Por David Sánchez Piñeiro

Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es filósofo y escritor. Lleva más de treinta años viviendo en Túnez, pero prácticamente cada vez que pone un pie en nuestro país programa ritualmente una presentación de alguno de sus libros en el Local Cambalache de Oviedo. Esta vez le toca a Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017). Más de cuarenta cuerpos de toda edad y condición abarrotan el espacio autogestionado para escuchar atentamente a Alba Rico. El libro (y también esta entrevista) habla precisamente sobre ellos.         

P: Citas en el libro una frase del escritor italiano Alberto Moravia que dice que la Historia puede ser entendida como una batalla contra el aburrimiento, contra el tiempo y contra el cuerpo. ¿El ser humano está siempre intentando escaparse de su cuerpo?

SA: Creo que sí y tiene que ver con aquello que podríamos llamar la condición humana. Introduciría esta categoría, para distinguirla además de la condición histórica del ser humano: la condición humana como relacionada con aquello que ocurre cuando de pronto en la escala evolutiva biológica el Homo Sapiens adquiere un cuerpo, que no es algo que tengan todas las criaturas, ni mucho menos. El ser humano es la única criatura en la que se combinan, en un formato físico determinado, la carne y la palabra. En el libro defino el cuerpo como esa combinación chapucera entre carne y palabra. Desde el mismo momento en que aparece esta criatura, el cuerpo consiste en una fuga, el cuerpo comienza a huir de sí mismo por toda una serie de procedimientos intracorporales, intercorporales y extracorporales de los que hablo largamente en el libro. 

P: ¿Qué tiene de diferencial nuestra época para que esa huida del cuerpo, que es una constante histórica, se haya acelerado tanto?  

SA: Cuando hablaba de los distintos procedimientos de fuga que caracterizan a la condición humana mencionaba los extracorporales, que tienen que ver básicamente con dos vectores de aceleración: la economía y la tecnología. La historia de la humanidad es una historia de las distintas maneras en que se combinan la economía y la tecnología, añadiendo enseguida que la tecnología tiene su propia historia y que de alguna manera también ha sobredeterminado la economía y la condición humana o los vínculos antropológicos del ser humano. Esos dos vectores, a partir de un momento que se puede datar históricamente entre el siglo XIV y el XVI, se combinan de tal manera que la Historia se acelera y a partir de hace cincuenta años se acelera de una manera sin precedentes. 

La combinación de economía y tecnología entra en conflicto con eso que antes he llamado condición humana. Hay una cita excelente de Hobsbawm que explica muy bien este equilibrio conflictivo: a lo largo de la Historia, las fuerzas del cambio y las fuerzas de la conservación habían estado en equilibrio, a veces deplorable, pero en todo caso en equilibrio. Él decía que en este conflicto -que yo llamaría conflicto entre la condición histórica del ser humano y la condición humana- el equilibrio se había roto muy recientemente en favor de las fuerzas del cambio, de tal manera que era casi imposible dominarlas, o al menos dominarlas en términos democráticos. 

La reflexión de Hobsbawm, hecha en los últimos años de su vida, era muy desesperanzadora y tenía que ver con lo que cuento en mi libro: cuando esos dos vectores de aceleración combinados introducen una velocidad sin precedentes, nos encontramos con que tenemos, por un lado, un cuerpo estable desde hace 30.000 años, que no ha cambiado nada porque el cambio biológico sigue siendo darwiniano y, por otro lado, una serie de cambios culturales que son ya lamarckianos, que son cambios acelerados, que no permiten ni siquiera la estabilidad de una generación. Esa ruptura del equilibrio determina que el cuerpo mismo como característica de la condición humana en su estabilidad milenaria se haya convertido en una rémora, en un obstáculo, en cualquier caso en algo que se interpone en el camino del progreso.

El cuerpo mismo como característica de la condición humana en su estabilidad milenaria se ha convertido en una rémora, en un obstáculo, en algo que se interpone en el camino del progreso

P: Frente a esa “huida alocada, fantasiosa, tecnológica, de los cuerpos” reivindicas el amor como aquello que “nos encierra en el cuerpo”.

