Por David Sánchez Piñeiro

Una de las consecuencias imprevistas de la pandemia del COVID-19 es el aumento de la demanda social de opiniones ‘filosóficas’. El País quiere saber qué opinan los filósofos, El Confidencial quiere saber qué opinan los filósofos, la sociedad quiere saber qué opinan los filósofos y los filósofos, por supuesto, están encantados de descubrir que la sociedad necesita conocer sus opiniones. Parafraseando a Gramsci podríamos decir que el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen… los filósofos.

Los filósofos surgen porque anteriormente su presencia estaba relegada a los márgenes. Los ‘expertos’ que copan la esfera pública en ‘tiempos normales’ son los periodistas, los politólogos, los sociólogos o los economistas; los filósofos, salvo contadas excepciones, se encuentran recluidos en la academia. El objetivo de este artículo no es hacer un resumen de las opiniones sobre la pandemia de todos nuestros filósofos nacionales e internacionales (en masculino porque están opinando mayoritariamente hombres), sino preguntarse por qué en medio de una pandemia la sociedad recurre a los filósofos, es decir, qué imagen tenemos de la filosofía para que en una crisis como la que estamos viviendo consideremos que tiene algo importante que decirnos y que ese algo no lo vamos a encontrar en ningún otro sitio. ¿Por qué surge esta ‘necesidad’ de filosofía en tiempos excepcionales?

Los filósofos surgen porque anteriormente su presencia estaba relegada a los márgenes. Los ‘expertos’ que copan la esfera pública en ‘tiempos normales’ son los periodistas, los politólogos, los sociólogos o los economistas

Una explicación (parcial) la podemos empezar a desarrollar a partir de la obra de un autor que siempre mostró muchas reticencias hacia la concepción establecida de la filosofía (hasta el punto de asegurar que la disciplina ha terminado por crear las condiciones de su propia imposibilidad): Ernesto Laclau. La operación teórica de Laclau se origina con un movimiento aparentemente contraintuitivo: si hablamos de ‘lo social’ y de ‘lo político’ en última instancia nos estamos refiriendo a lo mismo. ¿En qué sentido? Los horizontes simbólicos, los valores morales, la redistribución de riqueza y de recursos, las identidades individuales y colectivas, los cánones estéticos y el sentido de todas nuestras prácticas cotidianas tienen una naturaleza doble social y política. Mientras en tiempos de normalidad las consideramos prácticas sociales naturalizadas (o sedimentadas) cuyo sentido último no es cuestionado, en tiempos extraordinarios se reactiva su condición política y su carácter contingente: la sociedad actual no es la única sociedad posible; existen configuraciones alternativas (peores y mejores) para todos y cada uno de nuestros ritos cotidianos.

Los cambios drásticos o revolucionarios son poco frecuentes en sociedades democráticas. No suele ocurrir que se cuestione o que se politice a la vez el sentido de todas las prácticas o convenciones sociales (en parte porque muchas suelen funcionar de forma eficiente para un número considerable de individuos, en parte por una ausencia de imaginarios alternativos confiables y en parte porque toda sociedad tiene un límite de tolerancia a la incertidumbre, pues de lo contrario terminaría por convertirse en un espacio regido por lógicas neuróticas). Lo extraordinario de la situación actual es que un virus microscópico ha sido capaz de producir un shock tan intenso que ha suspendido momentáneamente el funcionamiento normal de la sociedad: “todo lo que era sólido se desvanece en el aire”, como decía Marx. 

