Tomás Rodríguez Hisado (@Hisartor)
Hoy, 8 de junio de 2022, se cumplen 15 años del fallecimiento de Richard Rorty (1931-2007). La trayectoria de este pensador estadounidense se caracteriza por una serie de giros, que en filosofía suponen algo así como cuando Violeta Magriñan dejó a su novio por otro en directo en Supervivientes, cuando Melendi pasó de ser perroflauta a híspter o como cuando Figo se pasó al Real Madrid después de cinco años en el Barça. Sin embargo, lejos de atestiguar una superficialidad o falta de compromiso acomodaticia, son, por el contrario, un ejemplo de honestidad, valentía y humildad intelectual. No en vano Richard Rorty ha sido puesto a la altura de Jacques Derrida, Gianni Vattimo o Jürgen Habermas como uno de los pilares del pensamiento de finales del siglo XX.
Proveniente de la filosofía analítica, Rorty dedicó su primer libro, El giro lingüístico (1967), a hacer un recorrido por los textos claves de esta corriente que, surgida a comienzos del siglo XX en torno al Círculo de Viena, se proponía hacer del análisis lógico del lenguaje —limitando este a la descripción de una realidad empírica— el único objeto posible de la filosofía. Al poco fue tomando distancia de estas posiciones y se sirvió del pragmatismo, una corriente de pensamiento tan estadounidense como una cheeseburger, para criticar nada menos que los puntales básicos de la epistemología moderna: la idea de que se puede y se debe intentar conseguir que nuestras representaciones del mundo se conviertan en una imagen especular exacta de él, puliendo las lentes con las cuales abordamos la realidad hasta volverlas del todo transparentes. Se comenzó entonces a interesar por figuras de la filosofía continental como Nietzsche, Heidegger o Derrida para afirmar la contingencia de nuestras representaciones del mundo. Nuestra experiencia de la realidad quedaría definida por relaciones entre conjuntos de enunciados que a lo más que pueden llegar es a establecer un sentido convencional, histórico y precario del mundo, ni más ni menos válidos que otros. Aparece aquí su defensa de la ironía como ese distanciamiento respecto a los asuntos del mundo que permite alumbrar una lucidez especial, no tanto sobre las soluciones, sino sobre la naturaleza del problema: la pura indeterminación y contingencia que rige la existencia. Nos anima, en definitiva, a no tomarnos demasiado en serio a nosotrxs mismxs.
Este artículo, lejos de pretender constituir un obituario a destiempo o una reflexión general sobre la obra de Rorty, se propone sencillamente fijar la atención en una gota del océano de su pensamiento. Concretamente, intentaré acercarme a su noción de justicia y su relación con la identidad individual y colectiva. Aprovechando la riqueza que proporciona la combinación virtuosa del pensamiento filosófico y la ficción en cualquiera de sus formas, nos apoyaremos en la película Antes y después (1996) de Barbet Schroeder para tratar estos aspectos del pensamiento rortiano.
¿justicia o Justicia?
Desde el lugar privilegiado que le daba Platón como fuente de todas las virtudes —sólo subordinada a la idea suprema del Bien— hasta el trabajo de John Rawls, la justicia es sin duda uno de los conceptos que más reflexiones teórico-políticas ha ocupado. El jurista romano Domicio Ulpiano la definió como «la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho». Ahora bien, ¿qué es aquello a lo que tiene cada individuo derecho? ¿Qué es eso que le corresponde y que a partir del momento en el que se le conceda podremos calificar la situación como justa?
Para algunos, existen principios normativos válidos en todo tiempo y lugar, capaces de dar servir de fundamento político a toda comunidad humana. Por tanto, existirían unos derechos naturales universales consustanciales a los seres humanos y la justicia —o, mejor dicho, la Justicia— se lograría cuando se lograra crear un orden —el Orden— que garantizara que van a ser plenamente respetados. En otra posición se ubicarán quienes tomen los atributos jurídicos que la primera asocia a los individuos a meras consideraciones morales históricas y, por tanto, contingentes. No habría, para esta segunda visión, normas o preceptos de validez atemporal, todos serían «hijos de su tiempo», arraigados en las prácticas políticas de cada momento.
Justicia y lealtad
No obstante, la justicia, aun en minúscula, retendría algo de universal que la haría distar con mucho del tipo de criterios que aplican organizaciones privadas, las cuales no evaluarían sus actos según si son justos o no, sino que atienden a elementos emotivos y parciales como es la lealtad a un grupo determinado.