SA: Al cuerpo nos devuelve el dolor, el aburrimiento y el tedio, pero también el amor. Tampoco me gustaría que esto fuese una reivindicación cursi del amor. Yo alguna vez he escrito que el amor no transforma el mundo, pero sí lo sostiene, lo sostiene porque de alguna manera sostiene los cuerpos. Lo primero que uno ve emerger de las ruinas de una ciudad bombardeada por la combinación de tecnología y economía, o sea por la Historia, es una cuerda en la que se ha tendido una camisa, unas bragas y unos calzoncillos; se enciende un fuego en torno al cual los cuerpos se reúnen y se cuentan historias, a veces trágicas; se vuelve a follar… Es el último baluarte de la civilización o de la condición humana frente a la Historia. Lo podemos llamar amor y yo lo quiero llamar amor. Si no tiene la capacidad de transformar el mundo, sí tiene la capacidad de mantenerlo en pie.

P: Escribes que “es casi imposible desesperarse de aburrimiento, agonizar de aburrimiento, morirse de aburrimiento, rebelarse individualmente contra el aburrimiento, porque antes de tocar el hueso del tiempo, hemos encendido ya la tablet o la televisión”.

SA: Introducir el aburrimiento es introducir el tiempo, que es lo que se nos olvida. Una sociedad sin tiempo es una sociedad de deudores, una sociedad que vive en un eterno presente estimulado desde fuera por medios tecnológicos que han acabado por usurpar de algún modo la propia organicidad del cuerpo a través de lo que llama Bernard Stiegler la “proletarización del ocio”. Si un trabajador proletarizado es aquel que no es dueño de sus medios de producción, un ocioso proletarizado es aquel que no es dueño de sus medios de recreación, que no es dueño de su tiempo libre. El problema es que no somos dueños de nuestro tiempo libre.

Si un trabajador proletarizado es aquel que no es dueño de sus medios de producción, un ocioso proletarizado es aquel que no es dueño de sus medios de recreación. El problema es que no somos dueños de nuestro tiempo libre

P: Aunque no haya ningún capitalista que me lo esté quitando directamente…

SA: Te lo está quitando de otra manera, por eso se puede hablar de proletarización. Hay una industria del entretenimiento que genera tantos beneficios como la droga o la guerra y está orientada a que el tiempo de ocio no sea verdaderamente un tiempo de ocio, de skholé como lo llamaban los griegos y por lo tanto de escuela, de aprendizaje, de creación, de introducción en el mundo de variaciones heurísticas, que es para lo que sirve el aburrimiento. Una persona aburrida se puede convertir también en un peligro mortal, pero es que los peligros mortales también han contribuido a generar innovación y cultura en el sentido que a mí me interesa. Ese es el problema: que nos han robado todo el tiempo, el tiempo productivo, el tiempo del trabajo, y también el tiempo del ocio a través de esta proletarización que nos impide proyectarnos hacia el futuro con nuestras ganas de huir. Cuando uno está aburrido lo que quiere es dejar atrás el aburrimiento, el aburrimiento es el tiempo estancado en el cuerpo y por lo tanto una recaída en el cuerpo. 

Hay muchas formas de huir del cuerpo, a unas las podemos llamar luminosas o emancipadoras y otras son más bien lo contrario. Todas las grandes innovaciones creativas del ser humano, en el arte, en la cultura, en la música, tienen que ver con ese umbral del que uno huye, que es el estancamiento del tiempo en el propio cuerpo. Cuando tú impides que se estanque el tiempo en el cuerpo y lo haces además a través de medios tecnológicos que uniformizan la experiencia del ocio -“el ego en la época de su reproductibilidad técnica”, parafraseando a Benjamin-, lo que ocurre es que te encuentras con una curiosa y paradójica sociedad en la que se está constantemente nombrando el cambio, la transformación, la innovación y en la que ha colapsado, como dice Bernard Stiegler, el propio principio de individuación y con ello la memoria, la atención y los tiempos de espera, que están prohibidos por la industria del entretenimiento. El “cambio” es la regla de una sociedad sin transformación.

P: “No hay libertad frente a la pantalla, salvo la de apagarla”. ¿Cómo se apaga una pantalla?

