Por Salvatore Nocerino

El caso Cifuentes ha abierto una discusión que llevaba tiempo recorriendo las barras de bar y las sobremesas de domingo. La famosa ‘meritocracia’, que constituye un tema de profunda actualidad en estas sociedades de cambio, está en la agenda pública, gracias al amaño de una dirigente política de primera línea que, como tantos otros, eligió el carril rápido para obtener sus títulos y acreditar sus supuestos méritos.

El tema, que a priori podría parecer banal, no lo es en absoluto. Revela la cara oculta -o que se intenta ocultar- de ese discurso que oímos todos los días en la tele, en el diario o en la red, ese que dice que debemos trabajar duro para triunfar, que ante el esfuerzo todos somos iguales; que no importa de dónde vengas, ni dónde vivas, ni quien seas… que lo único importante es quien quieras ser. ¡Que te esfuerces! Ese discurso que cala hondo en todos los barrios de todas las ciudades de todo el mundo, y que a fuerza de repetirse hasta la saciedad disimula sus contradicciones. Y entonces vino Cifuentes y confirmó lo que ya sospechábamos: que no funciona así en la práctica.

La Universidad es cosa del pasado

En los últimos años se repite como un dogma, desde España hasta la Argentina, eso de que “nadie regala nada”, que “con esfuerzo, todo se puede conseguir”, que hay que “trabajar duro” para progresar y, cómo no, que hay que “competir”. Todo enfocado, por supuesto, desde el individuo: tú, y solo tú, eres el responsable de tus éxitos y fracasos. Nadie va a ayudarte si no es por “interés mutuo”. Desaparecen las redes que podían crearse, tanto en horizontal -con compañeros de trabajo, compañeros de clase, con vecinos-, como en vertical -con el jefe, con el profesor. Bajo la creencia de estar eliminando todas las ‘etiquetas’ que dividían a la sociedad y encajonaban al individuo, se crean dos que sustituyen a todas las demás: ganador y perdedor. Esa frase, potente y terrible a la vez, de que “cada uno es su propio jefe”, vendría a resumir perfectamente el modelo de trabajo, de educación y hasta de convivencia que se presenta como deseable bajo este discurso. A esto podemos llamarle de muchas formas: desarrollo personal, cultura del emprendimiento, neoliberalismo… Al final, independientemente del nombre que se le dé, lo que importa es que esta es la idea que se encuentra hoy en el centro del debate político, y las posiciones ya están establecidas. A un lado, los partidarios del ‘esfuerzo’ y la ‘competencia’. Al otro, los que lo discuten, los que hablan de la ‘cooperación’ y la ‘solidaridad’. Es fácil ubicar las distintas posturas en el escenario político local o nacional, ¿verdad?

Por eso es importante hablar de ello, por eso es importante el caso Cifuentes. Porque pone sobre la mesa un dato importante para discutir esta idea: ¿realmente es el esfuerzo todo lo que importa? ¿Realmente es individual el trabajo? Cifuentes no fue a clase un solo día, no se examinó, se matriculó tarde y mal, no presentó ningún trabajo final, la ayudaron profesores y altos cargos de la Universidad; y obtuvo el mismo título que quienes sí pasaron por todo ese proceso. Está claro que Cifuentes, ni se esforzó ni actuó sola, contradijo los dos principios sacrosantos del ideario que encarna, y sin embargo, triunfó. Vaya si triunfó. ¿Cómo es posible? Bueno, es posible porque su discurso es mentira. Todo logro es siempre fruto de un trabajo coordinado, en equipo, en el sentido más amplio del término: no se trata solo de un ‘equipo’ conformado como tal, si no de todas las experiencias, conocimientos y herramientas que tenemos a mano desde el momento mismo que llegamos al mundo en un proceso acumulativo al que nosotros, consciente o inconscientemente, también contribuimos. A esto se le añade, por supuesto, el trabajo que realizamos en equipo junto a otras personas, ahora sí en sentido estricto. No importa si se trata de hacer el bien o el mal, si somos conscientes o no, si queremos o no hacerlo así, es algo que se impone en toda actividad humana.

Cifuentes actuó en equipo. Y no lo hizo precisamente para algo ‘bueno’. A estos equipos pequeños, cerrados, que actúan únicamente para el beneficio propio saltándose las reglas socialmente establecidas como aceptables, normalmente los llamamos mafias. Cuando la mafia asimila la lógica descrita antes, cuando interioriza los principios de ‘esfuerzo’ e ‘individualidad’, deja de concebirse a sí misma como mafia. Lo que no implica que deje de funcionar como tal. Se pierde de vista el carácter de corporación entre sus miembros, pero los lazos siguen ahí. Cifuentes y Trevijano probablemente no se conciban a sí mismos como parte de un mismo equipo con intereses comunes, pero actúan como tal. Y los efectos se dejan sentir: hoy la primera es Presidenta de la Comunidad de Madrid y el segundo magistrado del Tribunal Constitucional.

