Por Giuliana Mezza*
“El hoy es pura supervivencia como escándalo que no avergüenza”
Nicolás Casullo, Las cuestiones
Mucho se ha escrito en los últimos años respecto del ascenso de lo que hemos dado en llamar “nuevas derechas”. Si bien se han desarrollado múltiples vectores de análisis que habilitan una lectura compleja del fenómeno, lo que se impone como elemento central es su validación democrática. El interrogante que indefectiblemente se traza a la hora de indagar en torno a estas expresiones políticas es, ¿cómo es posible que proyectos reaccionarios que promueven prácticas autoritarias y exhiben sin tapujos retóricas del odio obtengan el respaldo popular suficiente como para alcanzar y ampliar sus posiciones de poder? Esbozar una respuesta a esta cuestión –que no para pocos resulta desconcertante-, invita a identificar algunas de las variables contextuales que favorecen su surgimiento y, si se quiere ir un poco más allá, a reflexionar sobre qué comportamientos de las fuerzas de izquierda contribuyen a su expansión.
La pregunta por lo novedoso
La necesidad de adjetivar una categoría clásica o de acuñar una nueva es una cuestión que aún suscita debate. Hay quienes consideran que se trata de derechas tradicionales aggiornadas o que incluso sería adecuado hablar de fascismo en los casos más extremos. El diagnóstico sobre el que se asienta esta perspectiva es que la actualidad no exhibe rasgos distintivos; al ser portadoras de cualidades estructurales, las derechas deberían ser estudiadas en clave de continuidad.
Por el contrario, entre aquellos que evalúan que el presente es más que una reedición del pasado, y que por lo tanto exige esfuerzos interpretativos, se encuentra José Natanson, quien sostenía en un artículo publicado en El Dipló de fines de 2014 que esta nueva expresión de la derecha puede caracterizarse como democrática, posneoliberal[1] y dispuesta exhibir una “novedosa cara social”[2]. Por su parte, el filósofo Ricardo Forster la definirá como cool, naîf, revanchista y represiva, afirmando que el eclecticismo es su nota singular. Esto le permitiría asumir tanto posiciones represivas como apropiarse de símbolos y banderas progresistas[3]. En este sentido, ambos autores destacan la capacidad que estas fuerzas políticas poseen de leer y reflejar la sensibilidad contemporánea.
En la misma línea, pero valiéndose de otra terminología, Enzo Traverso considera que el “posfascismo” tiene su origen en el colapso de las esperanzas ciudadanas y populares, producto del fracaso de las revoluciones del siglo XX. Reaccionario y conservador, se despliega en una era postideológica, valiéndose de la generación y explotación del temor de los individuos para presentarse como una muralla frente a sus enemigos. Si bien sus recetas tienden a apelar al pasado –reafirmación de la soberanía, retorno a la moneda nacional, repliegue identitario, etc.-, su temporalidad sería “presentista”, ya que excluye todo impulso utópico. En opinión del historiador italiano, su modernidad radica en el uso eficaz de los dispositivos de comunicación, más no en su mensaje[4].
En consonancia con este planteo, Nicolás Casullo sostiene en Las cuestiones que “la crónica actual ha dejado de ser el lugar de la liberación social de lo humano”, renunciando a la trama histórica de las ideas y valores. La vocación emancipadora deja paso a programas políticos asentados en una “represión preventiva permanente”[5] y a un orden en el que “el mal del otro” -entendido como enemigo- ha sido expulsado del predio democrático. Respecto de sus manifestaciones, evalúa que la derecha se halla en “estado de generalización”; no se encuentra representada por un partido o una figura particular, sino que debe rastrearse en la cultura, en el plano de las sensibilidades, en el sentido común[6].
Nuevas derechas para nuevos tiempos
Si cartografiar el fenómeno implica identificar sus rasgos distintivos, generar teoría crítica que habilite cursos de acción transformadores, requiere necesariamente de una aproximación a los factores o acontecimientos que propiciaron su emergencia; es justamente indagar en sus causas lo que permite imprimir volumen y profundidad al mapa sobre el que se pretende intervenir.
En este marco, lo que Traverso describe como el colapso de las esperanzas del siglo XX puede entenderse como la matriz que desnuda el campo en el que han florecido las nuevas derechas. La latencia de cierto desencanto –que puede traducirse en desafección, cinismo, temor u odio- proviene tanto del fracaso de las utopías en sus manifestaciones históricas concretas como del aniquilamiento de lo político como espacio para la construcción, problematización, visualización de lo común. No solamente las promesas de progreso se han desvanecido en el aire sino que las identidades a las que esas promesas iban dirigidas, han cambiado sensiblemente su registro. En opinión del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, lo que actualmente tiene lugar es un enjambre digital compuesto por individuos aislados y al que no es inherente, por tanto, ningún alma o espíritu que congregue o unifique[7].
