Placa conmemorativa del 15M en Madrid

Por Roc Solà

Parafraseando a Marx sobre la Comuna de París, el gran éxito del 15M fue que existió. Hay pocas dudas de que el 15M fue un momento crucial en la historia reciente de la historia de España. Y no solo. También es sabida la influencia que tuvo este estallido social en el surgimiento de otros movimientos en el resto del mundo (Occupy Wall Street o Nuit debout). Así, hay pocas dudas que cuando los historiadores tengan que escribir la historia de la crisis de la Segunda Restauración, el 15M estará en un lugar axial. Nadie puede cuestionar ya que el 15M y todas sus consecuencias y conquistas forman parte de nuestra propia tradición, revuelta y conciencia de clase. Todo esto va de suyo.

Pero también es muy claro que muchos de los anhelos que se expresaron el 15M y el surgimiento de las fuerzas del cambio no se han resuelto en absoluto. Sobra decirlo. Dolorosamente, todo potencia que busquemos en 2021 del impulso de hace 10 años es, para ser justos, difícil de encontrar. La Historia deberá juzgar lo conseguido y lo cambiado en esta década. Pero, hoy, los diagnósticos y el rumbo estratégico de las fuerzas herederas del 15M han envejecido muy pronto y muchas veces. El nervio de lo que representaba ha pasado ya hace mucho tiempo de las calles y los bares al mercado de las identidades y al museo mental de la justificación conmemorativa. Hay que volver al espíritu de las plazas. Hay que recuperar el ímpetu de los indignados. Ay…

Nancy Fraser, en su último libro de 2020, Los talleres ocultos del capital al respecto de los movimientos transformadores, plantea que “a medida que el discurso se independiza del movimiento, éste se enfrenta cada vez más a una versión sombría de sí mismo, un doble siniestro al que no puede simplemente abrazar ni tampoco repudiar por completo”. El mismo Marx había advertido en su juventud también de algo parecido cuando escribía que “los frutos de su cabeza han acabado por imponerse a su cabeza”. Si ello se mira desde el prisma de una extendida concepción tendencialmente aconflictual e ideologizante de la disputa política, lo que nos queda es fantástico coctel de ausencia de crítica. Y, en ausencia de crítica, la exigencia política se vuelve mínima. Fraser añade, “los ideales […] no son inherentemente problemáticos”. O los movimientos políticos no son inherentemente problemáticos, podríamos decir. Y menos la repetición acrítica de los politonos que ya nos conocemos de memoria con un diagnóstico de una situación pasada. Nos gusta mucho esto de encontrar eslóganes. Parece que tenemos muy asumido esto de pronunciarnos solo con ideas que lleguen a las mayorías. No sea que molestásemos a alguien. Como si la leyes antitabaco o el matrimonio igualitario de Zapatero hubieran gozado de un consenso absoluto en la sociedad en el momento de su aprobación.

Y claro, la crítica es derrotismo, deslealtad o, en el peor de los casos, dar armas a la reacción. Pero, qui dia passa, any empeny [mañana será otro día], oye. Si no se afrontan problemáticas insalvables sin entender que por negar un problema o posponerlo, este no desaparece, cada vez, como dice César Rendueles, quedan más nichos vacíos de reflexión propia dentro del campo de las izquierdas. Algún psicoanalista podría decir que cuando se echa un síntoma por la puerta vuelve a entrar por la ventana. Y es que no siempre se puede cambiar el frame y, a veces también, la realidad es más real de lo que se quiere aceptar. No será que la (extrema) derecha está aprovechando todos estos nichos vacíos de proyecto igualitarista para (re)armar a la reacción contra todos los vectores de las fuerzas democratizantes y transformadoras. ¿Y si el no querer afrontar un modelo cultural hegemónico extremadamente elitista que no interpela a las clases populares y obreras tiene que ver con la idea delirante de dictadura progre que regurgita el neofascismo desde el poder? ¿Y si nuestra dificultad para presentar una propuesta de cohesión ciudadana igualitarista tiene que ver con el señalamiento execrablemente xenofóbico de manteros y menas? ¿Y si la falta absoluta de implicación en la problemática de la España vaciada está permitiendo que Vox interpele al campo a través de una visión de señoritos del mundo rural? ¿Y si la derecha se atreve a reivindicar la incorrección política —claramente desde el victimismo— porque los rojos hemos abandonado algo que históricamente se nos asociaba como la política del deseo y de intensificación de la vida? ¿Y si se ha podido atizar las distintas naciones periféricas del Estado por una pasividad o apatía respecto a la cuestión de la plurinacionalidad? ¿Y si la vinculación del discurso del despilfarro de la descentralización tuviera que ver con el ataque de siempre a lo público declinado en su versión centralista y uniformista?

