Por Antxon Arizaleta

El día 28 de julio de 2016, Hillary Clinton era nominada como candidata del Partido Demócrata a la presidencia de los Estados Unidos de América. Fue el punto final a seis largos meses de dura batalla entre la ex secretaria de Estado y el senador Bernie Sanders. El establishment del partido había conseguido imponer a su preferida y detener el terremoto que el movimiento político de Sanders estaba provocando y que amenazaba con sacudir los cimientos de la organización. Sin embargo, el ambiente estaba enrarecido, diferente. Los rostros de los dirigentes demócratas denotaban más alivio que alegría. Durante meses habían temido la posibilidad de que un hombre sin ninguna relación orgánica con el partido, que se declaraba independiente y que prometía revolucionar la política americana con una serie de propuestas que -aunque en Europa consideraríamos de sentido común socialdemócrata- en EEUU eran poco menos que el Armagedón neomarxista, terminase siendo el candidato a la presidencia.

Por acercarnos a un contexto más casero, propongo un símil: imagínense que volvemos a la España del año 2016, el partido de Albert Rivera, Ciudadanos, todavía no se ha dejado caer en manos de la ultraderecha y aún predica un neoliberalismo progresista que no dista del resto de “liberales” europeos. Bien. Ahora imaginen que a Rivera le aparece, en su propio partido, un competidor para ser candidato a presidente. Ese competidor tiene coleta, viste camisas de cuadros del Alcampo y se llama Pablo Iglesias. Por raro que suene, esa era la situación del Partido Demócrata con Clinton y Sanders.

El establishment de la organización tuvo que emplearse a fondo. Campañas de descrédito, bulos o simples mentiras en prime time para destruir cualquier posibilidad de la candidatura de Sanders. El final de esta historia ya lo conocemos. Clinton no fue capaz de arrebatar un solo Estado clave a Donald Trump y perdió, además, algunos feudos demócratas como Pensilvania o Michigan, blue states desde 1988. En consecuencia, Trump accedió a la presidencia. Pero algo había cambiado. Bernie no era un loco solitario que había logrado, por los devenires de la vida, más de 13 millones de apoyos en las primarias. Había un movimiento popular detrás del viejo senador: su Political Revolution.

Bernie no era un loco solitario que había logrado, por los devenires de la vida, más de 13 millones de apoyos en las primarias. Había un movimiento popular detrás del viejo senador: su Political Revolution

Tomar el partido desde dentro

Muchos analistas dieron por enterrada cualquier opción de que Bernie Sanders pudiera ser candidato a la presidencia. Su avanzada edad -78 años- y la evidencia de que contra el aparato de una estructura tan poderosa como la del Partido Demócrata no era posible batallar, parecían razones suficientes para descartar la posibilidad de un segundo intento. Pero, como hemos dicho, el hecho de que la campaña de Sanders hubiera logrado más de un 40% de los votos en las primarias era un factor a tener en cuenta, porque las identificaciones populistas, la ilusión y la rabia no desaparecen por arte de magia.

A finales de 2017, mientras Trump trataba de sacar adelante su programa reaccionario, comenzaban a organizarse por todo el país candidaturas a las primarias demócratas de cara a las elecciones de mitad de mandato en las que se realizan renovaciones parciales de la Cámara de Representantes y el Senado. A principios del mismo año, había nacido al calor del movimiento político de Bernie un comité de acción política llamado Justice Democrats. Fundado por integrantes de la campaña de Sanders, el objetivo era crear una estructura de apoyo para que la batalla contra el aparato demócrata no fuese tan desigual como el año anterior. Se presentaron 79 candidaturas apoyadas por el comité a las primarias demócratas: candidaturas a gobernador, al Senado y a la Cámara de Representantes. De entre todas estas, 26 consiguieron ganar sus respectivas primarias y, finalmente, en las elecciones generales de noviembre de 2018, 7 lograron un escaño en la Cámara de Representantes – dentro de las cuales se encontraba la rockstar de la política norteamericana Alexandria Ocasio-Cortez.