En términos más específicos, podríamos resaltar que en el plano simbólico-cultural, las viejas estructuras identitarias se han ido resquebrajando ante la proliferación de singulares modos de ser, relacionarse y de entender los vínculos sociales. La nación, la familia, los sindicatos o los partidos políticos, que brindaban un horizonte de estabilidad y de certidumbre, hoy ven deshilacharse sus otrora sólidos filamentos. En este contexto, son las identidades emergentes -percibidas como marginales, heterodoxas o desviadas- las que suelen ser blanco de la reacción conservadora más feroz; se las debe combatir porque han venido a profanar el mundo que nos cobijaba.
En la dimensión socio-económica, la incertidumbre se anuda con el desamparo y la atomización que trajo aparejados la corrosión de los sistemas de protección impulsada por el neoliberalismo en las últimas décadas. La descomposición del tejido social, la potencia disgregadora del “sálvese quien pueda” y la precarización de la vida supusieron un salto al vacío de grandes porciones de la población mundial, precipitando lo que podría conceptualizarse como una quiebra del contrato social.
En el plano político, estas dos vertientes confluyen en la renombrada crisis de representación. La deslegitimación de las estructuras tradicionales de poder se corresponde con diversos factores como la burocratización de los partidos políticos, el divorcio de los intereses entre gobernantes y gobernados, la corrupción, la falta de transparencia en las instituciones y organizaciones o la elitización de la clase política. Estos procesos refuerzan la vocación de impugnación de lo existente por vetusto, ineficaz o ilegítimo.
La orfandad simbólica y material de subjetividades forjadas al calor de una cultura hiperindividualizante produce por un lado un cuestionamiento de las mediaciones y por otro un fuerte rechazo a las lógicas de lo “políticamente correcto”. Así es que el repudio a las “clases políticas” y la descalificación de las trayectorias ligadas a los canales tradicionales de acceso al poder han favorecido la irrupción de los outsiders. A su vez, la reivindicación y exacerbación de retóricas excluyentes ha pasado a formar parte del paisaje político cotidiano del siglo XXI. Se denuncia lo que se comprende como un discurso que no contempla sentires compartidos respecto del impacto que las transformaciones recientes han tenido sobre la vida de los individuos. En este plano, es notable cómo las “heridas” simbólicas que el cambio de época le ha propinado al cuerpo social suscitan mayores convulsiones que las socioeconómicas.
La virtù política y la izquierda
Decía Nicolás Maquiavelo en 1513 que la virtù política consiste en saber obrar según lo requieran las circunstancias, con miras a conquistar y conservar el poder. De ello se desprende que la capacidad de interpretar certeramente el contexto y comprender lo que cada ocasión reclama no solamente debe considerarse tan relevante como el plano de la ejecución, sino que es incluso su condición de posibilidad.
En consecuencia, el desacierto preliminar en el que a menudo incurre el campo de la izquierda es desestimar la necesidad de elaborar diagnósticos específicos, propios de cada tiempo. Si la historia es entendida como una repetición incesante de lógicas y acontecimientos, el acceso a la construcción de un punto de partida fértil sobre el cual analizar la escena contemporánea, se ve completamente obturado. Negar la singularidad de las expresiones actuales de la derecha sólo las cubre con un manto de ininteligibilidad, obstaculizando simultáneamente interpretación e intervención.
En el prólogo a La superioridad moral de la izquierda de Ignacio Sánchez Cuenca, Íñigo Errejón traza un recorrido por aquellas cualidades de las fuerzas de izquierda que han tendido a debilitarlas, relegándolas a la marginalidad política. En primer lugar el politólogo español sostendrá que se produce un trastocamiento en la identidad de las formaciones cuando de ser un medio para alcanzar la transformación social, pasan a ser un fin en sí mismas. Por percibirse portadoras de ideales moralmente superiores, tejen una relación con aquello que es concebido como “la verdad” en la que pluralismo y el disenso no tienen lugar. El sentido crítico deja paso al sectarismo, las purgas y consecuentemente a las rupturas.
Cuando el objetivo último es la enunciación y vociferación de un conjunto de premisas consideradas determinantes e inobjetables, la idea misma de diálogo queda trunca. No hay perspectivas o circunstancias que habiliten revisiones o reposicionamientos. La verdad es una y por lo tanto cualquier tipo de desvío es entendido como una traición a los ideales. Por ello es claro que lo que tiende a primar en estas organizaciones es, en términos weberianos, la ética de la convicción; lo relevante es que cada acción refleje prístinamente el respeto a las máximas asumidas colectivamente. Si el mensaje no logra penetrar la compleja piel de la realidad, se entenderá que el problema lo tiene, en todo caso, la realidad.
En El largo camino de la renovación, Stuart Hall sostiene que esta rigidez de la izquierda se vincula a su dificultad para concebir políticamente un mundo en el que sus términos no se dan por hechos. Considera que se continúa “pensando dentro de una lógica política unilateral e irreversible, dirigida por una entidad abstracta que llamamos lo económico o el capital, y que se despliega hasta alcanzar su fin previsto”[8].
Si se reúnen los elementos, la imagen que se recorta es al menos desalentadora; en un marco líquido, donde las identidades clásicas se desvanecen y reina la atomización, la volatilidad y la desafección –política y emocional-, las izquierdas parecen arrojar “verdades” como puños que no logran alcanzar ninguna superficie sólida que conmover. Muy por el contrario, la modalidad predominante de la época -porosa, indefinida, oscilante- es particularmente renuente a dejarse captar por moldes endurecidos que además traen consigo un enlatado de imperativos ineludibles que no hacen más que desconocer lo existente.
