©El rapto de Europa, Giovanni Lanfranco, S.XVII

Por Pablo Fons D’Ocon

Tres geografías, tres velocidades: Norte, Sur y Este

Étienne Balibar decía que la Unión Europea es un problema histórico sin solución preestablecida .[1] Estamos lejos del recuerdo romántico de la primavera de los pueblos de 1848, donde a base de revueltas populares los países del continente se revistieron en Estados-Nación. Recuerdo que fue paloma blanca entre los muros derrumbados de una región devastada por la Segunda Guerra Mundial. La idea cosmopolita que dio origen a la Unión, fue la de una paz perpetua kantiana, basada en un contrato social post-traumático donde los brazos se dieron a torcer para sacarse de una vez la tara de ser el continente más violento del planeta. En nombre de la paz capitalista, se quiso soldar en piedra esta amistad neonata fomentando la interdependencia de los Estados a través del comercio e instituciones supranacionales. El famoso método Monnet quería llevar a los países del continente tan lejos que cuando quisieran mirar atrás, del vértigo de la dificultad solo pudieran seguir hacia delante.

Sin embargo, una nueva Gran Transformación ha acabado de sobreponer el mercado al lejano pacto entre pueblos que dio origen a este proyecto federativo. El rígido Pacto de Estabilidad y Crecimiento, padre del euro, puso el nivel de exigencias demasiado alto, o demasiado al norte, creando fracturas en el sur. En el núcleo duro de la Unión, el status quo neoliberal defendido por Merkel mantiene los intereses de países reacios a una solidaridad económica europea real. Siendo economías exportadoras y no de servicios, no fueron tan afectadas por la fiebre financiera y su mayor interés sigue siendo una moneda robusta que garantice su balanza comercial. En tiempos de bonanza, la integración europea se acelera y las élites de los países se inclinan con gusto hacia la reciprocidad.

Desde el tratado de Maastricht, hemos pasado por un aumento exponencial de los poderes democráticos con mayor peso concedido al Parlamento Europeo y un empuje hacia la cohesión económica entre regiones provocado por una mayor cohesión fiscal. Sin embargo, cuando llegan las vacas flacas, nos damos cuenta de que ya no somos tan amigos como parecía y que el interés económico se sobrepone al proyecto político de una verdadera solidaridad europea. Son momentos de reflexión y autocrítica que tienen antecedentes en el pasado. Recordamos así la política de la silla vacía de De Gaulle o la “euroesclerosis” de los años 70-80. Ambas, fueron selladas por un avance mayor en el proceso integrador con la inclusión de políticas presupuestarias comunes y la aceptación del Reino Unido que trajo consigo la ultimación del mercado único. Hoy en día, cuando todos los aranceles y fronteras internas han sido tumbados, solo se puede avanzar derrumbando el egoísmo de los pueblos y de momento, la cosa parece ir cuanto menos despacio.

A pesar de haber sido Francia y Alemania los primeros en saltarse el Pacto de Estabilidad acabamos siendo España, Portugal, Italia y Grecia los que aplicamos duros recortes sociales bajo la angustia colectiva de llevar nuestro país al desastre financiero. No faltaron medios y figuras sensacionalistas con interés en no separar el trigo de la paja, aplicando doctrinas de shock presupuestarias favorables a sus intereses so pretexto de que íbamos a acabar todos como Grecia. En su texto “Why We All Need To Be Austere”, Mark Blyth muestra con precisión cómo se articuló mediáticamente la crisis Griega de deuda pública para defender políticas austeras en contextos económicos donde el problema de la deuda era de origen privado. Especial mención a Bankia y demás cajas de ahorros. Todo fuera por mantener la estabilidad de un euro que tanto convenía a las denominadas Economías de Mercado Coordinado basadas en la exportación competitiva. Como sabemos, este invierno financiero tuvo graves consecuencias en la cohesión social y económica de nuestros pueblos. En el periodo de 2009 a 2014, la cantidad de personas declarándose “bastante satisfechas” con la calidad democrática de la UE bajaron como mínimo un 20% en estos cuatro países (Eurobarómetro) Europa del Este, hija de la era soviética, siempre fue un cuento a parte.