Podría ser que, por una voluntad de protagonismo o por partidismo, no se haya querido ver que ya no estamos en 2011. Delante de nuestros ojos, han pasado los años y los hechos que han cambiado nuestro contexto político de forma intensa. Se ha profundizado en una crisis de plurinacionalidad —que en el fondo es una crisis definición nacional española– a la vez que se ha sucedido una modernización retórica de la (extrema) derecha y se ha (re)abierto una crisis de la monarquía. Cuestiones que, además, están profundamente imbricadas entre sí.

Si no se aborda la nueva fase en toda su complejidad, se puede correr el riesgo de que se extienda una visión del hecho plurinacional vinculada a la conllevancia y que, llevada al paroxismo, creería que las dinámicas de transformación en las distintas naciones del Estado son no solo incompatibles, sino incluso polares. Así, en frente de lo que podríamos llamar una concepción organicista y castellanista de la nación, se han podido leer y escuchar recientemente varios enfoques del rumbo republicano que, además, tienen fuerte resonancia en la historia de nuestro país. En primer lugar, subsiste un enfoque identitario que tiene una obsesión con las banderas. El historiador gallego Xosé Manoel Núñez Seixas lo deja claro en su libro Suspiros de España. El nacionalismo español, 1808-2018: “La disputa acerca de los símbolos no contribuyeron a que el proyecto republicano ganase adhesiones”. En segundo, también existe un tipo de planteamiento eticista que consideraría la problemática de la forma de Estado como algo secundario debido a la asimetría del desprestigio de la Monarquía en la variable territorial. En tercer lugar, son ya de sobra conocidas las posturas infantilistas que no irían más allá de la crítica de la monarquía sin oponer a esta ninguna afirmación alternativa y que incluso ha podido servir para tapar vergüenzas propias. En realidad, si se analiza la historia de España, uno se da cuenta de que toda transformación del Estado en sentido progresista ha tenido que ver con la descentralización, la (con)federación y el reconocimiento de las soberanías nacionales. Así, lejos de ser la plurinacionalidad un reconocimiento de las distintas tonalidades culturales de los pueblos del Estado —algo así como ponerle pimentón al pulpo o tomate al pan– esta tiene más que ver con un reconocimiento de los distintos demos del Estado y con la libre adhesión al proyecto común. Y ello es bastante complicado con un rey que tiene muchos problemas para ir a partes del Estado, con silbidos en otras como Extremadura en verano; y que cavó su propia tumba tomando partido y evaporando la neutralidad de la Jefatura del Estado durante los últimos compases del Procés en Catalunya. Felipe VI no ha tenido su 23-F. Además, parece que la oscuridad de los innumerables escándalos económicos, el apoyo de los 73 mandos del ejército frente al “gobierno social-comunista”, no acaban de ser el mejor apoyo para acometer la tan cacareada perestroika de Felipe VI.

De este modo, ante la (enésima) crisis del cambio en España, acelerada aún más por la derrota de Madrid —y esto los adversarios de lo minoritario temen reconocerlo—, los retos de las izquierdas de transformación seguirán siendo —y más ahora que Salvini saluda y celebra a Ayuso– oponerse al partidismo y al nacionalismo uniformista, lucha sin la cual será muy difícil desarrollar un ejercicio de afirmación política y sentar las bases de la transformación por medio de consignas progresistas identificables. La coordinación estratégica de las fuerzas de izquierdas transformadoras se hace, a día de hoy, inesquivable si se quiere empezar a poner un poco de luz a la oscuridad. Una oscuridad que ha arreciado los procesos de cambio históricos ya desde aquel futuro anterior que dibujaría Pi Margall en 1874: “La dictadura que la Justicia no levanta del suelo, la recoge con frecuencia la tiranía”.

Así pues, hoy, si no es para elaborar un programa común, de y entre todas las fuerzas de cambio, en torno al derrocamiento de la monarquía, la instauración de la República, la regulación de los alquileres, la semana laboral de 32 horas, la defensa del derecho a decidir y el Green New Deal, si no es para todo ello, a mí, no hace falta que me habléis del 15M.