Los números pueden resultar poco impresionantes, pero la capacidad de establecer los marcos de discusión y las líneas políticas a seguir las convirtió en las líderes mediáticas de todo el progresismo estadounidense. Bernie Sanders tenía ya, dentro de las instituciones, voces distintas a la suya que remaban en una misma dirección: forzar que el terreno de juego en el que se disputasen las primarias para las presidenciales de 2020 fuese un terreno mucho más favorable para una candidatura abiertamente radical que en 2016. Así, cuestiones como la sanidad universal, la necesidad de un Green New Deal o la defensa de un salario mínimo digno se han convertido en prácticamente obligatorias si se pretende tener una mínima oportunidad en las primarias. Además, el hecho de que estos temas sean inmensamente transversales al bipartidismo ha provocado que los Demócratas hayan podido disputar el agenda setting a un Trump que había tenido el monopolio de la iniciativa política hasta entonces.

Cuestiones como la sanidad universal, la necesidad de un Green New Deal o la defensa de un salario mínimo digno se han convertido en prácticamente obligatorias si se pretende tener una mínima oportunidad en las primarias

Redoblar el esfuerzo populista

Parece evidente que en el discurso de la campaña de Sanders no ha habido una variación con respecto a 2016. De hecho, uno de los grandes reconocimientos que nadie le niega es que durante toda su carrera política se ha mantenido constante en la defensa de los mismos principios y valores. Quizás la diferencia principal es que ahora es Donald Trump quien ocupa el sillón presidencial en el Despacho Oval, provocando que la polarización del discurso político haya aumentado. Frente a una situación como esta habría dos opciones. La primera de ellas sería llevar a cabo la construcción política antagonizando con el extravagante presidente de EEUU, ahondando en la división social y rezando para que los desvaríos de Trump llegasen a un punto en el que se produjera una suerte de “despertar” de la población engañada que derivase en una victoria por rechazo al presidente. Slavoj Žižek, en una entrevista en la televisión norteamericana Channel 4 en 2016, se planteaba votar a Trump en base a la idea de que pudiese llegar a ocurrir esa reacción social que permitiese una victoria de una candidatura transformadora. Aunque lo hacía con un matiz que le distancia de ese neoliberalismo progresista que antes mencionaba y que cabe tener en cuenta: “en cada sociedad hay toda una red de normas no escritas, cómo la política funciona y cómo se construyen los consensos. Trump ha trastocado todo eso. Si gana Trump, los dos grandes partidos, Republicanos y Demócratas, tendrán que regresar al origen, repensarse, y quizás pueda ocurrir algo”. Es decir, reconstruir las bases del movimiento y no insistir en la ruptura de los lazos sociales entre quienes, compartiendo los mismos agravios por parte de los poderosos, apoyan al presidente y quienes lo rechazan.

La segunda vía para alcanzar la victoria en las elecciones del próximo noviembre es abandonar la idea de que los votantes de Trump lo son por racistas, xenófobos, machistas y una larga lista de “-istas” y entender que como explica Nancy Fraser eran “los dejados atrás en este bravo mundo cosmopolita eran los obreros industriales, desde luego, pero también ejecutivos, pequeños empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Cinturón Oxidado y en el Sur, así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban también el liberalismo cosmopolita identificado con ella”. La gran mayoría de votantes de Trump ha sufrido la arrogancia de las grandes fortunas igual que la gran mayoría de votantes demócratas. Esto es lo que mejor han comprendido Sanders y los suyos, que ante el peligro de caer en una confrontación solo con el presidente, han redoblado el esfuerzo populista y han situado a Trump donde más débil es: no como un exitoso empresario que se enfrenta a la burocracia de Washington, sino como un “billonario” más que está en política únicamente para defender los intereses de los de arriba. No hay proyecto más radical que el que, en momentos de división social une, cose y enfrenta el interés de la mayoría popular a la crueldad de las élites, que nunca van a tener escrúpulos en lo que se refiere a acumulación de la riqueza. El último video viral de la campaña de Sanders (realizado además por un seguidor de Bernie y no por los equipos de campaña oficiales) muestra perfectamente cómo se está produciendo esta articulación discursiva de un nosotros capaz de englobar a “los expulsados” que se puedan sentir atraídos por el mensaje de Trump.