La anexión ideológica por parte del núcleo occidental de una región con unas estructuras socio-económicas radicalmente diferentes siempre fue un proyecto medio lunático. Aprovechando el odio anti-soviético de los recién independizados países orientales, se catapultó hacia el modelo democrático más avanzado a unos países que tan solo 15 años antes salían de varias décadas de régimen socialista. Aprovechando el jolgorio de la transición, se pretendió que estos países siempre habían sido europeos liberales, como si el régimen no hubiese penetrado en lo más profundo de su sociedad civil. Hoy en día, vemos que soplan vientos autoritarios liderados por Hungría y Polonia, prueba evidente de un “bluewashing” que empieza a ser disfuncional. En Hungría, la apertura de fronteras con países de acogida de refugiados, característica lógica y tal vez la más respetable del mercado único, aumenta los índices de xenofobia a niveles verdaderamente preocupantes. En Polonia, el partido Ley y Justicia sigue la tendencia de Fidesz al atacar la separación de poderes y alimentar discursos de amplio corte nacionalista. Los países del antiguo bloque soviético siguen inmersos en el fervor nacional desencadenado tras la caída de la URSS. En lo económico, su situación es muy diferente de la nuestra y de la nórdica, ya que su gran preocupación es la subida de los precios (Eurobarómetro) y no cuestiones de inversión en el sector público.

Tanteando las escalas

Ahora toca ver cómo reunir las piezas de este rompecabezas comunitario. Como vemos, las cuestiones sociales y económicas adquieren modulaciones muy diferentes en las tres Europas. Esto nos lleva a una reflexión de fondo: ¿es posible homogeneizar todo esto bajo un proyecto político común? ¿Es posible articular un horizonte político eficaz, de cambio social, que interpele a estas tres facciones? Lo más cercano a esta transversalidad social lo defiende la dinámica de la European Spring (movimiento impulsado por el DiEM25 de Yanis Varoufakis). Personalmente, considero que se trata de una iniciativa con ideas respetables. La defensa de un Green New Deal europeo, que impulse la economía por la demanda apoyándose en la transición ecológica me parece una medida necesaria y convincente. También concuerdo con la apertura de sus políticas migratorias y su lucha contra la desigualdad. En términos generales, es un programa social beneficioso y razonable para la Unión.

Lo dudoso del proyecto de la European Spring es más una cuestión de método político. El primer partido transnacional de la historia de Europa puede acabar representando un nivel de internacionalismo no acorde con los tiempos de repliegue nacional en los que vivimos. Así, corre el riesgo de no casar con la gente de a pie. European Spring nos pide pensar directamente como europeas y europeos, y con la que está cayendo por todo el continente, esto puede ser difícil. Tal vez hubieran podido cuajar en la época en la que los tratados, los pactos, o para hacerlo breve, la convergencia, eran el latido político de la Unión. Con la llegada de la guerra civil económica e ideológica, hija de la histeria financiera post-2008, el terrorismo y la cuestión migratoria, los bandos se visten de banderas nacionales (Alemania vs. Grecia o Bélgica vs. Hungría). Resulta complicado romper esas barreras imponiendo una dicotomía más sectorial, por no decir de clase, que suplante la agenda nacional. Tal es el diagnóstico que seguramente muchas personas hagan de este movimiento.