“Nuevas izquierdas”
La condición mutable de la realidad social es inobjetable. Si bien el núcleo antitético que está a la base de una de las “grandes dicotomías” que ordena el universo ideológico como es el par izquierda-derecha[9] continúa vigente y resulta explicativo de programas y cursos de acción política, no es menos cierto que las condiciones simbólicas y materiales en las que éstas categorías operan se han visto sensiblemente transformadas en las últimas décadas.
Reconocer la potencialidad de ciertas nociones, rastrear las continuidades históricas entre los proyectos políticos en pugna y apuntar a los núcleos conflictivos de nuestras sociedades no debería excluir la capacidad de identificar la textura propia de nuestro tiempo. Claro que identificar la necesidad de renovar los diagnósticos implica un movimiento aún más radical; “la verdad” debe dejar caer su carácter absoluto para habilitar lecturas que dialoguen con el presente.
Si los ideales de la izquierda pretenden ser algo más que venerables escrituras en las que se augura el frabulloso día, si se proponen servir de guía para una praxis política que pueda conducir de forma certera a la transformación de la realidad, esta última no puede ser entendida como el magma equívoco que tarde o temprano claudicará ante el destino que las estructuras le han conferido. Para transformar la realidad deberíamos comenzar por conferirle el valor que en efecto tiene; es, por definición, aquello que escapa a nuestras categorizaciones.
La historia ha demostrado que tender redes cada vez más ajustadas no nos ha permitido ampliar nuestras posiciones, sino más bien lo contrario. Pretender aplicar avejentados moldes teórico-filosóficos a un tejido social que nos negamos a comprender, no puede alumbrar buenos resultados.
Aunque de disciplinas y latitudes diversas, los autores aquí referenciados coinciden en reconocer en la derecha una ventaja; haber sabido “hegemonizar la cultura de la época”[10], anidando en el sentido común y llegando así a inscribir “sus santos y señas en los distintos estamentos”[11]. En opinión de Íñigo Errejón, concentrarse en disputar la primacía simbólica no debe entenderse como “un engaño”, sino como una victoria política.
En este sentido, subestimar las heridas simbólicas que nos atraviesan en detrimento de las materiales también constituye un obstáculo a la hora de construir mensajes inteligibles o articular líneas discursivas que puedan apuntar a aquello que resulta socialmente relevante. La porosidad tanto de la teoría como de la práctica política es una cualidad que ha sido siempre deseable, pero en un contexto en el cual el movimiento y la imprevisibilidad son variables ineludibles, aferrarse al timón y pretender que la luz de la verdad disipe el diluvio universal que nos asola, además de miopía, es flagrante irresponsabilidad.
Sin embargo, es oportuno resaltar que en ocasiones es la oscuridad la que nos conduce a la virtud. Si los tiempos que corren requieren de izquierdas que puedan despojarse de sus ropajes absolutos y volcarse hacia la transformación social mirando a la cara una realidad plagada de opacidades con las que se debe lidiar, de ello se desprende que en primer lugar las circunstancias reclaman valentía y humildad.
Lo que acontece a nuestro alrededor no es producto del guión demoníaco universal; los posicionamientos que adoptamos impactan en la configuración de fuerzas vigente, generando muchas veces efectos no deseados. Escudarse en la belleza de los ideales para eludir responsabilidades abona un hermetismo que margina, que momifica. Para asumir con nuevas armas los nuevos desafíos, es preciso entonces empezar por una revisión habilitante, sincera y profunda. Sólo así tendremos oportunidad de estar a la altura de los objetivos que decimos perseguir.
*Artículo publicado originalmente en la revista argentina Sociedad Futura. Enlace disponible aquí: http://sociedadfutura.com.ar/2019/06/13/giuliana-mezza-nuevas-izquierdas-para-nuevas-derechas/
[1] Lo que el politólogo entiende como bajas dosis de “menciones explícitas a las políticas de desregulación, privatización y apertura comercial que constituían el núcleo básico del Consenso de Washington”.
[3] Ver en: https://www.pagina12.com.ar/165843-la-derecha-y-las-nuevas-creencias
[4] Ver en: https://ctxt.es/es/20160914/Firmas/8368/Fascismo-postfascismo-UE-xenofobia-islamofobia-Enzo-Traverso.htm
[5] Nicolás Casullo, Las cuestiones, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 383.
[6] Ibíd.
[7] Byung-Chul Han, En el enjambre, Buenos Aires, Herder, 2014, p. 26.
[8] Stuart Hall, El largo camino de la renovación, Madrid, Lengua de trapo, 2018, p. 418-419.
[9] Norberto Bobbio, Derecha e izquierda, Buenos Aires, Taurus, 2014, p. 33.
[10] Ver en: https://www.pagina12.com.ar/165843-la-derecha-y-las-nuevas-creencias
[11] Nicolás Casullo, Las cuestiones, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p.422.