Myriam Rodríguez y Javier Correa (@Colectivo_MI)

En el anterior artículo de esta serie realizamos una micropolítica del amor buscando las intersecciones entre lo molecular (el amor y su forma de habitarlo por los sujetos) y lo molar (el capitalismo como formación socio-económica). Lo interesante de nuestro análisis -en general de todo análisis micropolítico- es que mostraba cómo el capitalismo como fenómeno político acaece tanto en lo molar como en lo molecular. Esto es clave para pensar los mecanismos de (re)producción de los sistemas y fenómenos políticos, pues la imbricación de estos en la escala molecular les confiere un alcance y una profundidad enormes. En este artículo someteremos las conclusiones a las que llegamos en el primer artículo a una crítica feminista, es decir, una vez descubierto que las relaciones amorosas funcionan como un contrato económico de intercambio de bienes y servicios es necesario que veamos que ese contrato no es igual (¡ni mucho menos!) para ambos géneros.

Es importante dejar constancia de que el análisis que hacemos en las próximas líneas es una revisión crítica de la relaciones heterosexuales que creemos que por ser el modelo hegemónico y normativo de relaciones de pareja son las que más atravesadas han estado y están por el heteropatriarcado (¡que es quien las ha configurado!), esto es, por las distinciones, roles, expresiones de género, etc. Creemos que es fundamental señalar esto para no caer en binarismos ni pecar de estar analizando otro tipo de relaciones no hegemónicas de las cuales, por no ser normativas, no hay tantos modelos ni tanto conocimiento ni teórico ni práctico (en nuestro caso).

Uno de los puntos que vimos que formaban parte del contrato amoroso era el intercambio de obligaciones. Como dijimos, el contrato amoroso estipula una serie de obligaciones entre ambos firmantes de la misma manera en que el contrato laboral estipula un intercambio de fuerza de trabajo a cambio de un salario. También dijimos que igual que el contrato laboral mantenía, de facto, la propiedad de los medios de producción por parte del empresario, el contrato amoroso salvaguardaba la propiedad del cuerpo ajeno como cuerpo propio, es decir, producía una privatización de los cuerpos. Pero sobre esta privatización volveremos más adelante.

Si nos fijamos con detenimiento podremos observar cómo hay un desigual reparto de las obligaciones amorosas por géneros dentro de la relación o, para ser más justos, podemos observar cómo se sostiene el patriarcado a través de un contrato amoroso que lo perpetúa. No hablamos sólo de la violencia simbólica que permean todos los ritos de iniciación en el amor[1] sino también dentro de la propia estructura de la relación. Las obligaciones dentro del contrato amoroso que se establecen de forma inconsciente al empezar una relación se ven muy relacionadas con los roles de género que se ha asignado a cada uno. Así el hombre tiene históricamente el rol del protector y la mujer el rol de cuidadora  que tornaría en obligaciones al convertirse el hombre en la persona que trabaja y abastece la familia y la mujer en la figura dedicada a la crianza de los niños y al cuidado del hogar[2]. La institucionalización del contrato amoroso a través del matrimonio muestra cómo, al igual que en el ámbito económico, uno de los firmantes goza de privilegios estructurales que se mantienen, precisamente, a través de este contrato amoroso-matrimonial.

La institucionalización del contrato amoroso a través del matrimonio muestra cómo, al igual que en el ámbito económico, uno de los firmantes goza de privilegios estructurales que se mantienen, precisamente, a través de este contrato amoroso-matrimonial.

Otro de los puntos que tratamos en el anterior artículo fue la privatización de los cuerpos que ocurría como consecuencia del contrato amoroso por el cual los amantes se convertían en propietarios del cuerpo ajeno. Igual que en el resto de puntos, esto no ocurre de igual manera en ambos géneros, es decir, esta parte de la lógica del amor también está atravesada por una asimetría generada por su inserción en el patriarcado. De hecho, la asimetría es tal que nos obliga a preguntarnos si la mujer es verdaderamente propietaria del cuerpo del varón, si ostenta los mismos privilegios dentro de la relación.