La lealtad y la justicia serían principios contrapuestos. La lealtad sería un sentimiento privado de adhesión marcado por los afectos personales que aparecería con especial fuerza en situaciones críticas que exigieran de nosotros un mayor compromiso con quienes nos son cercanos y un mayor distanciamiento con quienes no lo son. La justicia, al contrario, sería un producto de la razón, cualitativamente diferenciado de la lealtad, incapaz de generar vínculos lo suficientemente densos afectivamente como para generar adhesión espontánea, especialmente en momentos críticos. La justicia tendría un carácter público, razonado, marcado por la obligación moral, no por volitivas relaciones de confianza entre individuos. Habría un muro que las separaría categóricamente y que sería igual de grueso que el que separa lo público de lo privado y lo racional de lo afectivo. Eso mismo sería lo que garantizaría una separación tajante entre lo justo y lo arbitrario.
Esta distinción queda ilustrada con claridad en la película arriba citada de Antes y después (1996). Como, pese a no ser del tipo que ponen en Antena 3 a la hora de la siesta, tampoco es un peliculón, me permitiréis que la destripe. La película muestra el conflicto que se da en una familia de clase media de uno de esos pequeños pueblos anónimos de Estados Unidos cuando una noche el jefe de policía llega a la casa preguntando por el hijo mayor de la pareja, Jacob: resulta que la novia del joven adolescente ha aparecido muerta. Como sospechoso, el policía quiere interrogarlo y examinar su coche, pero el joven está fuera de casa. Los padres reaccionan indignados ante la sospecha que pesa sobre su hijo y niegan el acceso al agente. El policía, contrariado por la falta de voluntad de cooperar que muestran sus vecinos, se marcha en busca de una orden judicial para efectuar el registro. En los minutos que tarda en regresar acompañado de varios agentes más, el padre acude al garaje y encuentra, aterrado, unas prendas ensangrentadas en el maletero del coche de su hijo. Ata cabos y, sin dudarlo, las quema inmediatamente y limpia a conciencia el vehículo, intentando destruir toda prueba que pueda incriminar al joven. Un rato más tarde, lo justifica ante su mujer diciendo: «¿Qué? ¿Qué hay que decidir? Dime, ¿qué? Nada puede resucitar a esa chica. Lo siento, pero ya es tarde: tenemos que pensar en Jacob». El joven acaba apareciendo al poco contando su versión, según la cual la muerte de la joven sería un homicidio involuntario fruto de un forcejeo en una pelea entre la pareja.
Lo que ocupa el resto de la película —y lo que nos atañe aquí— no es la investigación del caso y el examen de su versión de los hechos, sino el desgarro que experimenta la familia por las lealtades cruzadas que mantienen sus miembros. Mientras que el padre —que desde el principio tomó partido para proteger a su hijo de la acción de las instituciones judiciales— defiende contar una versión de la historia ligeramente alterada para descargar a Jacob de gran parte de la responsabilidad, la madre toma la posición contraria. Ella es partidaria de contar toda la verdad, puesto que confía en que el tribunal sabrá ver que todo fue un accidente y que su hijo es inocente. Incluso una vez tomada la decisión de alterar la versión para intentar evitar la condena de Jacob, la madre cambia de opinión en el último momento y declara ante el juez los hechos tal cual se los contó su hijo.
La película pone en juego la tensión entre lealtad y justicia. Por un lado, el padre sería un ejemplo de lealtad, ya que funda sus acciones durante toda la película no en el convencimiento de que lo que hace es algo moralmente bueno o justo, sino en el sentimiento de amor que siente hacia su hijo, que lo hace querer protegerle incluso de las consecuencias de sus propios actos. Igual que Antígona, está dispuesto a romper la ley civil si eso le permite seguir siendo fiel a la obligación familiar que siente que tiene hacia su hijo. La madre, por el contrario, actuaría guiada por la idea de justicia, de un deber que hay que cumplir aun cuando pueda ser doloroso por las consecuencias que puede tener para nuestros seres queridos. Como Abraham en el Antiguo Testamento, está dispuesta a sacrificar a su primogénito con tal de cumplir con lo que la autoridad superior demanda de ella, que en este caso toma la forma del Estado. Es un tipo de deber que se justifica a sí mismo: hay que hacerlo porque es lo que hay que hacer, no hay más.
