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Por Paula Serra
Era una tarde de 2015. Estábamos en una terraza de Barcelona, cerca del Teatro Romea, cuando hablamos por primera vez sobre el tema. ¿Alguna vez lo has pensado? ¿El amor es libre? ¿Sabes qué es el poliamor? ¿cómo se hace? Tiene sentido, ¿no? Y así fue como, tímidamente, abrimos la puerta a un sinfín de opciones que existían en el horizonte de lo posible y que teníamos ganas de conocer y explorar. Sin embargo, desde esa tarde y después de hablar, leer y comentar y acumular experiencias nos hemos quedado paralizadas en un estado muy concreto: la indecisión y la desposesión.
El amor y la experiencia amorosa son dos hechos distintos. El primero es la máxima expresión de la experiencia humana y la segunda, en esencia, es un hecho revelador, casi sagrado; es la constatación de una respuesta que no depende de nosotros. Si nos entendemos a través del amor que damos al prójimo, ¿qué dice de nosotros la manera en la que nos relacionamos? ¿Qué revelan nuestros anhelos y deseos más íntimos?
En los últimos diez años, se han publicado numerosos ensayos con la intención de sentar las bases de un paradigma nuevo que gobierne las relaciones románticas. Por citar algunos: En Defensa de Afrodita (Tigre de Paper, 2015), Pensamiento monógamo, terror poliamoroso (La oveja roja, 2018), El fin del amor: Una sociología de las relaciones negativas (Katz editories, 2018), Anarquía Relacional. La revolución desde los vínculos (La oveja roja, 2020), El desafío poliamoroso. Por una nueva política de los afectos (Paidós, 2021). Aunque todos contienen planteamientos transformadores, hay dos ideas que no desaparecen: que los pilares que nos sostienen – salud, familia, amigos, trabajo – orbitan alrededor de las relaciones sexoafectivas y que, en última instancia, éstas nos definen.
Recuerdo la manifestación nocturna del ocho de marzo de 2016. Una chica llevaba una pancarta donde se podía leer: mi proyecto político son mis amigas. Me pregunto qué quiere decir que las amigas sean tu proyecto político e intuyo que es no alterar el espacio que ocupan a diario. Una idea que rescata la filósofa y escritora argentina, Tamara Tenembaum, en El Fin del amor: querer y coger en siglo XXI (Ariel, 2019), cuando dice que tiene en la amistad la fe de los conversos. «Creo que la amistad, entendida de forma personal pero también política, puede transformarlo todo, aunque todavía no sepamos exactamente cómo: es un modelo, algo para tener siempre en la cabeza». Si la experiencia amorosa es un hecho sagrado, la amistad es lo más próximo a la divinidad. «Hay un amor personal y humano que es puro y que encierra un presentimiento y un reflejo del amor divino. Es la amistad, siempre que esta palabra se utilice rigurosamente en el sentido que le es propio», señalaba, acertadísima, Simone Weil.
Quizás no se trata de poner la amistad en el centro sino de aceptar que ya lo hacemos y construir relaciones desde ese lugar seguro, tranquilo, responsable. ¿A caso no es lógico querer agarrarse a algo que sabemos que no va a desaparecer ni romper en cualquier momento?
Desposesión
La idea de que solo nos tenemos a nosotras mismas es una trampa. Y más en un contexto precarizado e incierto como el que atravesamos desde hace una década. Cuando los pilares se tambalean y resquebrajan – salud, familia, amigos, trabajo-, las relaciones de pareja se convierten en el único campo de batalla que podemos controlar. Terminar una relación, por ejemplo, puede derivar en una falsa ilusión de control igual que lo hace el espejismo de tener muchos frentes abiertos. Pero precisamente porqué los vínculos que construimos son lo único que podemos controlar, y en un contexto de desposesión crónica, resignificar el compromiso y hacerse cargo del deseo propio son aspectos centrales dentro de este nuevo paradigma que contempla un sinfín de opciones válidas y legítimas.
En su ensayo, Tenembaum destaca que, en el fondo, queremos vínculos igualitarios y honestos, pero estamos ansiosas por tratar de entender qué significa esto. «También queremos enamorarnos, queremos follar y queremos que nos quieran; queremos estabilidad y queremos adrenalina, el bote salvavidas y el oleaje, todo al mismo tiempo. Pero ¿se puede tener todo eso? ¿O es una receta para la frustración? ¿Es honesto este anhelo o es pura aspiracionalidad? ¿Soy tarada si lo persigo? ¿Soy cínica si lo abandono?». Mientras no decidimos o encontramos la respuesta a estos interrogantes, todo es posible. Pero igual que la autora, subrayo el verbo tener y rechazo la lógica de la acumulación permanente de cuerpos, deseo y placer que ocupa, actualmente, la centralidad del proceso.
Cada vez estoy más convencida de que el amor ni es sufrido, ni todo lo cree, ni todo lo espera, ni todo lo soporta. El amor es fácil, paciente y bondadoso. Se manifiesta de muchas maneras y todo lo ocupa. El amor no termina. El amor se transforma. ¿Cómo se reivindica una como romántica en el siglo XXI?