Como  ya señalamos, la privatización del cuerpo se manifiesta en la obligatoriedad sexual y en el monopolio del cuerpo del otro (o sea, en la exclusividad sexual). Es evidente que, típicamente, esto no ha sido igual para ambos géneros (¡ni sigue siéndolo!). El sexo siempre se le ha presentado a las mujeres como una obligación más dentro de su encierro en el hogar y para ello se disponían dispositivos de violencia contra sus propios deseos y contra el derecho de poseer su propio cuerpo. Estos dispositivos de violencia pueden ser físicos (cuando se recurre a la fuerza para obligar a consumar el acto sexual o para forzar al mismo) o bien simbólica (como el existente en la presión social con comentarios como “frígida”, “rancia” “mustia”, etc.). Usamos el tiempo pasado por señalar que es un hecho histórico pero -ni mucho menos- un hecho ya terminado: los fenómenos son los mismos aunque en nuestra fecha sean menos evidentes.

Por el contrario, las mujeres no podían reclamar la obligatoriedad sexual de su marido estipulada por el contrato amoroso por todo el aparato simbólico que se lo impedía. No sólo ha sido la mujer con apetitos carnales la culpable de todos los pecados en la mitología cristiana sino que, desde siempre, se le ha tachado de “puta y/o de “mala madre. El insulto de “puta señala el lugar en la sociedad en el que se amenaza con expulsar a la mujer que muestra un impulso sexual abierto, relativamente autónomo y -sobre todo- no subordinado al varón. Así, el insulto “puta” (o “guarra”) se profiere desde el patriarcado para señalar a las mujeres que se hacen dueñas de su deseos, que no los subordinan al rito romántico o a la rigidez patriarcal. A su vez esta obligatoriedad sexual sigue funcionando bajo la lógica de la heterosexualidad como la sexualidad hegemónica donde no se plantea formas diferentes de vivir el sexo o tu apetito sexual, por ejemplo la asexualidad.

Por otro lado, el patriarcado violenta a las mujeres simbólicamente[3] excluyendo del rol de “buena madre” el disfrute o goce sexual. La mujer se ve, dentro del contrato amoroso institucionalizado que supone el matrimonio, encerrada y obligada a mantenerse sumisa, dócil y disponible y, por supuesto, alejada de cualquier disfrute personal o sexual. Es así cómo ella se ve obligada a satisfacer los deseos sexuales de su marido estipulados por el contrato amoroso pero ella no puede reclamarlos por la violencia institucionalizada en el amor en contra de su propio deseo y la autonomía del mismo.

El patriarcado violenta a las mujeres simbólicamente excluyendo del rol de “buena madre” el disfrute o goce sexual.

El otro fenómeno que evidenciaba la privatización de los cuerpos es la exclusividad sexual. La exclusividad sexual, como dijimos, reflejaba la privatización de los cuerpos porque implicaba un monopolio del cuerpo ajeno. Sin embargo, es evidente que esto no ha sido -como la mayoría de cosas- igual para ambos géneros sino que es otra dimensión más en la que se profundiza en la desposesión del cuerpo propio por parte de la mujer y la expropiación del cuerpo ajeno por parte del varón. La complacencia que se ha mostrado siempre hacia el adulterio masculino y la penalización (simbólica y física) que hay frente al adulterio femenino es buena prueba de ello. La mujer es atada a su cuerpo que posee a su pareja por el contrato amoroso pero ella es totalmente desposeída porque no es poseedora del cuerpo que se supone que recibiría en forma de intercambio, a saber, el de su marido o pareja. El marido es dueño de su cuerpo y no cede en su control. Sólo así, y encajando las relaciones en el eje heteropatriarcal, se entiende que históricamente la prostitución haya sido llevada a cabo por mujeres: la mujer no tiene siquiera las condiciones de posibilidad para su propio adulterio mientras que el hombre lo tiene institucionalizado reteniendo una serie de cuerpos en la marginalidad de la sociedad para su disfrute.

Otro de los ejemplos que pone de manifiesto esta privatización desigual de cuerpos son las restricciones en la vestimenta que han sufrido las mujeres que hacían que vestir de una forma fuese de ser una buena mujer recatada y de otra forma fuese de ser una “suelta”, una “puta” o una “buscona”. Así, son muchas las ocasiones en las que la mujer se enfrenta al enfado de su pareja porque “la falda es muy corta”, “llevas mucho escote” o “se te marca mucho el culo”.  Lo que vemos es que no sólo hay una posesión física sino también simbólica: el cuerpo de la mujer es del varón en tanto carne y en tanto objeto a la vista. La mujer es, en el amor heteropatriarcal, tan objetivada que incluso la mirada de otros atenta contra mi propiedad (¡a diferencia del resto de objetos!). De nuevo el control desigual sobre los cuerpos que supone la privatización -desigual también de ellos-, ya que nunca se observará esta situación al contrario: una mujer enfadada por la vestimenta con la que su pareja sale de casa y que incita a otras mujeres.

