos encontramos dientes de ballena, supuestos animales mitológicos (patas de unicornio, basiliscos, algún fénix embalsamado), piedras de colores y formas inusuales, artefactos mecánicos o huevos de avestruz. La inclusión de rarezas, baratijas, exotismos y excentricidades en el mismo grupo que los libros de miniaturas o las estatuas de la Grecia antigua puede parecernos de mal gusto. Y ese es precisamente el asunto.

A lo largo de los siglos XVI y XVII aparece poco a poco la noción del buen gusto, que habría escandalizado a cualquiera de esos obispos coleccionistas de caimanes disecados y de reliquias. A ello contribuyó bastante el aragonés Baltasar Gracián, para quien la cultura es la suma del ingenio y del gusto. El hombre culto, el hombre «en su punto», es una vanguardia intelectual de la sociedad que vale más que aquella otra definida por la alta cuna o el rango. El buen gusto fue definido incluso como un sexto sentido que nos ayuda a separar el grano de la paja en cuestión de modas y tradiciones. De hecho, como en los demás sentidos, peor que tenerlo malo es no tenerlo en absoluto.

El espectador ideal, por tanto, es aquel que tiene buen gusto en materia de arte. Está enterado o enterada, tiene criterio y sabe defenderlo. Todos hemos visto alguno en algún museo. Sin embargo, ¿qué pasa con el artista? ¿Dónde ha quedado toda esa mesura, todo ese equilibrio? El artista es, por (nuestra) definición, quien pone toda la carne en el asador, quien es capaz de alzarse por encima de los valores, las morales y los tabúes; es quien corre el riesgo de intoxicarse por la amarga utopía del arte y acabar destruido por ella.

Las películas, al menos, así nos lo repiten. Martin Eden (2019), la versión italiana de la novela autobiográfica de Jack London publicada en 1909, lleva por título el nombre de un joven marinero analfabeto que conoce la poesía de manos de su aristocrática enamorada. Después de mucha determinación y grandes dosis de desengaño, llega a ser uno de los grandes escritores de su tiempo. Sin embargo, su apuesta ha sido demasiado alta, y el precio a pagar es debatirse entre la indiferencia y el asco por todo lo que lo rodea.

Un artista igual de dado a la tragedia, pero tal vez más humano, es el que Abel Ferrara nos muestra en Tommaso (2019). En parte, esa humanidad viene del hecho de que la película es una especie de autoficción rodada en la casa del propio Ferrara, en Roma, y en la que actúan su mujer y su hija. La película tiene lugar en el barrio donde viven de verdad y la mayoría de las personas que aparecen no son actores profesionales. Willem Defoe, el protagonista, es lo único ficticio, si bien ya ha trabajado en muchas ocasiones con Ferrara y son grandes amigos. Defoe es Tommaso, un director norteamericano que vive en Roma y prepara su próxima película (Siberia, la que fue la siguiente película de Ferrara en 2020 en la vida real). Mediante meditación, yoga, terapia en grupo y mucha bondad con los demás, trata de lidiar con un vórtice oscuro en el que hay problemas matrimoniales, problemas de edad, frustraciones y dificultades profesionales. Como espectadores, pronto entendemos que para Tommaso deseos, miedos, fantasías e inseguridades acaban al mismo nivel que la realidad, y que no hay diferencia entre lo que pasa de verdad y lo que no. Pero en el espejo de la imaginación, Tommaso se ve a sí mismo como el Cristo injuriado, crucificado y expuesto a los demás de El maestro y Margarita. El artista moderno es mártir casi siempre, y da de comer y de beber su cuerpo y su sangre.

En cuestión de radicalidad, sin embargo, también hay maestros. Lars von Trier presentó su poética particular en The House that Jack Built (2018), en la cual el artista no es nada menos que un asesino en serie que afronta su gran frustración (no sabe construirse la casa que siempre ha querido) con perversiones revestidas de estética, pero desesperadas en el fondo. Sólo con la ayuda de un guía (y qué guía) acaba por entender que es precisamente su impulso hacia la depravación, que de alguna manera siempre ha ocultado, el que le permitirá entender el «material» con el que realizar su gran obra.

¿Y el buen gusto del entendido en arte? ¿Y la mesura? Parece que, para los artistas, nada de eso sirve de mucho. En cuestiones artísticas, las facetas de espectador y de creador han quedado totalmente separadas, y se podría decir que avanzan en sentido contrario. Un joven Giorgio Agamben nos decía, en 1970: «A la creciente inocencia del espectador frente al objeto bello, se opone la creciente peligrosidad de la experiencia del artista, para el que la promesa de felicidad del arte se convierte en el veneno que contamina y destruye su existencia».

El artista como eterno infeliz, como esquizofrénico o como gran perverso. Agamben, quien en realidad está revisando lo que ya dijo Hegel en plenas guerras napoleónicas, avisa de esta separación radical entre el espectador y el creador, que sin embargo conduce a sendas frustraciones e intentos desesperados por encontrar asideros. El espectador lo hará en el museo, el lugar en el que puede encontrarse a sí mismo como Otro. El artista lo hará en su utopía, en su poesía (aquello que, según Baudelaire, no es verdad sino en otro mundo); en su cruzar a nado el océano o en su caer infinito a lo más profundo del infierno.