Lena Macau Sanz

Suele hacerlo sobre todo cuando llega el verano. Al entrar en la casa, álbumes o alguna caja abierta encima de la mesa del comedor y mi abuela envuelta de fotografías revisando su pasado, entendiendo su presente y sonriendo por todo lo que un día fue y, seguramente, no volverá. Así es el ser humano.

Es, cuando veo escenas tan románticas como ésta, que me pregunto si de aquí a sesenta años mis nietos se habrán encontrado alguna vez en tal situación.

Al agarrar una cámara de fotografiar, veinticuatro y treinta y seis eran números clave en los carretes. Si la fotografía treinta y siete iba a ser digna de enmarcar, se tenía que quedar uno con las ganas y esperar hasta otra oportunidad. Se han acabado estos problemas ahora, la tecnología avanza y Gigabytes o dos mil fotografías de media en una cámara son situaciones de lo más común.

Siempre ha parecido fundamental capturar pasados, por el miedo humano a lo efímero, a lo que muere un poco cada día. Me detengo, por eso, a pensar en qué lado de la frontera Recordar – Exhibir se encuentra una parte del rol de la fotografía actual. Sea como fuere, el hecho es que hemos ido construyendo un catálogo mundial de imágenes que, entre otras cosas, nos han permitido viajar por todo el mundo sin movernos un centímetro del sofá, con la ayuda de Internet y sus Google images, Google streetview, Pinterest, Instagram y un sinfín de aplicaciones que todavía personalmente ni conozco.

La tecnología e Internet han acortado distancias y han llevado el conocimiento hasta dentro de las casas, si se quiere; pero cabe decir que, en este momento, conocer y sentir no siempre trabajan juntos.

Supongo no será un gran reto dar respuesta a preguntas tales como Qué forma tiene La tour Eiffel o Qué pinta tienen las dunas del desierto en Marruecos; sin embargo, saber qué nota uno en la barriga cuando está subido en semejante torre de hierro o cómo es la sensación al tener llenas las manos de arena escurriéndose; quizás ya no podríamos responder con tanta facilidad. Y hay que tomar estas preguntas tan solo como ejemplo de otras tantas para ver que el llamado avance y la conocida tecnología nos han acercado el conocimiento, pero lógicamente, no el sentimiento. No es que sea culpa de nadie, y de todos, pero al vivir en este mundo tan aceleradamente tecnificado podemos sumar saber, pero cada vez destinamos menos tiempo al placer de sentir más allá del amor, al sentir de sensación.

Tenemos, pues, por humanos, temor al tiempo y abundan en nuestra cabeza los pasados que se comen a los presentes, además de destinar más esfuerzo en pensar en los recuerdos de años “a” que no en aprovechar los que todavía no lo son. Pero esto no es nuevo y el recuerdo que más pesa es el de nosotros mismos. Lo puso encima de la mesa el célebre Oscar Wilde y lo conocimos gracias a Dorian Gray y su retrato. Hasta el más valiente de nosotros se teme a sí mismo, decía.

No quisiera imaginar qué hubiera hecho El rey Sol Luis XIV de Francia con una cámara de fotografiar, pero Rigaud o Le Brun no le hubieran hecho falta. Tampoco Jacques-Louis David a Napoleón o a Carlos IV, Goya. Claro está, pues, que la gran cantidad de pintura figurativa no producía placer solamente por la capacidad de plasmar en dos dimensiones una realidad formada por tres, sino que alimentar el Ego al exhibirse permitía a los reyes y nobles hacer de sus salas de palacio lo que nosotros de nuestro Facebook.

Mientras unos pintaban, otros dedicaban sus días a inventar sistemas o máquinas que llegaran allí donde, ni queriendo, llegan nuestros sentidos. Aparejos como la cámara de fotografiar, el microscopio o el ordenador serían fácilmente capaces de cambiar la conducta y costumbres del ser humano con todas las dificultades que la adaptación a nuevos medios lleva consigo; pero creo que no somos conscientes de cómo hasta el más aparentemente insignificante instrumento puede cambiar el curso de las cosas. Quién sabe si podríamos estar leyendo la palabra Impresionistas (1870) sobre estas líneas o si Monet, Degas o Renoir serían hoy conocidos por sus pinturas a plein air de grandes, sueltas y libres pinceladas si las pinturas dispuestas en tubos no hubieran existido y les hubieran permitido salir a pintar fuera del taller al exterior. Pero existen, y la cámara de fotografiar también. Entonces, para qué estar meses posando para ser pintado si en dos segundos podemos tener una fotografía con una luz y colores “más reales” que podremos enviar por wifi al ordenador, retocarla al gusto del consumidor, enviárnosla para tenerla todos los que salimos en ella, imprimirla si queremos o subirla a cualquier red social con o sin pie de página editable, pasarla al móvil usando Dropbox, enseñarla, mandarla por Whatsapp o subirla a Instagram.

