Myriam Rodríguez y Javier Correa (@Colectivo_MI)
Reconoce Guattari que empezar un curso de Farmacia durante su juventud le dio la distinción molar/molecular tan usada en las ciencias biológicas[1]. Guattari pensó que esa distinción podía ser tremendamente útil para pensar también los fenómenos políticos. Muchas veces pensamos la política en términos molares, a partir de elementos tales como la clase, el Estado o la ley. Sin embargo, también hay toda una dimensión política que recorre elementos moleculares, como los flujos o las singularidades. Esta distinción no es una mera distinción macro/micro, porque hay fenómenos molares que son micro (como una huelga laboral de dos empleados en una tienda) y fenómenos moleculares que son macro (como los flujos del deseo en las redes sociales). Para entenderlo mejor, la distinción molar/molecular se acerca -ligeramente- a la distinción social/personal, donde lo primero está organizado por grandes conjuntos que sobrepasan al individuo y lo segundo atañe a la constitución del individuo mismo, a su singularidad. La intuición de Guattari de que lo molar y lo molecular se entrelazan, o en terminología feminista que lo personal es político, es fundamental para entender cómo los sistemas se mantienen en el tiempo, cuáles son (algunas) bases de su reproducción. Al estudio de este entrelazamiento es a lo que Guattari llamó micropolítica.
En este artículo pretendemos analizar y entender la relación existente entre dos lógicas aparentementes distintas (una molar y otra molecular), a saber, la lógica del capital y la lógica del amor o, en otras palabras, ¿en qué se parecen las relaciones amorosas al mercado? En un primer momento podría parecer que la pregunta es atrevida, que el objetivo es casi imposible porque ¿qué tipo de relación van a tener dos campos tan distintos entre sí? Uno, el del amor, pertenece a nuestra esfera privada, al ámbito de nuestras relaciones personales; el otro, en cambio, rige las relaciones en la esfera pública, en la política. ¿Por qué iban a tener alguna relación? Pero, como dijimos, lo molecular y lo molar no paran de entrelazarse.
Para responder a esta pregunta es interesante recordar también a Bourdieu, que desarrolló un concepto fundamental en su sociología: el concepto de habitus[1]. El habitus trata de explicar por qué personas de posiciones parecidas se comportan de manera parecida (sin ser determinista). El habitus es toda una forma (inconsciente) de socializar, percibir el mundo, expectativas, gustos estéticos, formas de comportarse etc. que son similares dentro de un mismo grupo social.
Así, el comportamiento individual no es -del todo- libre y espontáneo sino que el habitus señala cómo la subjetividad es socializada, cómo interiorizamos lo exterior (¡cómo lo molar se cruza con lo molecular!). Y esto es lo crucial: nuestro hábitos más personales, los gustos o las formas de relacionarnos, son, en realidad, una interiorización de las condiciones objetivas externas. En otras palabras, el sistema se reproduce porque nos comportamos en lo personal con la misma forma en la que se comporta el sistema. Esto es fundamental para el sistema porque si nosotros interiorizamos una serie de principios (en este caso capitalistas) el sistema se asegura su permanencia porque votaremos y exigiremos con la misma lógica que pide el sistema.
El habitus señala cómo la subjetividad es socializada, cómo interiorizamos lo exterior. El sistema se reproduce porque nos comportamos en lo personal con la misma forma en la que se comporta el sistema.
Pero vayamos al amor, ¿de verdad nuestras relaciones amorosas están regidas bajo la lógica del capital? En primer lugar, notemos algo evidente: nuestras relaciones personales son contratos (personales) basados en el intercambio (de bienes intangibles). Así como en la ideología liberal el empresario (sujeto racional libre) formaliza la compra de la fuerza de trabajo por parte del trabajador (sujeto racional libre) a través de un contrato, las relaciones amorosas suponen la regulación contractual entre dos sujetos libres y racionales que se reconocen una serie de derechos y obligaciones. Obvio que esta contractualización no es un papel firmado pero también presenta una ritualización marcada y bien definida (pedir salir, pedir la mano etc.).