Es así cómo la privatización de los cuerpos, que es una consecuencia directa del contrato amoroso, es tan asimétrica entre ambos géneros que uno de ellos no dispone control sobre su cuerpo o sobre el de su marido. Cuando analizamos en nuestro anterior artículo la estructura capitalista de las relaciones amorosas concluimos que había una privatización mutua de los cuerpos donde mi cuerpo es poseído por mi pareja y viceversa (a través de la exclusividad y la obligatoriedad sexual). Sin embargo, y visto lo visto, la mujer es totalmente desposeída de su cuerpo y no se convierte en poseedora de ningún otro por lo que el fenómeno de privatización mutua que describimos deja paso al de expropiación de los cuerpos donde la parte con más privilegios saquea los bienes materiales (en este caso el cuerpo) sin ningún tipo de indemnización o beneficio a cambio.

La mujer es totalmente desposeída de su cuerpo y no se convierte en poseedora de ningún otro por lo que el fenómeno de privatización mutua deja paso al de expropiación de los cuerpos donde la parte con más privilegios saquea los bienes materiales sin ningún tipo de indemnización o beneficio a cambio.

Hablemos ahora de la mercantilización de cuerpos que explicamos en el anterior artículo. Ya vimos cómo los cuerpos se convertían en objetos-mercancía dentro del amor-capital. Sin embargo, esto no afecta de la misma manera a todos los cuerpos, sino que este proceso se ve atravesado por su género desde una mirada (hetero)patriarcal. Esto es, no sufre la misma mercantilización un cuerpo de una mujer que la que se sufre un hombre. Unas son más mercancía que otros.

Esta desigual mercantilización se (re)produce a través de la cultura audiovisual pop, la industria pornográfica y la publicidad, que crean y normativizan cuerpos consumibles en forma de capital atractivo. Sedimenta así una imagen de la mujer como un objeto sexual, usada para anunciar coches u otros productos para hombres (o lo contrario: anunciada ella junto a productos para hombres)[4]. Se refuerza entonces un proceso que ya comentamos más arriba, a saber, la privatización de los cuerpos. Sin embargo, la privatización ocurre justamente en el ámbito privado, en el ámbito de la relación; mientras que este proceso de mercantilización del cuerpo femenino de la mujer ocurre en la esfera pública, donde asiste como una espectadora externa y se ve enajenada en dos sentidos:

  • En un primer momento se ve enajenada de su propio cuerpo que está siendo cosificado, reducido a objeto o, para ser más precisos, reducido a mercancía: objeto de placer sexual para el hombre (además vemos como sigue reproduciendo una lógica puramente heterosexual). La mujer asiste al espectáculo de su propia mercantilización en el imaginario público (principalmente audiovisual). Asiste, pues, con el doble rol de víctima de la obra y espectadora de la misma.
  • En un segundo momento la mujer se ve enajenada del espacio público, rechazada del mismo, porque sobre este sedimenta todo un imaginario que la mercantiliza y la cosifica. Es este uno más de los mecanismos que la empujan y encierran a la esfera privada.

Por último, en cuanto a la competencia presente en la lógica de la pareja  esta también reproduce una desigualdad de género. Como ya vimos, desde la lógica del mercado se establece que la competencia es necesaria para el progreso tanto social como técnico-tecnológico y las relaciones de amor reproducen esta competencia en el amante, el “yo soy porque tú no eres” que deviene en exclusividad. Sin embargo, esta competencia también es asimétrica por géneros. Entre los varones aparece una camaradería que establece redes de apoyo y de sustento mientras estos están solteros. La vida de soltero se idealiza y conseguir tener sexo con muchas mujeres se convierte en hazañas que realzan su valía. Desde el género opuesto, la mujer que está soltera debe aspirar a una relación porque sino “algo pasa”. De hecho, el “soltero de oro” es todo aquel varón que aún no esté dentro de una relación amorosa y que, por esto mismo, por su estar disponible, aumenta su valor de cotización en el mercado-amor. En cambio, la mujer tiene que aguantar la figura de la “solterona” que la señala como incapaz de encontrar pareja. En resumen, en la soltería es cuando los desempleados-solteros buscan oportunidades laborales-amorosas compitiendo con los iguales. Mientras que el varón dispone de toda una serie de apoyos y redes simbólicas que hace que incluso aumente su valor estando fuera del mercado, las mujeres se enfrentan a un contrarreloj que las señala como responsables de su propia soltería.