Cabe decir que no me parece mala idea la pintura figurativa, pintar o ser pintado en el siglo XXI. Sin embargo, una vez la cámara había satisfecho con creces la necesidad humana de retar al paso del tiempo, los pintores liberados empezaron a permitirse servir para algo más que para representar lo que ven nuestros ojos. Quizás justamente para pintar lo que los ojos no pueden ver, en tiempos en que no paran de ver cosas. Fue entonces cuando Turner empezó a pintar atmósferas, Monet empezó a pintar la luz, Degas se dedicó a capturar el movimiento, Matisse dio color al color, Picasso desplegó perspectivas, Kandinsky miró sus cuadros del revés, Duchamp buscó los límites del arte colocando orinales en museos, Mondrian creó una realidad solamente a partir de cuadrados cian, amarillos y rojos, Dalí dio forma al contenido del subconsciente; y así, hasta llegar al 2015 y encontrar cualquier cosa que pudiéramos llegar o no a imaginar siendo llamada Arte.

No es que Velázquez fuera incapaz de todo esto, es que en un mundo acelerado, sobreinformado y sobreexplotado de imágenes figurativas capaces de explicarnos el porqué de todo lo que queremos saber y facilitarnos las lecturas por aquello de que una imagen vale más que mil palabras, empiezan a aparecer superficies llenas de las formas no figurativas de Miró o Kandinsky, las telas repletas de gotas de pintura de Pollock o las superficies pintadas de degradados de colores de Rothko.

Pintar sin poder catalogar, sin ninguna connotación que nos acerque a formas que nos fueran familiares para así dejar de conocer durante unos minutos y usarlos para sentir. Saber reconocer violencia, dinamismo, tranquilidad, fuerza, peso, ligereza u otros conceptos abstractos en un cuadro o en el mundo que nos rodea podría ser un camino para aprender a empatizar más de lo que lo hacemos.

El arte o la innovación, decimos, se basan en la búsqueda de nuevos enlaces entre conceptos nunca antes relacionados entre sí para, de esta manera, crear nuevos sistemas, nuevas formas, nuevas imágenes. Quiero decir que justamente una de las vías de llegada de la Abstracción fueron las imágenes microscópicas; sin quitar méritos a Kandinsky, claro. El arte, además de la ciencia, entonces, se mueve hacia el frente buscando campos nuevos donde entrar. Arte no es figuración, aunque un día mayoritariamente lo fue. Ahora la figuración masiva la reproducimos a través de otros medios tan eficaces que se nos escapan de nuestro control, si se me permite. Es por eso que el arte adopta otra mirada del mundo, la de la Abstracción desinteresada que, lógicamente, puede gustar o no, pero que no por eso permite ser desprestigiada.

El siglo pasado, en los primeros años de los avances continuados de la tecnología, el mundo necesitaba adaptarse. Dejar de correr en círculos para llegar a ninguna parte, dejar de consumir, dejar de informarse para formarse a uno mismo. Sumémosle las guerras y la repercusión que tuvieron en la memoria de las personas. Algunos necesitaban parar y coger fuerzas para continuar en este mundo. Actualmente, en la era de la reproducción y sin olvidar las brillantes aportaciones de Walter Benjamin sobre el papel del arte en las formas de percepción sociales y ese aura en peligro de extinción; parte del arte se dirige a la reivindicación tal como lo están haciendo otros colectivos, escritores, pensadores, políticos y ciudadanos de a pie. Cada uno de la manera que mejor sabe expresarse. Y por si queda alguna duda, nombres como Bansky o Ai Weiwei; por citar algunos de los muchos, tienen creaciones dignas de ser observadas y, sobre todo, pensadas y valorar entonces si el arte está o no actualizado y si sirve para algo más que llenar salas de museos y captar la atención durante cuarenta y cinco segundos.

Le satisface al artista su trabajo porque es una manera de ver cuánto somos capaces de crear con la habilidad de nuestras manos, nuestros ojos y nuestra cabeza; y en este tipo de arte aparentemente incomprensible cabe plantearse no tanto lo que se ve sino el porqué se ha pensado así. Hay que saber ver, porque ver sin procesar es como hablar sin escuchar.