¿Cuáles son estos derechos que quedan protegidos en los contratos? En las relaciones mercantiles se establecen las obligaciones del trabajador con respecto al trabajo pero, de facto, salvaguardan la propiedad privada de los medios de producción del empresario. En otras palabras, el empresario compra la fuerza de trabajo y, al ostentar la propiedad de los medios de producción, se convierte en el propietario del producto resultante del trabajo (camisetas, pizzas o lo que sea) que venderá por un precio mayor al que le ha costado para tener beneficios (plusvalía). Las relaciones amorosas funcionan de manera parecida, estableciendo las obligaciones de los firmantes con respecto al trabajo -amoroso- ya sea un contacto asiduo, jerarquización de las relaciones estando la pareja en la pirámide, regalos en fechas señaladas, etc. Las obligaciones amorosas son fácilmente detectables en las prescripciones morales que establece la sociedad, es decir, lo que te hace ser un buen o mal novio. Estas obligaciones amorosas se organizan en torno a un programa de mínimos y un programa de máximos. Así como la trabajadora tiene que cumplir unos requisitos mínimos para continuar con el contrato (mínimo de horas, por ejemplo) también puede optar a ciertos beneficios si llega a objetivos eficientes de producción (si vende un número determinado de camisetas le dan un plus, por ejemplo); de manera similar, las relaciones amorosas estipulan un mínimo (contacto asiduo, estar en los días importantes) y recompensan un programa de máximos (ser detallista, por ejemplo).
La ruptura de las obligaciones supone una revisión del contrato, pues se entiende que el amado tiene una serie deberes para conmigo como amada. He aquí otra similitud entre la forma de comportarse del mercado y de los sujetos en el amor: la ponderación de las acciones según los costos y los beneficios. Preguntas tan típicas ante una crisis amorosas como ¿me compensa? o la tan manida lista de pros y contras en realidad evidencian la lógica del capital: cómo puedo obtener, gracias a cálculos racionales, el máximo beneficio con el mínimo costo posible. Los sujetos de las relaciones amorosas se comportan como un empresario con un negocio: si no recibo una plusvalía o un beneficio entonces tengo que cerrar el negocio independientemente del negocio (si es un negocio que ayuda a gente o favorable al tejido social). De manera similar, la continuidad de las relaciones no se plantea por el amado sino por la relación coste/beneficio que me supone.
Esta lógica del beneficio amoroso/empresarial mantiene la cosmovisión según la cual el sujeto debe dominar o bien la naturaleza para sacar beneficios económicos o bien al otro para sacar beneficios personales (amorosos en este caso). En ambos casos, el Otro (el otro obrero, la otra amada) es sólo un medio para conseguir mis fines pero nunca un fin en sí mismo. Es evidente que en, en realidad, el empresario no ama sus productos -¡no es su fin!- sino que su fin es la acumulación de capital o el amor al dinero. Si la lógica que opera en el amor es la misma, ¿a quién amamos entonces cuando estamos en una relación si no es al otro? La respuesta no es el Otro, pues la continuación o no de la relación es siempre a cálculo beneficio/coste independiente del negocio -amoroso-. Pero, ¿entonces? ¿Qué beneficio persigo? El otro -o la otra- al ser un medio para mí no puede ser el fin sino que el fin será mi propia satisfacción (de ahí la pregunta de si me compensa mantener o no una relación).
Esta lógica del beneficio amoroso/empresarial mantiene la cosmovisión según la cual el sujeto debe dominar o bien la naturaleza para sacar beneficios económicos o bien al otro para sacar beneficios personales. En ambos casos, el Otro es sólo un medio para conseguir mis fines pero nunca un fin en sí mismo.