El “soltero de oro” es todo aquel varón que aún no esté dentro de una relación amorosa y que, por esto mismo, por su estar disponible, aumenta su valor de cotización en el mercado-amor. En cambio, la mujer tiene que aguantar la figura de la “solterona” que la señala como incapaz de encontrar pareja.

Ejemplos paradigmáticos los podemos observar en series como Friends o Cómo conocí a vuestra madre. En esta última, por ejemplo, Barney, que es durante la mayor parte de la serie el que siempre está soltero, se te presenta como un personaje cuya vida de soltería y sexo esporádico es alucinante. En contraposición están todas las amantes de Barney que parecen desesperadas por encontrar pareja y se presentan como mujeres tristes y necesitadas de un hombre para que sus vidas sean dichosas. Esto reproduce la idea de que la mujer necesita un hombre para alcanzar el status que el hombre sin la mujer ya tiene.

Llegados a este punto, nuestra tarea es construir un nuevo paradigma y estructura de relaciones de amor que se salgan de la lógica del capital y de la estructura heteropatriarcal asimilada de forma inconsciente y casi obligatoria. Repensar un amor horizontal, sin jerarquías, un amor rizomático que ponga el foco en el Otro como lo que va más allá de mí, pero no el Otro como individuo que excluye, sino el Otro como lo abierto a la diferencia, a la multiplicidad, a la comunidad.

Notas y referencias

[1] Los ritos que rodean el cortejo entre dos amantes también están atravesados por roles de género, donde la mujer es la pasiva y el hombre es el activo. Esto es, la mujer es la cortejada y el hombre el que corteja o inicia la acción. La cultura de la violación que permea y articula toda la violencia simbólica en el acto de ligar es evidente: el “no” de las mujeres muchas veces es (mal)interpretado por los hombres como una muestra de dificultad para mostrar su propia valía como hombre.

[2] Alianza entre el patriarcado y el capitalismo en la distinción entre trabajo productivo y asalariado y trabajo reproductivo y no asalariado.

[3] Bourdieu estudió la dominación simbólica en su libro La dominación masculina (2000) donde mostró como el éxito de la dominación se basa en que los dominados asumen todo un universo simbólico, un horizonte de sentido, una serie de valores y distinciones de los dominadores y las asumen como propias (la violencia ya no es física sino simbólica). Por ejemplo, dice Bourdieu “las mujeres pueden apoyarse en los esquemas de percepción dominantes (alto/bajo, duro/blando, recto/curvo, seco/húmedo, etc.), que les conducen a concebir una representación muy negativa de su propio sexo…”. Es a partir de esta violencia simbólica que se estructuran las relaciones desiguales entre los géneros: un conjunto de hábitos, percepciones y esquemas de relación que producen y reproducen las asimetrías en las relaciones entre hombres y mujeres. Los dominados contribuyen, sin saberlo, a su propia dominación al aceptar las concepciones sobre los límites entre categorías sociales. Éstos se expresan en la forma de emociones corporales (vergüenza, humillación, timidez, ansiedad, culpabilidad) y de sentimientos (amor, respeto, confusión verbal, rubor, rabia impotente) que son maneras de someterse, de mejor o peor gana, a la opinión dominante.

[4] Resuenan las palabras de Butler en su artículo “Regulaciones de género” (2005): “El poder regulatorio no sólo actúa sobre un sujeto preexistente, sino que también conforma y forma a ese sujeto (…) Una norma opera dentro de las prácticas sociales como el estándar implícito de normalización. Aunque una norma pueda ser separable analíticamente de las prácticas en las que está incrustada, puede también resultar resistente a cualquier esfuerzo por descontextualizar su operación. Las normas pueden o no ser explícitas, y cuando operan como el principio normalizador en la práctica social es común que permanezcan implícitas, difíciles de leer y discernibles de una manera más clara y dramática en los efectos que producen”.