Crisis permanente. Entre la fraternidad huérfana y una democracia insurgente. Jordi Riba. Barcelona: NED, 2021.
Por Luis Roca Jusmet
Jordi Riba es profesor de filosofía de la UAB y también investigador asociado en el laboratorio «Logiques Contemporaines de la Philosophie» de la Universidad París VIII. El libro que nos ocupa continua un conjunto de ensayos que ha ido publicando los últimos años sobre un tema central sobre el que lleva mucho tiempo reflexionando: el papel del individuo en la renovación democrática y su articulación filosófica. Ahí se encuentran Republicanismo sin república (2015) y Crisis, fraternidad y democracia (2018). También habría que citar su traducción de La democracia contra el Estado (2017), libro escrito por su maestro Miguel Abensour, no hace mucho fallecido y al que le dedica este libro. Ahora bien, no creo que sea todavía «el momento de concluir» sino que es todavía, siguiendo los tiempos lacanianos, «tiempo de comprender». Quizás porque la única conclusión posible sobre la radicalidad democrática es que no hay conclusión definitiva, ya que todas las problemáticas que despliega quedan siempre, en algún sentido, abiertas.
El libro se inicia con el despliegue en tres escenas de las crisis de la modernidad que estamos viviendo: en primer lugar, la crisis filosófica después de la muerte de Hegel, en segundo la crisis de la reproducción social en todas sus facetas (política, económica, institucional, ecológica) y finalmente la más paradójica de todas, que es la crisis «de la crisis y su futuro». Pero la cuestión es que no hay que tratarlas como crisis puntuales que se dan en la modernidad, sino que son estructurales a la propia modernidad es una crisis permanente. Este es el signo de estos tiempos modernos en los que continuamos estando, en el que ya no hay tradición posible a la que acogerse ni una tierra prometida a la que llegar. Y este último punto es el que lleva a considerar que el ideal ilustrado también está agotado. Jordi Riba recurre a un filósofo francés del siglo XIX, Jean-Marie Guyau, no muy conocido, pero sí muy importante (y que el autor conoce muy bien) que plantea que para acogerse radicalmente a lo que implica la noción de la modernidad y sus consecuencias, hay que entenderla como «irreligión» en lugar de como «secularización». Porque asumir la modernidad quiere decir aceptar la incertidumbre (buen momento para recordarlo) de la falta de fundamentos, del cuestionamiento no solo del progreso sino también de la identidad. Siguiendo la metáfora (un buen recurso, nos recuerda Jordi Riba, como dijeron Blumenberg o Wittgenstein) es como si estuviéramos en una embarcación sin timón, en la que no vemos ni de dónde venimos ni adónde vamos, pero en la que hemos de evitar la deriva y, por supuesto, el naufragio. ¿De qué disponemos? De Nosotros mismos. Aquí aparece la expresiva noción de «fraternidad huérfana», felizmente rescatada por Jordi Riba. Ya hace unos años Antoni Doménech nos lo recordó en su brillante ensayo El eclipse de la fraternidad. Ahora, el autor del libro vuelve a hacerlo desde una perspectiva renovada. ¿Qué son la igualdad y la libertad sin la fraternidad? Algo limitado, que hace perder gran fuerza de este lema que ha inspirado los movimientos emancipatorios desde la revolución francesa. Y es un concepto que no puede sustituirse por el de solidaridad (ni mucho menos por el de «empatía», añado yo). Porque la fraternidad es, por definición algo horizontal, entre iguales que cooperan, que comparten y se ayudan. Y esta fraternidad huérfana ya no tiene Padre. Esto me sugiere desde «la Muerte de Dios» de Nietzsche hasta los aforismos de Norman O. Brown en su inclasificable y sorprendente libro El cuerpo del amor, que presenta la fraternidad como la única salida a la Muerte del Patriarcado y la caída de la Autoridad.