Las relaciones amorosas (los contratos amorosos, mejor dicho) salvaguardan no ya la propiedad de los medios de producción y el producto del trabajo, sino la propiedad (carnal) del cuerpo del amado, que se traduce en dos obligaciones claramente estipuladas en las relaciones: la exclusividad sexual y la obligatoriedad sexual. La primera sólo puede ser derivable desde unas premisas que contemplen el cuerpo ajeno como propiedad mía. Ya hablamos más arriba de la objetivación del otro (siendo un medio para mis fines). Pues bien, este proceso de convertir al otro en un objeto culmina en el hecho de que los firmantes se convierten en propietarios del cuerpo ajeno del que reclaman un monopolio sexual. El segundo ejemplo de ‘privatización de los cuerpos’ que acaece en las relaciones amorosas es la obligatoriedad sexual que tiene su correlato económico en el principio de la eficiencia. “¿Tener máquinas sin que produzcan? ¡Qué derroche! ¿Tener un cuerpo sin que produzca -placer-? ¿Y para esto invierto yo?” Otra vez el costo y los beneficios. Se espera que, ante la inversión realizada en la ’empresa amorosa’ (en tiempo y en rechazo de otros cuerpos), la propiedad adquirida (el cuerpo del otro) me reporte algún beneficio (carnal).
Otro de los puntos donde convergen ambas lógicas es la competencia. La lógica del libre mercado parte del axioma de que la competencia regula la oferta y la demanda (producción y consumo) y que es el elemento que potencia el progreso técnico-tecnológico, esto es, que la existencia de competencia es el factor que impulsa el esfuerzo de las personas en la producción de bienes y servicios (para producir cosas más baratas y vender más) y por ende el avance técnico-tecnológico de nuestra sociedad. Sin competencia, se dice, no hay progreso porque no hay amenaza externa y en consecuencia no hay esfuerzo o intento de superación[3]. La lógica del capital aplicada a las relaciones de amor funciona de una forma similar o bajo paradigmas análogos.
La competencia establece una lógica exclusivista que se basa en la adquisición de bienes (sociales o no) a costa de otros que no los pueden tener. Es, en realidad, la heredera del honor: unos tienen honor sólo porque otros no lo tienen. Cuando Vodafone se posiciona como el mejor operador de red móvil, se posiciona en base a que Movistar u Orange no lo son. Esto sucede de la misma forma en las relaciones de amor bajo la lógica del amor capitalista: yo soy amada por una persona o soy especial para esa persona porque otra no lo es (o no lo es de la misma forma que yo). Esto crea una estructura concreta para las relaciones de amor arraigada en esta lógica capitalista: los celos, la exclusividad como posesión de la otra persona, etc. En otras palabras, de la misma forma que las empresas se ven obligadas a competir ‘por lo bajo’ para poner productos más baratos y de mejor calidad en el mercado (y que así el usuario opte por su tienda), las relaciones amorosas crean un ambiente similar de competencia donde la Otra se ve siempre como una potencial enemiga para mi pareja y con la que tengo que competir en aportarle lo mejor al menor costo posible. Es cierto que no vivimos en un mercado libre del amor, sino que hay también ciertas restricciones a las personas externas a la relación (exclusividad sexual) que dificultan la competencia en igualdad de condiciones, pero el clima de exclusión y miedo al otro sigue muy presente.
Cuando Vodafone se posiciona como el mejor operador de red móvil, se posiciona en base a que Movistar u Orange no lo son. Esto sucede de la misma forma en las relaciones de amor bajo la lógica del amor capitalista: yo soy amada por una persona porque otra no lo es.
Además, esta competencia regula los precios, a saber, el valor de los bienes y servicios. En el sistema capitalista precio y valor se han vuelto sinónimos, pero Marx establece una diferencia entre el valor de uso -valor- y el valor de cambio -precio[4]. El valor de uso lo constituye el contenido material de ese bien y el valor de cambio es el precio que adquiere el bien en el mercado. En las relaciones de amor esto sucede de forma equivalente: el atractivo es el capital de las relaciones de amor, es el nuevo ‘capital erótico’. Este atractivo no es puramente un atractivo físico, sino que lo componen -como en la lógica del mercado- otros factores tales como la competencia, la demanda de ese cuerpo y las condiciones de la oferta de ese cuerpo que constituyen el valor de cambio.