No obstante, y aquí entra la propuesta de Rorty (1998), la distancia entre ambas posturas no sería tal. No podría establecerse una separación tajante entre la lealtad y la justicia. No serían cualitativamente distintas, sino que lo único que las separaría es una diferencia de grado. La justicia tendría un carácter tan afectivo y ajeno a la racionalidad como la lealtad, puesto que ambas formarían parte de la misma esfera de la contingencia. Lo distintivo de la justicia estribaría únicamente en que sería una lealtad desarrollada hacia una comunidad lo suficientemente grande como para estar en condiciones de hacerse pasar por universal, esto es, por lograr convencer a sus miembros de que las normas que los rigen no se asientan en valores contingentes y parciales sino necesarios y generales.
El dilema que desgarra a la familia de la película no es entre actuar de acuerdo con la justicia o según la lealtad familiar, sino entre dos lealtades distintas: una a la comunidad política y otra a los miembros del clan familiar, una más extensa y la otra más acotada. Igualmente, cada una interpela a facetas distintas de la identidad. Mientras que la madre se ve interpelada en tanto que ciudadana y como tal sólo contempla acudir a las instituciones públicas para solucionar la situación, el padre se ve interpelado en tanto que progenitor y por ello en él prima una lealtad más restringida, limitada a la familia. La Antígona de Sófocles y el Abraham del Antiguo Testamento no serían tan distintos después de todo.
Conclusiones
Con su aproximación al concepto de justicia como lealtad ampliada, Rorty nos ayuda a desnaturalizar, problematizar y politizar nuestra relación con los imperativos que definen nuestra conducta, lo cual es en todo caso una tarea encomiable. Pero su contribución no se queda ahí, sino que a mi juicio incluye, al menos, dos elementos que vale la pena considerar.
En primer lugar, uno en clave antropológica. El planteamiento de Rorty sobre la justicia dibuja una idea de ser humano en la que el sujeto no se encuentra en un estado de reposo y estabilidad, sino como «desgarrado por lealtades en conflicto». Un sujeto que no se halla plenamente reconciliado consigo mismo, sino que alberga en su interior una lucha entre distintas facetas de su identidad. De estas identificaciones alternativas se derivan lealtades distintas, entrando en juego cuando el sujeto se pregunta —y lo hace de forma constante— cosas como «¿qué tengo que hacer para hacer lo correcto, para sentir que estoy siendo fiel a mí mismo? ¿Seguiré siendo como soy si hago esto en lugar de aquello?». Cada una de estas lealtades imprimen un sentido particular a su vida, vinculándolo a una u otra colectividad de individuos, situando por encima del resto una u otra faceta de su identidad. De esta manera, esta aproximación al ser humano pone de manifiesto que los vínculos que mantiene con otros no son meros complementos a su identidad, sino que son la materia misma con la cual está forjada; y que es, por tanto, esencialmente vulnerable.
Una segunda conclusión de índole política que podemos extraer de la propuesta de Rorty se refiere a la relación entre identidad, lealtad y acción (política). La lealtad sería el nexo entre la identidad y la acción, el detonante de la acción que, apelando a una determinada faceta de la identidad del individuo, le hace tomar una posición política u otra. Por ello, modificar aquello a lo que se es leal —y producir, así, algún cambio social— requeriría operar cambios en la identidad de los sujetos. Construir identidades políticas, es decir, razones por las que ser leales a una cosa y no a otra, sería la tarea fundamental de toda política emancipadora. Lo que en la película los padres estaban protegiendo no era, en realidad, a su hijo, sino a sí mismos, a su propia integridad identitaria. El padre, que se identificaba más como padre que como ciudadano, no podía hacer otra cosa más que intentar proteger por todos los medios a su hijo del rigor de la justicia. Si no lo hiciera, se estaría traicionando, dejaría de ser él mismo, en tanto que se concibe fundamentalmente como padre. La madre, más de lo mismo, pero en tanto que en su identidad pesaba más su faceta de ciudadana que de madre, era más leal al sistema judicial y esperaba de él benevolencia hacia su hijo. La política sería, pues, una lucha por la identidad: por hacer que una o varias de las facetas de la identidad del sujeto se imponga sobre las otras, construyendo otras nuevas por el camino.
Referencias
Rorty, R. (1998): “La justicia como lealtad ampliada”, en Pragmatismo y política, Barcelona, Paidós.