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Por Pablo Fons 

¿Cómo es posible? ¿Qué error hemos cometido? Nosotros, progresistas, admiradores de ese Brasil de Lula que sacó a 30 millones de personas de la pobreza, estamos hoy atónitos frente a la respuesta neo-fascista que representa Jair Bolsonaro. Sin querer culpabilizar únicamente al Partido de los Trabajadores (PT) de los hechos, tenemos el deber de observar atentamente las claves de esta batalla cultural fratricida. En efecto, la victoria del capitán reformado podría derribar el proyecto progresista más amplio del siglo XXI. Tomar nota se vuelve necesario, no sólo en nombre de la causa nacional-popular, si no en nombre de la propia democracia. Esta vez, la pregunta del “qué hacer” se nos revela con urgencia para abordar el momento post-hegemónico, donde ya no se trata de conquistar, si no de mantener las conquistas.

HACIA UNA CRISIS INTEGRAL

Brasil, país tropical más grande del mundo, granero de nuestro planeta y hogar de más de 200 millones de personas, fué el gran modelo de potencia social y democrática a principio de siglo. Líder de la izquierda latinoamericana, estuvo en las primeras filas de una integración regional paralela al modelo de integración yankee. Dentro de sus fronteras, aprovechó el boom del petróleo de los años 2000 para impulsar el consumo, creando la clase media brasileña y desarrollando los servicios públicos. Esta dinámica fue complementada con una reducción de 7 puntos en el coeficiente de Gini en 12 años. El nombre estrella de tal ciclo fué Luiz Inácio Lula da Silva: hombre providencial que condensó el descontento hacia los dogmas neoliberales importados de Estados Unidos tras el Consenso de Washington.

Tras su partida, se produjo el primer paso hacia la post-hegemonía progresista. Aún hoy en día, nos cuesta explicar en la teoría populista cómo cambiar el liderazgo de un proyecto transformador sin erosionar su contundencia política. Ecuador, Venezuela y Bolivia han confirmado a distintos tiempos dicha dificultad. En el caso brasileño, las manifestaciones de 2013 traducen un descontento creciente hacia Dilma Rousseff, percibida como una figura burocrática y frágil por aliarse con Michel Temer. A pesar de los esfuerzos, Dilma no es Lula. Su reputación no hará más que decaer tras la violencia policial que ella misma fomentó durante el Mundial de 2014. A ello se sumó la fuerte recesión que provocó la caída de los precios del petróleo. Como sabemos, esta espiral decadente culminará con su impeachment en el verano de 2015.

LA PARÁLISIS PROGRESISTA

Los escándalos Petrobras, Odebrecht y la operación Lava Jato quebraron la ilusión de una gran parte de la población brasileña. El impeachment orquestado por un vicepresidente y otros parlamentarios corruptos acabó de fracturar la supremacía del Partido de los Trabajadores iniciando la descomposición de todo el sistema político. En este panorama acéfalo, la corrupción introducirá un nuevo horizonte discursivo sobreponiéndose a la cuestión materialista que daba fuerza al PT. De este modo, las nuevas clases medias sancionan la corrupción exigiendo que el país sea reconducido por unas manos limpias. Además, su emancipación económica los vuelve menos sensibles a la pobreza y empiezan a pedir seguridad. Semejante demanda se justifica con la subida exponencial de la violencia criminal durante este periodo de crisis. En 2017, Brasil batió su récord de homicidios con 63.880 muertos. Esto supone una cifra promedio de 175 personas al día.

La situación que vivía Brasil era la de una crisis integral, germen de un profundo momento populista. El encarcelamiento sin pruebas concluyentes de Lula y su no reconocimiento por el electorado del PT retomaron el tema de la corrupción para lanzarlo esta vez hacia el poder judicial. Sin embargo, no convencieron a la vieja guardia anticorrupción que no veía más que una defensa vergonzosa de un aparato político mafioso. La candidatura tras los barrotes de Lula a la carrera presidencial acabó de minar su afinidad por el partido. Para unos diablo, para otros mártir. Aclamado por sus seguidores con el grito Lula livre! se presentó como solución-milagro a la cacofonía política de su país. Sin embargo, su candidatura fue impedida por el Tribunal Supremo Electoral por tener que cumplir condena. Un duro golpe para la estrategia del partido. A tan solo algunas semanas de la elección, Fernando Haddad fue elegido como candidato de emergencia. La originalidad de su candidatura no tiene parangón. Su función fue encarnar al líder encarcelado, dándole una voz y un cuerpo libres de cargos jurídicos. Esto le restó personalidad propia al no ser más que la sombra de su predecesor. Un importante slogan de su campaña nos lo dice todo: Haddad es Lula, Lula es Haddad.