El capital de las relaciones de amor o capital erótico es el atractivo, que se nutre de los mismos elementos de los que se nutre el capital en la lógica de mercado. Una persona resultará más atractiva si hay más demanda (si hay muchas personas intentando conquistarla o ligar con ella, haciéndose esto visible); su ‘valor’ incrementa. En otras palabras, asistimos en las relaciones en los tiempos del capital a una reducción del valor de una persona a su precio en el mercado del amor (“¿virgen a los 27? Algo pasa seguro…”).
Este atravesamiento de lo molar (capital) en lo molecular (el flujo del amor y sus singularidades) es perfectamente palpable en las aplicaciones para ligar que tienen, de manera muy elocuente, la misma estructura que las aplicaciones que venden productos de segunda mano: fotos para anunciar el objeto que se vende, un gran mercado de posibilidades, etc. Tinder no es, a diferencia de lo que se piensa, la causa de la mercantilización de los cuerpos (¡ni mucho menos!) sino que Tinder sólo ha evidenciado una estructura capitalista presente en nuestras lógicas amorosas desde hace generaciones. Simplemente nos ha ahorrado los costos de iniciar una empresa amorosa: ya no tengo que preguntar a amigos de amigas sino que puedo ver 38 perfiles en diez minutos en el sofá de mi casa. Al final, no es baladí que todos los elementos que hemos mencionado (competencia, oferta y demanda, contractualidad…) sean elementos centrales en Tinder.
Tinder no es la causa de la mercantilización de los cuerpos, sino que ha evidenciado una estructura capitalista presente en nuestras lógicas amorosas desde hace generaciones. Simplemente nos ha ahorrado los costos de iniciar una empresa amorosa.
La lógica de mercado reproducida en nuestros cuerpos y nuestras relaciones de amor sumado al avance técnico-tecnológico de las formas y los medios a través de los cuales nos relacionamos y conocemos a otras personas da como resultado la mercantilización de nuestros cuerpos, como bien muestran Tinder y otras redes sociales. Tinder funciona bajo el mismo paradigma que funciona el mercado. Su página principal es un escaparate de productos -en este caso cuerpos- a los que das like o dislike -Instagram funciona de la misma manera aunque no tenga el mismo propósito concreto que Tinder-, como cuando vas a una tienda y te pruebas varios pantalones y te quedas con el que mejor te luce y se ajusta a ti. Así, el otro queda invisibilizado y se convierte en mero objeto que se ajusta o no a mis gustos, a mis expectativas, a mi vida… como un producto que compras y si no te gusta al mes siguiente pruebas otro.
Pero, ¿puede el otro convertirse en pura mercancía o mero objeto maleable en nuestra vida? Para Lévinas el otro no puede ser un simple “dato”, sino que se impone ante nosotros con su otredad, con su alteridad. “Nosotros llamamos rostro al modo en el cual se presenta el otro, que supera la idea del otro en mi”[5]. De ahí todos los fracasos amorosos, porque es fácil convertir al ordenador en mercancía pero el otro siempre se resiste a ser un objeto para mi consumo (incluso en los tiempos del capital).
Notas y referencias
[1] Guattari, F. & Rolnik, S. (2006) Micropolítica. Cartografías del deseo. Madrid: Traficantes de Sueños.
[2] Bourdieu, P. (1991) El sentido práctico. Madrid: Taurus.
[3] En este punto resulta interesante a analizar desde qué bases antropológicas se está proponiendo esta afirmación. La tesis de que el ser humano solo avanza por razón de un elemento exterior que amenaza con posicionarse por delante o ser más valioso (en términos de capital), nos da información de la imagen que tenemos del ser humano como un ser relacional o social movido por intereses y en busca de la autosupervivencia con una naturaleza egoísta. El viejo “el lobo es un lobo para el hombre” evolucionaría hoy a “el empresario es un lobo para el empresario” o, en su correlato amoroso “el amante es un riesgo para el amante”.
[4] Marx, K. (2010) El capital, Madrid: Alianza.
[5] Lévinas, E. (1987) Totalidad e infinito. España: Ediciones Sígueme.