Hablar directamente desde la transversalidad se vuelve una estrategia más que arriesgada, dónde se sólo se pueden acabar viendo incluidas personas con cierta inquietud intelectual internacionalista, hiperconectadas y móviles culturalmente. Retomando a Renan: “la nación es un plebiscito de todos los días” y a Europa, la mayoría de nosotras la olvidamos mientras cuelga de nuestros ayuntamientos. La sentimos sobriamente cuando amenaza con tumbar un presupuesto, coordina nuestra producción agrícola, gestiona nuestras fronteras o cuando nos hace estudiar fuera, pero uno raramente se levanta por la mañana a leer las noticias de Europa antes que las de su propia patria. Deseándole lo mejor a la European Spring, quedaremos pendientes del resultado el 26 de mayo.

Bajemos un peldaño, hacia lo subregional donde tal vez encontremos un punto de apoyo eficiente para vehicular nuestra agenda política en la región. De las tres Europas mencionadas antes, nos encontramos en la del Sur, la Europa mediterránea. Lo que nos caracteriza más inmediatamente a los lamentablemente apodados PIGS (cerdos en inglés) son dos cuestiones políticas fundamentales. En primer lugar, somos fronteras inmediatas con África, lo que nos vuelve gestores y receptores de la migración marítima. Por otro lado, hemos pasado por el ya mencionado purgatorio financiero de la austeridad. Entorno a este eje central (Portugal, Italia, Grecia y España) se añade a veces a Francia, Malta y Chipre usando diferentes argumentos que justifican la agrupación diferencial de estos estados. La propia Unión Europea cuenta con una cumbre subregional propia donde se encuentran los siete respectivos jefes del ejecutivo para realizar políticas de cooperación: el EuMed. Su última reunión ocurrió el pasado 29 de enero. ¿Bajo qué pretexto estos países en concreto? ¿Por qué no se incluye a Croacia y Eslovenia, también mediterráneos y miembros de la Unión?

A parte de estar implicados de diferentes maneras en temas migratorios y de ajuste fiscal, también se nos achacan ciertos componentes históricos comunes. Desde una profunda herencia greco-romana a una presencia relevante de lo musulmán en nuestras historias. De un cristianismo recio a un modelo de Estado del Bienestar potente y relativamente firme. Es difícil discernir los nervios que dan origen a la identidad transmediterránea. Sin embargo, son evidentes los múltiples puntos de encuentro entre todos estos pueblos a lo largo de su historia desde el Imperio Romano hasta la crisis de 2008. Puntos de encuentro aislados, fragmentados e incluso inconexos, pero suficientes para que uno pueda llegar a sentir más cercanía irreflexiva con un portugués o un italiano que con un polaco o un noruego. El clima, la gente y ciertas vivencias comunes nos diferencian de nuestros vecinos del norte. En datos más objetivos, esta comunidad alberga al 38% de la población europea y maneja el 36% del PIB regional [2], considerando al Reino Unido dentro de la UE.

Tras el Brexit, el EuMed adquirirá una potencia relativa considerable. Articular esta capacidad entorno a una identidad “mediterránea” homogénea, puede ser visto como un punto intermedio óptimo entre la lejanía de la lógica transeuropea y la miopía de la identidad nacional a la hora de abordar la agenda comunitaria. Y por un momento pareció posible. Tras la crisis de la deuda, tanto España como sus grandes vecinos del sur condujeron la crisis del consensualismo liberal europeo hacia la izquierda, aunque en tiempos distintos y fugaces. En 2013, el M5S, por aquel entonces aún de izquierda, fue tercera fuerza en las elecciones generales. En 2015, Syriza dio la campanada. Era sorprendente cómo en cada telediario, Tsipras aparecía haciendo campaña y gobernando contra viento y marea. Grecia pasó al centro de nuestra agenda política por esa sensación de que estaban como nosotros.