Como ya se ha dicho, la substitución de un líder carismático suele conllevar una erosión de su proyecto político. La gran debilidad del PT en este momento populista es precisamente que juega en casa. Aunque pretenda enfrentar la opinión pública a una élite mafiosa que manosea al poder judicial, sigue siendo percibido como parte del establishment político. De este modo, Bolsonaro es para muchos brasileños el único outsider que tiene un discurso vertical verdaderamente convincente y radical. Y henos aquí frente un nuevo horizonte discursivo.

BOLSONARO O EL REGRESO DEL ORDEN

Orden. Es la primera palabra del lema nacional de Brasil. Desde su independencia, el orden ha sido la base de una larga y oscura parte de su historia. Su definición pasa por el fusil, y es la violencia estatal la que le da su existencia. El propio Bolsonaro desestima el voto, declarando que la verdadera manera de cambiar las cosas es matando a 30.000 personas. El orden siempre ha sido reclamado por las élites, y toda América Latina ha pagado las consecuencias. Aunque en este caso es diferente, pues es el propio pueblo quien pide su regreso.

El discurso de Bolsonaro encarna el modelo de familia patriarcal importado del colonialismo portugués. Este orbita alrededor de un pater familias autoritario a quien deben respeto los miembros subalternos. En semejante sistema, el lugar de la mujer está en un plano claramente inferior. Lo femenino se gana su sitio gracias a su carácter indulgente y su capacidad de procreación. El pater familias espera de la mujer una responsabilidad absoluta en el cuidado de su linaje a cambio de su protección y su poder. Es así como Bolsonaro justifica la desigualdad salarial. Ya bastante tiene la mujer brasileña con que le paguen una baja por maternidad. La objetivización de la mujer, insoportablemente presente en su discurso, hace de ella una simple auxiliar en todo espacio público y privado

El segundo peldaño discriminatorio del modelo de la Casa Grande colonial implica a la comunidad afrodescendiente. En Brasil, como en Estados Unidos y en Francia, los clivajes económicos y étnicos suelen confundirse. Sus anhelos de eliminar violentamente el crimen en las favelas, su propuesta de esterilizar a los más desfavorecidos para evitar la reproducción de la miseria y el crimen manifiestan un posicionamiento estructuralmente opresor contra las comunidades afrodescendientes. ¿Cómo ocultar su carácter racista habiendo declarado que “los negros ya no sirven ni para procrear”? Es así que la vuelta a la familia patriarcal como sistema violento y opresor es la respuesta a la petición de orden por parte de los hombres y la clase media-alta. Y es que el voto a Bolsonaro no es el de la clase popular como en el caso de la extrema derecha occidental.  Su voto es el de los altos ingresos y el del alto nivel académico.

¿LA GRAN CONTRADICCIÓN?

Dejando de lado este lamentable retorno del racismo de clase, la verdadera pregunta gira entorno a aquellas personas que votan a Bolsonaro siendo víctimas potenciales de su discurso. Su principal línea de demarcación se articula alrededor del orden y de la honestidad, o para darle un sólo nombre: la lucha contra el crimen. Criminal es el joven traficante pero también el político corrupto. Ambos merecen ser severamente castigados por haber traicionado al pueblo brasileño. Por un lado, el político del PT representa la corrupción y el comunismo. Así, las reminiscencias de la Doctrina de Seguridad Nacional se complementan con alusiones constantes a Venezuela que buscan desacreditar toda iniciativa progresista. Nada nuevo bajo el sol. Por otro lado, utiliza el aumento de la violencia en las favelas para movilizar la desesperación de sus habitantes ofreciendo soluciones rápidas al tráfico de drogas. La rehabilitación de la tortura y la legalización de las armas son sus “soluciones estrella”.