Volviendo al hilo. Este ideario, que podemos ver en los cursos de ‘coaching’, ‘mindfulness’, ‘psicología positiva’ y demás neologismos, se presenta, no ya como modelo teórico que debiera regir el funcionamiento de la sociedad, sino como su regulador efectivo. Se extiende silenciosamente, como una epidemia, a todos los aspectos de la vida. Llega a la familia, al comercio, a la salud. Y, cómo no, a la educación. ¿Qué es, si no, el plan Bolonia? ¿El 3+2? ¿Qué son los dobles y triples títulos expedidos en tres o cuatro años? ¿Qué son los másteres habilitantes y los títulos de idiomas? ¿En qué se transforma la Universidad cuando la lógica de mercado entra en las aulas, en los programas de estudios, en las cátedras y hasta en la cafetería?

La respuesta es fácil. Se transforma en Cifuentes y Pablo Casado manipulando sus currículums, organizando un campus a su medida -la de su círculo de poder- y poniendo a funcionar la maquinaria de reproducción de privilegios que constantemente se reinventa, y que otorgó, primero, títulos nobiliarios; después, de propiedad; y ahora, de conocimiento. Aquí, el esfuerzo no es una variable relevante.

¿Qué hacer?

El primer día de clase en la Universidad de Buenos Aires, una profesora presentaba la materia que impartiría ese semestre. Además de dar las indicaciones de rigor sobre el temario, la forma de evaluación y la distribución de las clases, dejaba entrever qué modelo de Universidad regía, por lo menos, para su asignatura. “En mi cátedra, ponemos en práctica la lectura colectiva”, dijo. “Yo leo por mí, y por mis compañeras”.

Por la que trabaja y estudia, por la que tiene que ayudar a un familiar, por la madre o el padre con niños que cuidar… Por cualquiera que tenga menos tiempo que yo y que, aún con todo, logra sacar dos horas para venir a clase y seguir aprendiendo. De esas dos frases hay mucho que podemos extraer.

Se acusa a menudo a quienes combatimos el ideario neoliberal de estar en contra de la ‘libertad’ -por supuesto, libertad siempre individual, término que a veces se omite por obvio-, de cercenar la innovación, el emprendimiento, la iniciativa. Y se nos acusa porque, desde esa perspectiva, toda innovación, emprendimiento e iniciativa nacen del individuo. Todo esfuerzo es siempre individual. Por tanto, todo aquello que ponga en duda ese principio, atenta contra la libertad.

Pero la autonomía individual tiene dos caras. Sin duda, es un valor positivo e irrenunciable para toda concepción política que se diga progresista o democrática. Sin los derechos llamados “civiles”, no hay democracia que valga. Sin embargo, cuando se excluye cualquier otra concepción de libertad, se da la paradoja de que esta también desaparece. No hay libertad individual sin libertad social, y viceversa. Desde la perspectiva que, en unas pocas frases, presentaba esta profesora, se hacen compatibles esas distintas formas de libertad. Nadie obliga a nadie a llevar las clases al día, y, sin embargo, en conjunto se puede avanzar, porque hay un compromiso colectivo, hay consciencia de grupo. Nos sabemos parte de un colectivo y, sin renunciar a nuestra voluntad puramente individual, asumimos como propios los objetivos de ese colectivo. Es una conjunción que se da en un momento dado, particular, pero responde a una determinada concepción universal de las reglas que debieran regir el conjunto de los colectivos que conforman el conjunto de las sociedades en que vivimos.

Por tanto, tenemos que deshacer ese binomio que cada vez se consolida más, tomar el primer elemento y desechar el segundo. No se trata entonces de abandonar la idea del esfuerzo, pero sí de reorientar su objetivo. Para qué y, sobre todo, para quién me esfuerzo. A partir de aquí nos aparece un modelo de Universidad muy distinto al que presenta el caso Cifuentes. Así, podemos imaginar la Universidad como espacio donde el esfuerzo repercute en el progreso del conjunto, donde los recursos -tanto los de la propia organización como los que cada uno aporta- son puestos al servicio del conocimiento, y no al revés. Un espacio donde, siendo iguales ante la normativa y la evaluación, no seamos anónimos: cada estudiante trae consigo una historia, las condiciones que permiten que esté ahí son distintas en cada caso… En definitiva, una Universidad que escapa a la lógica de la competencia y la individualidad, que escapa al modelo neoliberal -sí, hay que decirlo ya sin miramientos. Y, a partir de ahí, hacer el camino inverso al que nos llevó aquí e imaginar otro modelo de trabajo, de familia, de comercio… Otro modelo de sociedad.

“Por mí y por mis compañeras”. Digámoslo más a menudo, como cuando jugando al escondite, de niño, te ‘salvabas’ y, de paso, ‘salvabas’ a todos los demás. En algún punto dejamos de decirlo, dejamos de pensarnos como compañeras, y ahí comenzó a irse todo por la borda. Desandemos parte de ese camino para construir un mundo sin Cifuentes, sin títulos falsos, sin mafias. Un mundo con menos ganadores y más compañeras.