Nosotros, los pancatalanistas

 

Situémonos en 1982, en la “Plaça de Bous” de Valencia. Nos encontramos en un País Valenciano que en medio de la Transición española no ha conseguido un consenso sobre su nombre, ni su himno, ni tan siquiera de su bandera. Josep-Vicent Marquès definiría esta época como un periodo de magma simbólico. De un día para otro todo objeto con una mínima tradición -de una naranja a una paella- había mutado de mero objeto a símbolo nacional en potencia. La existencia nacional no era clara para la mayoría de valencianos, pero en esta plaza de toros de Valencia las dudas identitarias no parecían existir y las quatribarradas ondeaban sin cesar. En medio del clamor un hombre bajito narraba su discurso: “Ha de quedar clar que el valencià –el català que parlem al País Valencià– és encara una llengua postergada, o pitjor, perseguida. Ens la volen acorralar al reducte folklòric; i no. Aquí hem acudit a manifestar-nos per la unitat de la llengua. O ens recobrem en la nostra unitat, o serem destruïts com a poble”.

Joan Fuster ha pensado mucho sobre su país. Considera vivir en una tierra que por culpa de la despolitización de la burguesía local y de su gente ha sido el títere inerte de las diferentes transformaciones del poder. Con el fin de la dictadura llegan nuevas promesas de cambio político y el nuevo boom inmobiliario parece sanar los años de hambre y olvido, pero Fuster no está dispuesto a dejar que el pueblo valenciano vuelva a ser un simple observador. La lucha por la unidad de la lengua no es un “simple hecho de ortografía” sino la punta de iceberg de una vieja historia: se funda un nuevo orden español y los intereses de los valencianos deben pasar al ámbito doméstico mientras otros hacen la verdadera política en su nombre. A la cultura valenciana -cree Fuster- solo se le permitirá existir si es inocua, eso es, en formas folclóricas, alejada del ámbito público. El de Sueca cree que si los valencianos observan pasivamente, una vez más, como se pudre su lengua, toda posibilidad de vivir en una sociedad que luche para ellos será en vano. Tal elucubración lo lleva a su famoso ultimátum: “O ara o mai”. O nos gobernamos o gobernarán sin nosotros.

La batalla de Valencia no la ganaron, el pancatalanismo fusteriano perdió por goleada, pero su ultimátum mesiánico parece no haberse cumplido del todo. La emergencia de la coalición Compromís, del partido Podemos y el viraje del PSPV hacia posturas más valencianistas sitúan al sujeto político valenciano otra vez en el centro de la reflexión. Primero, sin embargo, el País Valenciano ha debido tocar fondo. La explosión de la burbuja inmobiliaria y el inicio de la crisis han dejado los cadáveres de una costa hiperurbanizada, desindustrialización (por lo tanto paro) y corrupción a mansalva. Aquella España que fardaba de su “éxito” económico, basado en gran parte en la especulación sobre la costa de levante, ahora parece no tener reparos en burlarse de la corrupción valenciana, como si con ellos no fuera la cosa, como si el PPCV y el partido del gobierno fueran dos elementos que nada tienen que ver entre ellos. El País Valenciano, en tanto que chivo expiatorio de todos los males de España, ha desarrollado un sentimiento de derrota -si no de vergüenza- y otro de reflexión, de meditación profunda sobre sí misma. El nuevo panorama político valenciano nace de estas cenizas.