Lo extraordinario de la situación actual es que un virus microscópico ha sido capaz de producir un shock tan intenso que ha suspendido momentáneamente el funcionamiento normal de la sociedad

Si la pandemia fuese sinónimo exclusivamente de crisis sanitaria podríamos vivir el confinamiento como una interrupción acotada en el tiempo cuyo ‘único’ balance negativo (ya suficientemente trágico) sería el número de víctimas provocadas por el coronavirus, pero cuyo final representaría una ‘vuelta a la normalidad’. Sin embargo, todo indica que las consecuencias sociales y económicas que producirá esta crisis (y que ya se están empezando a notar antes incluso de que podamos salir de nuestras casas) nos obligarán a repensar y reorganizar nuestras sociedades, como si de una situación de posguerra se tratase. Estos días circula en redes una imagen antigua de un enorme cartel luminoso proyectado en la fachada de un edificio en el que se puede leer el siguiente mensaje: “no volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema”. Quizás no sea demasiado inteligente ponerse a discutir ahora sobre si la normalidad era o no era el problema, cuando hay mucha gente que lo daría todo por volver a su vida de hace tres semanas, que seguramente estuviese muy lejos de ser ideal, pero en cualquier caso era algo parecido a un ‘paraíso’ en comparación con el ‘infierno’ actual; lo que está claro, en cualquier caso, es que “no volveremos a la normalidad”, o al menos no a la normalidad inmediatamente anterior a la pandemia.

De la misma forma que en España existe un europeísmo considerablemente acrítico, también tenemos un visión ingenua e idealizada de la filosofía, consolidada por algunos de los representantes más mediáticos del propio gremio. Se piensa en el filósofo como aquel que está por encima del bien y del mal, que no se ‘mancha’ en discusiones políticas, que es capaz de identificar las raíces de los problemas, de vislumbrar el sentido de la vida o de percibir la esencia de las cosas, siempre de manera privilegiada respecto al ‘hombre vulgar’. En una entrevista reciente Emilio Lledó expresaba el deseo de que “después de esta crisis del virus intentemos reflexionar con una nueva luz, como si estuviéramos saliendo de la caverna de la que hablaba el mito de Platón, en la que los hombres permanecen prisioneros de la oscuridad y las sombras”. El filósofo como el mediador que nos ayuda a escapar de las sombras (las mentiras, las fake news, los engaños, la ignorancia) y nos muestra el camino hacia la luz (la verdad); el filósofo como el pensador de tiempos extraordinarios en los que todas las certezas se desvanecen (sobre todo las de los neoliberales y otros enemigos eternos del Estado). El filósofo como aquel que habitualmente vive ‘en otro mundo’ y por lo tanto quizás esté ahora más capacitado que otros ‘especialistas’ para decirnos algo acerca del nuevo mundo desconocido que acecha a la vuelta de la esquina.

Se piensa en el filósofo como aquel que está por encima del bien y del mal, que no se ‘mancha’ en discusiones políticas, que es capaz de identificar las raíces de los problemas, de vislumbrar el sentido de la vida o de percibir la esencia de las cosas, siempre de manera privilegiada respecto al ‘hombre vulgar’

La ‘normalidad’ anterior a la crisis no era el mundo de ‘la oscuridad y las sombras’ y el nuevo mundo que saldrá de ella seguramente no tenga nada que ver con ninguna ‘salida de la caverna’. Conviene evitar este dualismo ontológico de origen platónico y comenzar a pensar la realidad en el plano de la inmanencia, señalando si se quiere que cuando estalla una crisis las prácticas sociales ven interrumpido su funcionamiento normal y nos permiten entrever sus costuras políticas y por lo tanto operar colectivamente sobre ellas (estableciendo, por ejemplo, un Ingreso Básico Universal), pero sin olvidar que lo social y lo político son dos momentos alternativos dentro de un mismo nivel ontológico y que no hay ningún más allá (ni más acá) al que los filósofos tengan un acceso privilegiado. Por eso José Luis Villacañas afirmaba que “el filósofo ha de tener conciencia de la condición democrática de su oficio. El filósofo no tiene otras evidencias que las que están al alcance de los demás ciudadanos. Comparte el mundo con ellos. No tiene mundo propio”. Si el mundo que compartimos es de naturaleza socio-política entonces tendremos que acostumbrarnos todos a pensar en términos socio-políticos, incluidos los filósofos.