Luego nos tocó a España con Podemos y a Portugal con el Bloco de Esquerda. Nuestros vecinos lusos llegaron a influir directamente al gobierno del socialdemócrata Antonio Costa junto con el Partido Comunista. Nosotros se lo acabamos haciendo al PSOE en 2018. Entre medio, el Cinco Estrellas llegó al gobierno… de la mano de Salvini y Syriza pasó al olvido tras el recibimiento de un tercer rescate financiero. Hoy por hoy, desde Lisboa hasta Atenas, este momento de izquierdas regional se ha convertido en una mezcolanza de frustraciones, errores y progresos donde la política interna ha opacado las tentativas de solidaridad transnacional. Si incluimos a Francia, más de lo mismo. La interesante iniciativa Ahora El Pueblo, firmada por Pablo Iglesias, Mélenchon y Catarina Martins el año pasado, seguramente acabe quedando en papel mojado. Con el tema catalán por un lado y los chalecos amarillos por el otro, es improbable que este se vuelva un proyecto coherente de cara a las europeas.

Volver al punto de partida

Contrariamente a la dinámica integradora con la que soñaban los padres de la Unión así como los eurófilos más acérrimos, en este momento preciso parece que toca quedarse en casa. La derecha euroescéptica lleva la danza en la mayoría del continente. Macron, que empezó siendo fichaje estrella del transeuropeo ALDE, parece venido a menos frente a la superioridad del Frente Nacional. En España, el independentismo, principal brecha política actual poco tiene que ver con la UE. Esto es a la vez una dificultad y una oportunidad. Con su enfoque radical en la cuestión catalana, la derecha, a excepción de Ciudadanos, deja un debate europeo huérfano de conservadurismo. La posición repetitiva de Podemos con la cuestión soberanista le ha llevado a una posición desmejorada de cara a las generales. Sin embargo, una vez materializado el voto de las españolas y los españoles en el nuevo hemiciclo, es importante encontrar un hueco político fértil para volver a hablar de lo que mejor se le da al partido: políticas sociales, feminismo y ecología. Es momento de volver al debate público sobre el aparato supranacional que controla nuestra moneda, fronteras, agricultura, infraestructura y comercio. Si en cada país a nuestro alrededor también brotan dinámicas reaccionarias radicales, ¿no habrá tal vez un problema común trascendental que no estamos enfocando?

En lo que coinciden las encarnaciones progresistas de las tres escalas de defensa de la Unión (transeuropea, subregional y nacional) es que el combate del 26-M es contra un adversario bicéfalo. Por un lado, la tecnocracia bruselense. Por otro, las fuerzas reaccionarias que se nutren de su flaca inteligencia emocional/política. Desde Habermas hasta Balibar, cualquier persona implicada en una identidad contractualista, basada en el respeto de valores comunes, pero sobre todo, venidos de la voluntad de los pueblos, debe constatar un problema de lenguaje en estos tiempos. Retomando a Guillermo Fernández, la cara del viejo establishment europeo se llena de perplejidad al constatar la incongruencia de sus aspiraciones ideológicas con la realidad de los hechos. ¿Qué más pueden hacer por la libertad y la democracia? ¡Si hasta amenazan con suspender al valioso Orban del PPE por atacar los derechos humanos!

Sin negar la importancia histórica que ha tenido el blindaje de los DDHH en la propia construcción europea, existen graves incongruencias con el trato de aquellas personas que vienen de fuera. Por otra parte, quien se precia democrático debe amoldarse a la temperatura política de su pueblo. Cuando Juncker dice en la Eurocámara que el Parlamento Europeo, sede directa de la soberanía popular continental, es ridículo [3], materializa en sus palabras la arrogancia elitista del órgano pseudo-ejecutivo que es la Comisión. Nos merecemos una mejor Comisión y para llegar ahí, nos merecemos un mejor Parlamento. Desde 2014, la norma no escrita del Spitzenkandidaten delega en el EP la elección del presidente de la Comisión. De este modo, la defensa de una Europa progresista, verde y feminista que frene la dinámica reaccionaria pasa por una lucha acérrima por tomar el máximo control posible de la Cámara.