Cuando la política institucional española y los mass media decidieron dar todas las culpas al País Valenciano entregaron, sin saberlo, una hoja de doble filo. Si hay sujeto culpable entonces hay sujeto de responsabilidad política. Compromís, uno de los pocos partidos que criticaba la corrupción y el despilfarro en la época del ensueño, ha conseguido absorber ese doble mensaje. Por un lado se presenta como el azote de la corrupción y el seguro de la transparencia democrática. Por otro lado aseguran que si son buenos para tomar las culpas, son también buenos para tomar las riendas de sus políticas. “Tota politica que no fem nosaltres la faran contra nosaltres”, afirmaba Fuster, y parece difícil no darle la razón. Después de la docilidad de los gobiernos del PSPV y el PPCV la situación fiscal del territorio no podría ser más anómala. El País Valenciano es más pobre, tiene más fracaso escolar y más paro que la media de España. Aun así son de los últimos en inversión pública en infraestructuras, así como en gasto social de servicios esenciales, y tienen un déficit fiscal que ha llegado a la friolera de 1500 millones de euros al año. Compromís y el nuevo PSPV de Ximo Puig tienen claro que la situación no puede seguir como hasta ahora y pretenden hacer de la crítica al régimen fiscal vigente uno de sus ejes de regeneración. Podem de momento es más pasivo.

Aún hay voces cadavéricas, como la de Gonzélez-Lizondo, que desde la ultratumba claman por recuperar la guerra de identidades de los ochenta. Pero parece difícil negar el hecho que Compromís ha tomado el mando de la hegemonía valenciana, cambiando el eje de la discusión. Del mismo modo que el Nosaltres, els valencians de Fuster quiso convencer a los valencianos que el mejor modo de defender sus intereses se daría mediante los Países Catalanes, Compromís ha decidido responder con su opuesto dialéctico: Nosotros, los pancatalanistas. La mejor manera de defender el espíritu fusteriano, aseguran, pasa por meter en el centro la construcción de un sujeto político valenciano. Defender los intereses de los valencianos sin mediaciones, sin esperar que hagan la política en su nombre, siendo sujeto activo en la política española. Tal posicionamiento ha pillado a contrapié a todos. Madrid descubrió el nuevo valencianismo gracias a un ruidoso sainete de Joan Baldoví. El militante de Bloc decidió parar las difíciles negociaciones de distribución de grupos parlamentarios para pedir lo prometido en campaña: un grupo parlamentario propio. Así mismo en Catalunya se descubrió la voluntad de Compromís de poner los intereses valencianos siempre delante cuando Mónica Oltra aseguró que el pacto entre Podemos y PSOE era prioritario al derecho a decidir catalán. El último caso de iniciativa política se dio el pasado 26 de abril cuando a última hora Compromís y sus modestos 4 diputados presentaron 30 propuestas para un pacto in extremis entre las fuerzas de izquierda española. Que el pacto funcionara o no era lo de menos.

La política en el País Valenciano ha entrado en una nueva era hegemónica pero que aún puede mutar. Con un Partido Popular en horas bajas, Ciutadans emerge cómo la cara fresca de la oposición. La lucha por la renovación democrática y contra la corrupción les haría aliados naturales con los valencianistas, pero el proyecto económico y nacional los sitúa como auténticos antagonistas. Ciudadanos debe vender el producto del emprendimiento y la confianza en el libre mercado en la zona cero de la explosión de la burbuja inmobiliaria. A eso se le suma la dificultad que resulta hoy en día de defender la figura abstracta del “ciudadano contra los territorios”, en una comunidad que ha estado uno de los principales perjudicados de la construcción actual del estado español. Eso no le ha impedido, sin embargo, sacar el 16% de los votos. El PSPV y Podem, por su lado, aún nos tienen que mostrar sus cartas. Su indefinición se ira resolviendo a medida que se vayan formando bandos claros a nivel estatal. Y viceversa: el ámbito estatal se definirá con -o contra- este nuevo sujeto político que es el País Valenciano.

Un nuevo polo de tensión se está formando en el levante de la península, creando una nueva dialéctica que tanto afectará el desarrollo del País Valenciano como a las transformaciones futuras de España. Tanto para aquellos que sueñan una España federal, como para aquellos que creen que los Países Catalanes siguen siendo una buena idea, el peaje a pagar es el mismo: reconocerlos como sujeto político, eso es, como nación.