Hasta aquí cada línea discursiva de Bolsonaro tiene una réplica o un intento de justificación por parte del PT. La seguridad puede resolverse con la mejora de las condiciones materiales de los más desfavorecidos. La homofobia, el racismo y el machismo institucionales han de ser combatidos con pedagogía social y espacios de visibilidad. La corrupción es un punto flaco, pero Haddad afirma su compromiso contra esta, sobre todo en lo que concierne al poder judicial. Sin embargo, Bolsonaro se ha adelantado claramente al Partido de los Trabajadores recurriendo discursivamente a la religión. Teniendo por slogan “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos” interpela directamente a un país donde 86% de la población se identifica como cristiana. A pesar de ser evangelista, goza del monopolio de lo religioso como instrumento político. En situación de caos, la religión ofrece consuelo y sobre todo una estabilidad metafísica que sobrepasa cualquier coyuntura. Bolsonaro refuerza su concepto de orden ligándolo al único principio regulador de todo: Dios. Del lado de Haddad, no será hasta hace escasos días que se hizo una vaga alusión a la divinidad. Omitir un factor así de importante en la disputa cultural es un error estratégico inexcusable.

DEFENDER LA DIGNIDAD FRENTE AL FASCISMO

Es así como llegamos a una última frontera política, la de la dignidad contra el futuro macabro que promueve Bolsonaro. La inminencia de su gobierno va más allá de la cuestión progresista, va en contra de la propia democracia. Nunca un candidato abiertamente favorable a los años de plomo de la dictadura había llegado tan lejos desde el fin de esta. En la última semana, se ha descubierto el envío masivo de fake news a través de WhatsApp por simpatizantes de su causa que atacan duramente la candidatura de los Trabajadores. Su costo fué de 3 millones de euros que parecen no haber sido declarados. Su función: aplicar una estrategia goebbelsiana de contaminación del debate público con el discurso del odio radical. Ese odio que se canta en las calles, aclamando la muerte de los homosexuales. Ese odio que se clava en las pieles, trazando una esvástica en el vientre de aquella mujer de Porto Alegre que llevaba una camiseta de #EleNão (Él no). Ese odio que ya tiene un pie en las instituciones y que constituye el verdadero corazón de la batalla cultural brasileña.

Los movimientos feministas y LGTBIQ+ lanzaron el lema: #EleNão. Este se ha convertido progresivamente en el eslogan que separa los demócratas de los fascistas. Es bajo esta negación que se afirma un agente múltiple. Un agente cuya existencia sólo tiene sentido en oposición a la candidatura de Jair Bolsonaro. Haddad no es la espada, si no el escudo de una causa que va más allá de sus propuestas. Así, el viejo Partido de los Trabajadores tendrá una oportunidad tras la línea de fuego para repensarse. Es el momento de una renovación integral, preferiblemente en femenino, que articule el campo democrático alrededor de una propuesta popular. La última transición democrática que vivió el país ya se hizo a manos de un neoliberalismo que no correspondió a su pueblo. En esta ocasión, el bando progresista debe afirmar su lugar en la primera línea del combate ideológico. En una palabra, es imperativo mostrar que el lema de Brasil, Orden y Progreso, no es una contradicción. El orden pasa definitivamente por un sistema libre de corrupción, pero se consolida con un proyecto de futuro, popular y democrático.

En el caso de una remontada milagrosa de Haddad, no va a ser nada fácil. La fragmentación política de esta elección es difícil de cicatrizar. El otro bando no aceptará fácilmente la derrota y veremos a una izquierda obligada a doblegarse al fascismo más de lo que le gustaría. No será plato de buen gusto para muchos progresistas.

 

Pero si Bolsonaro resulta elegido, tenemos el deber cívico de vigilar muy de cerca la evolución de su probable gobierno. Se trata de un engranaje clave en la maquinaria fascistoide que fagocita las crisis políticas de nuestros países. Subestimar la gravedad de esta elección implicaría la dilución de nuestro propio sentido democrático. En los años que vienen, Brasil se va a convertir en un bastión de resistencia mayor. A pesar de todo, el episodio nacional-popular permanece aún presente en la memoria de muchos de sus ciudadanos. Por ello, deberemos seguir apoyando desde fuera en la medida de lo posible. Muchos personajes profundamente regresivos ya han sido testigos de nuestra perplejidad y negligencia. Pero ahora ya no.

 

#EleNão