SA: Con una decisión moral tan exigente que es casi como la máxima expresión de una decisión moral kantiana: decir “no” allí donde todo el mundo dice “sí”. Frente al nazismo al que todo el mundo sucumbe, Dietrich Bonhoeffer dice “no”. Ese decir “no” tiene unos costes altísimos: a Bonhoeffer le costó la vida. No puede ser que nos sintamos libres frente a una estructura tecnológica en relación con la cual lo único que podemos hacer es ese gesto totalmente negativo y casi pecaminoso de apagarlo. Es como si tuviéramos que decidir todos los días desconectar de la respiración asistida a un pariente que depende de que nosotros tomemos esa decisión o no. Apagar el ordenador es casi como practicar la eutanasia a un ser querido.

P: Es un gesto de superhéroe.

SA: Esto ya lo decía Günther Anders en los años 60 respecto a la televisión en La obsolescencia del hombre y creo que tenía toda la razón. No puedes considerarte libre desde el mismo momento en el que has introducido un aparato de televisión en el salón de tu casa. Es una visión muy apocalíptica de la tecnología, en términos de Umberto Eco. La televisión todavía representaba centralidad, incluso espacial; era lo que había sustituido al fuego. Ahora ha ocurrido una multiplicación, una descentralización de las pantallas que ya ni siquiera permite compartir el espacio alrededor del fuego. 

No cabe la menor duda de que las tecnologías nos permiten hacer cosas que antes no podíamos hacer. Añadiría: que a lo mejor antes tampoco necesitábamos hacer. Por ejemplo, si eres un inmigrante que ha tenido que dejar en su país a sus hijos para ganarse la vida en otro sitio, podemos decir que el hecho de poderte comunicar por Skype o por Whatsapp es una gran ventaja. Pero claro, a lo mejor es una solución a un problema que no debería existir: nunca nadie debería dejar a sus hijos en otro país para ganarse la vida. Y en todo caso, siempre nos preguntamos y contestamos con alborozo a la pregunta ¿qué nos permite hacer la tecnología?, pero la verdadera pregunta es: ¿qué nos obliga a hacer la tecnología?

Siempre nos preguntamos y contestamos con alborozo a la pregunta ¿qué nos permite hacer la tecnología?, pero la verdadera pregunta es: ¿qué nos obliga a hacer la tecnología?

P: En tu famosa triada propones ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico. El hecho de que el neoliberalismo haya sido capaz de modificar nuestro sustrato antropológico, ¿no nos obliga a relativizar o poner en cuestión, como hacen algunas corrientes de pensamiento posmoderno, la categoría misma de “lo antropológico”?

SA: La capacidad de destrucción no determina de ninguna manera la mayor o menor ontologicidad de lo que has suprimido. Que tú puedas transformar radicalmente la condición humana, a través de ciertos vectores de velocidad, de intervenciones tecnológicas o políticas, no quiere decir que la condición humana no signifique nada; quiere decir sencillamente que hay fuerzas más poderosas que tratan de acabar con ella. Esa es una objeción que a veces se utiliza olvidando en efecto que la destrucción no anula restrospectivamente lo destruido, sino que sencillamente lo destruye. Podemos lamentarlo o podemos celebrarlo, porque hay gente que celebra la destrucción de esos vínculos, pero yo diría que esa no es una objeción fuerte… 

P: En el fondo tiene que ver con cómo definimos lo antropológico.

SA: Necesitamos un criterio que nos permita juzgar si hay algo antropológico y si debe o no ser conservado. No puede ser la razón, porque es verdad que la posmodernidad es el colapso interno de la propia razón en su recorrido, la razón ha llegado tan lejos que se ha destruido a sí misma. Creo que la única posibilidad es la de sumarse a las reflexiones de Luis Alegre Zahonero en su libro El lugar de los poetas y tener la esperanza de que si la humanidad ha perdido la razón, todavía no ha perdido el juicio. Si confiamos en que todavía existe el juicio como ese sentido común que nos permite juzgar cada caso particular e introducirlo en un horizonte de aceptabilidad antropológica colectiva, lo importante es saber si seguimos queriendo conservar algo o no y si conservar eso es conveniente o no en las tareas de emancipación relativa de la humanidad, en la tarea para mi fundamental, que es la de alcanzar una relativa justicia social y un relativo nivel de democracia, como dice Wallerstein también en un tono bastante pesimista.