Visto lo anterior solo hay que dar un paso, que resulta evidente una vez lo hemos hecho, que es el de entender que la única expresión política coherente con esta fraternidad huérfana es la comunidad política democrática. Entramos aquí en los dos últimos capítulos, los más importantes en cuanto a la elaboración política de la propuesta, que son «El papel de la fraternidad huérfana en la renovación democrática» y «Pensamiento crítico y democracia insurgente». Aquí vemos el peso inspirador que tiene el pensamiento de Abensour en la trayectoria de Jordi Riba. Pero también la presencia en ambos del imprescindible Claude Lefort. La «democracia salvaje» de Lefort se transforma en la «democracia insurgente» de Abensour, tomando como referencia una determinada lectura antiestatista de Marx. Abensour insiste en el necesario impulso utópico de la democracia: democratizar la utopía y utopizar la democracia, nos sugiere. Y resulta aquí muy interesante la referencia a Emmanuel Lévinas de que el elemento utópico debe ser siempre «lo humano», entendido como vínculo y como encuentro, tomando la amistad como referencia, no desde un humanismo abstracto. Lo imprescindible es, en esta línea, despojar a la utopía del elemento mitológico. La ilusión de la sociedad perfecta por llegar. El mismo Lefort ya nos avisó que frente a la pérdida de la tradición se abrían dos vías: la democrática y la totalitaria. Esta tierra firme imaginada es la que ha creado los totalitarismos, que vienen a ser aquello contra lo que Guyau nos prevenía: las religiones secularizadas. No, las creencias no sirven. Hemos de movernos en lo incierto, en este movimiento que nos impulsa a la emancipación colectiva. Hay que mantener el lugar vacío en el timón: en cuanto lo ocupa alguien ya restituimos la figura de Otro que nos guía.
La única expresión política coherente con la fraternidad huérfana es la comunidad política democrática
Pero los problemas que aparecen son muchos y profundos. Jordi Riba, afortunadamente, no pretende tener la solución. No es esta la función de la filosofía, sino la de asumir el riesgo, la de abrirnos nuevos horizontes para entender el mundo en que vivimos y abrir caminos posibles, pero nunca seguros. Hablamos de una función crítica, no normativa, de la filosofía. Si aceptamos el planteamiento de Abensour y de Jordi Riba de una democracia sin Estado, entendiendo por esto último el aparato burocrático (cuestión que, por mi parte, como defensor del Estado de derecho, no acabo de compartir del todo), se presentan varias problemáticas:
- ¿Cómo defender la comunidad política desde el respeto a la individualidad?
- ¿Cómo transformar el movimiento democrático en institución para que pueda sostenerse sin caer un aparato estatal burocrático?
- ¿Cuál es el papel de las leyes en esta institucionalización? ¿Debe cristalizar en una Constitución? ¿Cómo garantizar su cumplimiento?
- ¿Debemos considerar la sociedad civil como la sociedad política?
En todo caso hay que recoger la herencia (como hacen Lefort y Abensour) de Maquiavelo cuando plantea que las oligarquías («los grandes») tienden siempre a establecer relaciones de dominio y el pueblo debe estar siempre alerta para impedirlo. Me vienen aquí dos referentes complementarios, que son las de Philippe Pettit, en su definición de la libertad como no-dominación, y Michel Foucault cuando reivindica los «derechos de los gobernados». De todas maneras, las referencia del libro son múltiples, aparate de los citados: Habermas, Hanna Arendt, Merleau Ponty, Paul Ricoeur, Jacques Rancière, Alain Badiou, Pierre Rosanvallon… Con todo, al no ser un libro muy extenso, las alusiones a puntos sugerentes de estos pensadores no pueden ser completamente desarrolladas.
En todo caso, nos encontramos con un libro muy interesante, como material de reflexión, sobre la apuesta democrática emancipatoria. Un buen libro para pensar la política desde la filosofía, no como algo de lo que deben ocuparse solo a los que hoy llamamos políticos, sino como algo que nos incumbe a todos. Este es el primer presupuesto de la democracia, que como nos decía Cornelius Castoriadis, no es un procedimiento formal sino una cultura.