Ganar con toda la maquinaria en contra

La discusión sobre cómo una fuerza política transformadora tiene que actuar para ganar en sistemas políticos altamente institucionalizados ha estado muy presente en los últimos años. En un país como Estados Unidos en el que el afuera al bipartidismo es un páramo sin posibilidades y que, de las naciones occidentales, es de las más desiguales con diferencia, la construcción de un movimiento popular ha de producirse, necesariamente, mediante la conjugación del control, aunque no sea total, de la estructura y dirección política del partido con la apertura y extensión discursiva suficiente como para englobar a una mayoría capaz de empujar la transformación política más allá de los límites convencionales. Esta relación entre la organización partidista y el empuje social fuera de las instituciones ha de ser siempre de reciprocidad, de intercambio continuo, de impulso común. Daniel Bensaïd lo expone a la perfección en esta gran síntesis: “los movimientos sociales, evidentemente, producen política, en el sentido bueno del término. El movimiento de indocumentados, cuando obliga a repensar la ciudadanía y las relaciones entre lo nacional y lo extranjero; los movimientos de desocupados, cuando obligan a repensar la relación salarial; las asociaciones de pacientes o de investigadores, cuando vuelven a poner en discusión el estatuto de la ciencia y de la especialización; evidentemente, el movimiento de las mujeres, cuando responde a la división del trabajo y de los roles sociales, etc. Recíprocamente, los partidos, si no se conforman con ser máquinas electorales, se nutren de estas experiencias, las inscriben en una perspectiva de largo plazo y, complementariamente, irrigan las luchas sociales de tentativas de síntesis programáticas.

La construcción de un movimiento popular ha de producirse mediante la conjugación del control de la estructura y dirección política del partido con la apertura y extensión discursiva suficiente como para englobar a una mayoría capaz de empujar la transformación política más allá de los límites convencionales

Ahí reside el éxito de Bernie Sanders. Durante cuatro años, desde que comenzó su campaña en 2015, ha llevado a cabo una construcción pausada sabiendo equilibrar la conquista de espacios de poder internos con la ampliación de su movimiento político a las capas de la población que habitualmente tienden a no participar en política. Este lunes 3 de febrero, salvo gran sorpresa, Sanders ganará el caucus demócrata en Iowa y reforzará su ascenso en las encuestas, manteniendo el momentum y ayudándose de la atención mediática que se otorga a quien lidera los estudios electorales, avivará la influencia que las tendencias tienen en las primarias presidenciales con un probable efecto bola de nieve que le lleve a ganar en New Hampshire el día 11 y, quien sabe si incluso Carolina del Sur el 29. ¿Significa esto que las primarias están ya decididas? No. Simplemente significa que frente al movimiento político de Sanders no hay, por lo menos ahora mismo, una alternativa con una fuerza siquiera similar. Tan solo Joe Biden parece aguantar el tirón de la campaña de Bernie en el último mes, pero su declive en las encuestas comienza a ser preocupante.

Solo si Sanders gana las primarias demócratas y el 16 de julio es nominado en la Convención Nacional Demócrata en la ciudad de Milwaukee habrá posibilidades de ganar a Trump, porque ante la construcción populista del presidente solo cabe un afecto más fuerte que movilice y reúna a gente muy diferente pero con una misma meta en común: terminar con el desprecio de los multimillonarios de Wall Street. Y eso no lo conseguirá un retorno a las lógicas pospoliticas neoliberales. O Bernie Sanders o los reaccionarios, no hay más.