El Parlamento Europeo es un frente difícil de disputar, pero al fin y al cabo, su electorado se caracteriza por una mayor flexibilidad hacia propuestas alternativas. No olvidemos que fué aquí donde se bautizó Podemos, dando la campanada en 2014. Dejar este nicho a la extrema derecha, porque ya suficiente tenemos en casa, es un error garrafal. ¿Cómo defendemos Europa? Reconciliando los valores transeuropeos de solidaridad y derecho con la realidad de nuestros pueblos y no a la inversa. En cuanto al Sur,
tal vez convenga dejar esa baza para un futuro en el que vuelvan a haber en el Mediterráneo corrientes convergiendo hacia un futuro progresista. Orban dijo que en estas elecciones el eje izquierda-derecha sería substituido por pro y anti europeos (nótese la bisectriz discursiva). Desde la izquierda populista, vista aún con actitud esquiva por los partidos mainstream, tenemos dos opciones: mantenernos en el margen opositor o intentar influir en el poder.

Por primera vez en la historia, los dos grandes partidos, PPE y S&D, no van a llegar al 50% de los votos. El apoyo de ALDE garantizará la mayoría, pero una mayoría inferior a dos tercios. Esta cifra es particularmente importante porque 30% del Parlamento Europeo tiene la capacidad de bloquear tratados internacionales, sanciones a países, políticas migratorias e incluso los presupuestos de la Unión. Nosotros, la izquierda anti-establishment, esperamos recoger el 8% de los votos según datos del European Council on Foreign Relations.[4] Esto nos convierte en bisagra fundamental para el funcionamiento del Parlamento Europeo.

Sí, somos ese PNV europeo que puede influenciar decisivamente en el rumbo de los acontecimientos. Es necesario que las fuerzas progresistas nacional-populares hagan ver a los socios del centro que no somos el enemigo, que creemos en los derechos de las personas y en una Europa donde quepa todo el mundo. Hace falta ver que somos acérrimas defensoras de la libertad y la democracia, tal vez incluso más que aquellos que miraron para otro lado cuando Grecia votaba que no querían más apretones de la Troika. Esta posición pequeña pero ventajosa tal vez deba ser aprovechada para acercar posiciones con ese centro, influyendo para virar hacia una Europa social como única alternativa de supervivencia.

España es percibida por el resto del continente como una success story en medio de la vorágine euroescéptica. También lo es Portugal. ¿Qué tenemos en común? Un gobierno progresista apoyado por un partido de izquierdas ambicioso que supo conducir la frustración de los abandonados por el establishment bipartidista hacia un proyecto de país para todas. Es o nuestra receta, o la de los perros de presa. Aunque cueste asumirlo, la mejor opción tal vez sea enfocarse en ser un auxiliar influyente en la Europa de la incomunicación entre élite y pueblo en vez de golpearnos el pecho mientras permanecemos siendo una oposición inofensiva.

 

 

Notas:

[1]  Balibar, E. (1991). ‘Es gibt keinen Staat in Europa’: Racism and Politics in Europe Today, The New Left Review, 1/186, March-April, p.7 URL: https://newleftreview-org.libproxy.ucl.ac.uk/issues/I186

[2] Rethink: Europe. (2019). EU Coalition Explorer: results of the EU28 Survey 2018 on coalition building in the European Union. European Council on Foreign Relations, Stiftung Mercator, p.14
URL: https://www.ecfr.eu/page/ECFR269_EU_COALITION_EXPLORER_2018_V1.10.pdf

[3]‘Juncker: “El Parlamento Europeo es ridículo”’, Youtube, subido el 4 de Julio de 2017
URL: https://www.youtube.com/watch?v=7L5LjLPxsJg

[4] Dennison, S. Zerka, P. (2019). The 2019 European Election: how anti-Europeans plan to wreck Europe and what can be done to stop it. ECFR/278, February, Paris, p.8
URL: https://www.ecfr.eu/page/-/EUROPEAN_PARLIAMENT_FLASH_SCORECARD_online.pdf