En la fórmula que evocas se nos olvida siempre la segunda instancia, que es el reformismo institucional y tiene que ver con el Derecho y la democracia. Ahora mismo tenemos una revolución permanente neoliberal de un lado y frente a ella un marxismo que ha cambiado poco en las últimas décadas, que es muy revolucionario en lo económico y a veces en ese terreno coincide también con los destropopulismos que pretenden frenar la globalización y el capitalismo. Del lado del conservadurismo antropológico tenemos también una ultraderecha que defiende las distancias cortas y los vínculos fuertes y que coincide muchas veces con la izquierda marxista en desdeñar la democracia. La única manera de introducir un arbitraje entre esas dos estancias, la revolucionaria en lo económico y la conservadora en lo antropológico, es introducir las instituciones y el Derecho como aquello que nos permite saber qué relaciones de fuerza están parasitando esos vínculos fuertes. La única manera de saber qué vínculos cortos nos podemos permitir y qué revolución en lo económico nos podemos permitir es introducir una instancia de arbitraje que es el Derecho, que tiene también su propia historia, pero que como dice Carlos Fernández Liria con muy buen criterio, es el único campo en el que la Humanidad ha experimentado propiamente progreso. 

Cuando abolimos la esclavitud no es que descubramos que la esclavitud es incompatible con la época en la que estamos viviendo, lo que descubrimos es que la esclavitud estuvo siempre mal. No se puede de ninguna de las maneras, una vez que se ha descubierto que la esclavitud es contraria a Derecho, considerar que los que esclavizaban a otros seres humanos estaban sencillamente respondiendo a los parámetros de su época. Eso que decía Chesterton de que no cabe imaginarse al capataz de una plantación esclavista diciendo, “bueno, yo estoy a favor de la esclavitud porque he nacido en el siglo XVI, si hubiera nacido en el siglo XX ya no lo estaría, porque serían otros tiempos”. El Derecho lo que introduce es un criterio a partir del cual puedes saber que lo que descubrimos hoy en la Historia ha estado siempre mal o ha estado siempre bien.

P: Otra de las frases de tu libro: “que los genitales sean incurables y las estrellas inalcanzables garantiza que en cualquier otro mundo posible – incluso en el mejor imaginable, sin capitalismo ni patriarcado- seremos fundamentalmente desgraciados y fundamentalmente incompletos”.

SA: Si la Historia la definimos como la distancia que existe entre el lugar donde vivimos y el lugar donde se decide nuestra vida, es obvio que como consecuencia de la combinación de esos dos vectores de aceleración la distancia ha aumentado muchísimo a lo largo de los últimos siglos. Es una ingenuidad utópica muy peligrosa pensar que hay algún mundo posible donde coincidan el lugar donde vivimos y el lugar donde se decide nuestra vida. La condición humana es opacidad, opacidad porque hablamos, y opacidad porque somos cuerpos de manera que desde el riñón que funciona a nuestras espaldas hasta la sexualidad -que tiene su propia historia pero en cualquier caso anclada también en un cuerpo- hacen que incluso en el mejor de los mundos posibles vayamos a tener conflictos, con nosotros mismos o con los demás. Hay que acortar esa distancia a sabiendas de que no se puede anular por completo y que cada vez que se ha intentado anular se ha generado, paradójicamente, un enorme aparato burocrático que en nombre de la transparencia decidía quién formaba parte del nuevo mundo y quién no.

P: Según tus palabras, la Sociedad del Bienestar fue “una utopía parcialmente cumplida en una mínima parte del planeta durante unos pocos años”. ¿Ya ha sido completamente desmantelada? ¿Qué crees que vendrá después?

SA: No sabemos lo que vendrá después. A pesar de la aceleración amnésica de esos dos vectores combinados, a pesar de que vivimos en una sociedad aquejada de alzheimer estructural y, en efecto, no es que ya no recordemos la caída del muro de Berlín, es que no recordamos lo que vivimos antesdeayer, a pesar de eso, yo creo que el Estado del Bienestar está todavía lo bastante cerca, también en el sentido de que quedan restos legales, quedan restos institucionales…

P: Errejón ha dicho en alguna ocasión que la sanidad pública o la educación pública son trocitos de socialismo dentro del capitalismo.

