Por Óscar Iglesias

La filmografía de superhéroes se ha constituido como uno de los géneros más exitosos de la industria cinematográfica. Pensadas para niños y mayores, estas películas, muchas de ellas basadas en cómics de éxito, han ido entrando año a año en el top 10 de films más taquilleros [1]. Sin embargo, han conseguido llegar más allá del fandom de los cómics, acercando este tipo de ficciones al público general y convirtiéndose en productos mainstream. Es esta pertenencia a la cultura de masas lo que las hace un objeto de estudio interesante. Concretamente, el aspecto más relevante es la capacidad, desde la posición «apolítica» que muchas veces se le presupone al entretenimiento, de construir un imaginario político determinado en la conciencia de los espectadores. No obstante, la cultura no es únicamente la obra artística de la que disfrutamos. El neoliberalismo hace de la cultura un modo de gestión de los límites sensibles de la política, es decir, impone un marco acerca de qué es -y qué no es- posible imaginar y llevar a cabo como individuos y como sociedad, dibujando como única alternativa su modelo [2]. Es en este punto donde nos vamos a detener para hacer nuestro análisis: cómo las películas de superhéroes proyectan una serie de discursos que, implícitamente, reproducen retóricas propias del neoliberalismo y orientan el sentido del espectador hacia imaginarios sociales y políticos afines a él, en busca de su adhesión.

Vamos a tratar de desarrollar y explicar esta cuestión a través de ejemplos de las franquicias más consumidas: DC y Marvel. El objetivo no es examinar la ideología que hay tras los diferentes superhéroes o poner en cuestión los valores que representan cada uno de ellos. Como decíamos, el tema que nos ocupa es el discurso que subyace a gran parte de estos relatos fantásticos. Cómo, detrás de espectaculares escenas de combate y efectos especiales elaboradísimos, con una dosis de humor, se encuentran elementos que pueden mostrarse como naturales o inocuos de la propia narración de la historia, pero que realmente están cargadas de sentido político. Empecemos observando los escenarios donde se desarrollan las tramas.

Aunque encontremos lugares que evocan tiempos pasados o mitológicos en la historia de la humanidad, como Asgard -el planeta de Thor-, Themyscira -la isla de las amazonas de Wonder Woman– o Wakanda -el reino de Black Panther-, generalmente las historias se dan en grandes ciudades que, en su mayoría, tanto si se trata de ciudades existentes en el mundo real como si son producto de la ficción, están circunscritas al territorio estadounidense, cuyo sistema de gobierno es la democracia liberal. Éste no es un hecho menor, ya que hace que el espectador -consumidor de productos globales con la sociedad occidental como referente normativo- se identifique con la realidad tras la pantalla. Esta identificación contextual es fundamental para que el espectador normalice el resto de elementos de los que hablamos anteriormente.

Al igual que los discursos de Thatcher, las películas de superhéroes reproducen una retórica en contra el Estado de forma más o menos clara. Gotham, ciudad donde se desarrollan las historias de Batman, es un caso paradigmático en este sentido. Se nos retrata como una ciudad sin ley y con altos índices de criminalidad, como ilustra una de las escenas iniciales de Batman Begins (2005) donde los padres de Bruce Wayne, son asaltados y asesinados a la salida de la ópera. Esta realidad, como no podría ser de otro modo, se debe a la ineficiencia de los poderes públicos de Gotham, incapaces de atajar esta problemática. En diferentes relatos situados en dicha ciudad, observamos un cuerpo policial corrupto, inmerso en los chanchullos de la mafia local y en connivencia con el crimen. Se llega a tal punto de degradación de las instituciones democráticas que, en El Caballero Oscuro (2008) se presenta como nuevo fiscal de distrito a Harvey Dent, una figura de trayectoria intachable con voluntad de cambiar las cosas y hacer de Gotham un lugar mejor que, durante el transcurso de la película se va encontrando con su lado oscuro y acaba abducido por las dinámicas criminales de su ciudad.

En otras ficciones como Spider-Man (2002), ambientada en Nueva York, no se lleva a ese extremo la imagen de lo público, pero se deja entrever la inoperancia de los funcionarios, policía, e instituciones carcelarias. Todo esto, siempre, sin alzar la vista hacia problemas estructurales propios de nuestras sociedades. Las soluciones llegan siempre desde el punitivismo, esto es, la sanción mediante la «mano dura» de los actos delictivos. Además de hacer el trabajo que corresponde a las autoridades, el superhéroe puede permitirse la licencia de apalizar al criminal por el mero hecho de serlo. Los límites de su actuación no los impone ya la ley, sino el «código de honor» del héroe en cuestión. De nuevo el ejemplo concluyente lo podemos encontrar en Gotham. A Bruce Wayne –Batman-, un multimillonario por herencia, no le interesa coser la desigualdad sangrante que asola su ciudad y el individualismo y la disgregación de los lazos comunitarios que la convierten en una jungla donde impera el todos contra todos y la ley del más fuerte. Se dedica a castigar a los malos y a encerrar a los locos en el asilo psiquiátrico Arkham, escudándose en su moralidad para justificarse, exponiendo que no mata a los criminales únicamente por sus principios, algo que es susceptible de cambiar, como se ve en el final de la primera temporada de Titans (2018), cuando Dick Grayson, el primer Robin, teme que ocurra. Asimismo, la intervención del superhéroe traza una línea de actuación en la resolución de los conflictos sociales y, por tanto, políticos. No se trataría ya de encontrar salidas colectivas a los problemas de evidente carácter común, como las condiciones de desigualdad antes descritas de Gotham. Éstas dependen de la voluntad del héroe, Bruce Wayne, sea a través de la beneficencia mediante la Fundación Wayne o actuando como Batman sobre las consecuencias de las mismas. La misma situación la encontramos al inicio de Capitán América: Civil War (2016), donde Tony Stark regala becas de investigación para financiar todos los proyectos de los jóvenes talentos para lavar su mala conciencia por las vidas que su empresa armamentística, heredada de su padre, Industrias Stark, se ha llevado por delante.

Más allá de esa construcción discursiva que muestra al Estado o a las instituciones públicas como ineficientes, corruptas o burocráticas, y que asume que es la acción individual caritativa de quien puede realizarla, la solución a los problemas sociales, un tema crucial es el desplazamiento de la gestión de la seguridad nacional e internacional de los gobiernos hacia las corporaciones o iniciativas privadas. Como se ha mencionado antes, el superhéroe suple la labor de los cuerpos de seguridad y tiene una justificación moral para hacerlo. Esta cuestión se vuelve más perversa aún, cuando vemos que son grandes empresas las encargadas de mantener el orden. Esto se ve recurrentemente en el caso de Batman, que no actúa sólo él, sino que tiene detrás al conglomerado Wayne Enterprises. Del mismo modo, en el Universo Cinematogáfico de Marvel vemos cómo toda la iniciativa Vengadores tiene detrás el capital de Industrias Stark, propiedad del multimillonario Tony Stark –Iron Man-. Como anécdota ilustrativa, en Capitán América: Civil War (2016) se plantea el control de los Vengadores por parte de la Organización de las Naciones Unidas a razón de la destrucción de diferentes ciudades que han causado desde que están en activo. A partir de ahí, se genera un conflicto entre dos partes: quienes abogan por rendir cuentas ante la ONU, encabezados por Iron Man, y quienes no lo aceptan como Capitán América. El guión del film da la razón a los segundos con el desarrollo de la trama. Su argumento principal es que no pueden ponerse bajo las órdenes de los gobiernos, ya que éstas pueden responder a intereses ocultos o retorcidos y que quizá no les permitan actuar con libertad cuando se les necesite. Con este giro retórico, asocian la libertad a la iniciativa privada e infunden sospechas hacia los gobiernos.

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Por otro lado, gran parte de las amenazas que aparecen en este tipo de películas son producto de la acción de grandes empresas como Oscorp en Spider-man (2002) y Spider-man 2 (2004). Lex Luthor es el villano de en Superman Returns (2006), Batman v. Superman (2016) y la serie Smallville (2001) y es propietario de LexCorp. En Ant-Man (2015), una tecnología descubierta por la compañía Pym Technologies, renombrada como Cross Technologies, será la que ponga en jaque la seguridad mundial. Son múltiples los ejemplos en este sentido, que nos llevan a un escenario en el cual las empresas privadas adquieren un poder que desborda el que tienen en nuestras democracias liberales, en el que encontramos que los gobiernos no tienen nada que decir ante la guerra entre compañías multinacionales por el poder mundial. Esta realidad no se pone en cuestión en este género cinematográfico generalmente de forma crítica, como sí ocurre en The Boys (2019), sino que se presenta como un elemento natural dentro de las sociedades en las que se desarrollan las historias.

En definitiva, el cine de superhéroes edifica un marco discursivo similar a la que los intelectuales orgánicos del neoliberalismo -mediante sus think tanks o a través de la literatura gerencial- y sus figuras políticas -por medio de sus declaraciones y discursos públicos- construyen. Desde estas posiciones se expone que todos los actores de la vida social, desde el Estado hasta el propio sujeto, han de desarrollar su actividad como una empresa, basándola en los parámetros de eficiencia y competencia y las relaciones en diferentes niveles de las que participan se llevan a cabo bajo la forma de mercado, a cuyas dinámicas deben adaptarse. No obstante, en el imaginario neoliberal el Estado tiene un papel esencial, ya que es el encargado de proteger la seguridad individual y la propiedad privada, además de intervenir directamente en la economía para asegurar el funcionamiento del mercado competitivo. Por ello, llama realmente la atención cómo en las ficciones que estamos tratando, se va un paso más allá y, como hemos visto, se sustituye el Estado por la iniciativa privada en la función de garantizar el orden público. Esto no quiere decir que esto se plantee como un horizonte en nuestras sociedades, pero resalta la facilidad para naturalizar la inmersión de la empresa privada a todos los ámbitos de nuestra realidad. El sentido de estas reflexiones no tiene que ver con la defensa del Estado como actor con el monopolio del uso de la fuerza, sino como un espacio desde el cual se puede transformar la vida social. La clave es que cuestiones centrales que tienen que ver con la vida común, esto es, la propia política, quedan fuera de plano. Si bien el concepto de democracia en la utopía neoliberal es muy estrecho. ¿Dónde queda en un mundo en el que las instituciones públicas tienen menos peso todavía que en el nuestro?

Notas y referencias

[1] https://www.20minutos.es/noticia/382777/0/peliculas/taquilleras/decada/

[2] SANTAMARÍA, A. 2018. En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo. Madrid: Akal. ISBN 978-84-460-4571-7.