SA: Tiene toda la razón. Hay que recordar el “espíritu del 45” y, como recordaba Fontana en una famosa conferencia, lo que debe el Estado del Bienestar en Europa a la existencia de un régimen donde no había ni bienestar ni democracia. Si ha habido democracia en Europa en los últimos 60 años ha sido un poco gracias a la existencia de la Unión Soviética. Frente a la Unión Soviética, los europeos hemos gozado de un periodo de relativa democracia, de relativo Estado del Bienestar y de, por qué no decirlo, lo más parecido al socialismo que ha habido nunca en el mundo. De eso quedan restos legales e institucionales, queda una memoria que todavía tiene sus tentáculos en nuestra vida cotidiana. Todavía sabemos lo que podemos perder. Cuando lo hayamos perdido del todo, nuestras luchas irán en otra dirección, como en la Balsa de la Medusa, pero yo creo que ahora hay los suficientes restos legales e institucionales como para que tengamos todavía que disputar ese territorio, a sabiendas, en cualquier caso, de que puede que el capitalismo tenga, como decía una pintada en la calle de Buenos Aires, “los milenios contados”. 

En los últimos 60 años los europeos hemos gozado de un periodo de relativa democracia, de relativo Estado del Bienestar y de, por qué no decirlo, lo más parecido al socialismo que ha habido nunca en el mundo

Lo que no es de ninguna manera seguro es que el capitalismo vaya a ser sustituido por nada mejor y en ese sentido hay que tener mucho cuidado con la tentación de derribar defensas o baluartes institucionales porque a veces no funcionan bien, porque a veces están al servicio de fuerzas oscuras o económicamente interesadas o porque no sabemos para qué sirven. Yo escribí un cuento en mi libro Leer con niños en el que hablaba de un dragón con el que todo el mundo quería acabar. Era un dragón, que es algo siempre muy amenazador, y estaba en la frontera del reino arrojando fuego por la boca. El rey mandaba a príncipes y paladines para acabar con él y finalmente el dragón, herido de muerte, sucumbió. Pues bien, el dragón era en realidad la defensa en la frontera frente a los bárbaros, retenidos hasta entonces por la Bestia. Hay que tener muchísimo cuidado con no derribar una defensa porque nos parece que es banal o funcional al capitalismo, porque lo que puede venir después puede ser peor. Lo he dicho otras veces y no es una broma: la fase superior del capitalismo es la mafia. Probablemente lo que viene después es una especie de retorno a un feudalismo mafioso en el que habrá que vender el propio cuerpo al señor feudal que mejor pueda defenderlo. No me gustaría eso para mis hijos y mis nietos

P: Para ti la nación crea un nosotros ‘asfixiante y peligroso’. ¿Hay vida política más allá de la nación? ¿Es una hipótesis antropológicamente realista?

Junto a esa frase también cito a Eagleton para recordar que sólo hay una cosa peor que tener identidad y es no tenerla. Igual que podemos pensar en un yo modesto habría que pensar en una nación modesta. Al yo hay que darle algo que hacer, hay que hacerle alguna concesión, solamente los grandes místicos y en momentos de transporte místico han conseguido arrancarse su yo. El yo vuelve una y otra vez. Habrá que pensar un yo modesto, que no acapare espacio, que no devore las asambleas políticas, que en términos de género no arrebate todo el terreno al otro. 

En estos momentos quedarse fuera del debate por la disputa de la identidad te deja un poco fuera de juego. Tenemos que pensar cómo disputar la identidad. Lo que hay que pensar es una nación modesta, que es exactamente lo contrario de lo que están planteando todos aquellos que tienen un concepto de la nación muy ontológico y muy histórico. Si tenemos constancia de algo en términos históricos después de las luchas de los últimos 20 años es que, no ya el internacionalismo, que era una buena idea malograda, sino el cosmopolitismo, ha sido un vehículo de reproducción del neoliberalismo y del peor capitalismo.

Si tenemos constancia de algo en términos históricos después de las luchas de los últimos 20 años es que el cosmopolitismo ha sido un vehículo de reproducción del neoliberalismo y del peor capitalismo  

P: “No es fácil producir una identidad democrática, de manera que un cuerpo, preguntado por su condición, en lugar de responder ‘soy español’ (…) afirme: ‘soy un somos'”. ¿Por qué España no puede ser esa identidad democrática y ese somos?

SA: Tiene que ver con todo lo que cuento en el libro acerca de la relación entre el cuerpo y el relato. Hay algo que es naturalmente populista que es el cuerpo. El cuerpo solo se entiende a sí mismo y entiende el mundo a través del relato y todo relato es corporal. Tú puedes contar un cuento que se llama Los tres cerditos pero no podrías contar un cuento que se llama Los 8.427 cerditos. Los cuentos, los relatos, se hacen con tantos elementos como puedes contar con una mano o como mucho con dos manos. La identidad, el cuerpo y el relato son tres cosas que no se pueden disociar. 

La democracia no puede tener una bandera, en una bandera nunca verás la democracia. Verás un territorio en el que habrá un régimen del que te sentirás muy orgulloso porque es el más democrático del mundo, pero la democracia no tiene ni una bandera ni tiene un plato típico del que te puedas sentir muy orgulloso. Creo que la democracia directamente no produce identidad, se construye a través de otros nosotros. Hay que pensar en un nosotros que incluya entre sus características fundamentales la democracia. ¿Qué significa eso? Que si tú consigues introducir en el cuerpo del relato la democracia, ese mismo rasgo corporal va a impedir que ese cuerpo se convierta en un monstruo excluyente o en un monstruo devorador de los demás. Pero es verdad que es muy difícil convencer a un cuerpo de nada si no es a través de un relato. Y eso forma parte de la regla misma de la corporalidad, no es que nos guste engañarnos a nosotros mismos como pretende el marxismo más clásico porque estemos alienados. Nacemos y vivimos alienados y lo único que podemos pretender, como miembros de una comunidad, es contar buenos relatos, relatos verdaderos. 

P: Has escrito en eldiario.es que desde la entrada de los 52 diputados de Vox en el Congreso, “vivimos en otro país, uno nuevo que voltea el que parecía estar fraguándose a partir del 15M y que convierte la España tolerante, solidaria, antirracista, feminista, fresca y olvidadiza en la que creíamos vivir en una España de otro tiempo, muy en línea con la Europa destropopulista, pero con rasgos propia y trágicamente ‘españoles'”. ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas en tan poco tiempo?

SA: Cada uno tiene su propia respuesta a esa pregunta. Quizás este es el momento de que nos callemos todos, porque cada uno de nosotros va a tender a echar la culpa siempre a otro y ese otro probablemente va a ser o haya sido un compañero. Lo que hay que registrar es una convergencia de factores endógenos y exógenos, algunos claramente europeos, otros en clave nacional y otros que tienen que ver también con la propia construcción del cambio a partir del 15M. A lo mejor no se podía hacer de otra manera. 

Quizás este es el momento de que nos callemos todos, porque cada uno de nosotros va a tender a echar la culpa siempre a otro y ese otro probablemente va a ser o haya sido un compañero

Si pensamos en Podemos, diré que yo aposté por Vistalegre I porque existía una brecha que había que aprovechar y sólo se podía aprovechar montando muy deprisa un partido insuficientemente democrático. Yo creo que eso ha pasado factura, obviamente. Pero también creo que al final lo que impidió esa transformación, en contra de nuestra tentación de identificar siempre una fuerza hegemónica que lo habría previsto todo y determinado todo, fue un factor de aleatoriedad sin muchos precedentes en la historia de España. Eso que decía Pascal cuando hablaba de la nariz de Cleopatra: que si hubiera sido un centímetro más corta la historia del mundo habría cambiado. Están todos los factores de clase, económicos, el IBEX 35, el baronato del PSOE, los aparatos de los grandes partidos que se resisten, la situación en Europa… y junto a eso también toda una serie de elementos muy aleatorios que nadie podía prever y que son turbiamente psicológicos o puramente fácticos, y que en una encrucijada determinada acaban inclinando las cosas.