Fotografía: Pixabay
Por Juan Antonio Geraldes
Decía Paul Ricoeur que el inicio de cualquier hipótesis científica debía partir de una metáfora. Las metáforas nos facilitan, mediante el símil, la comprensión de algo más complejo o algo que no conocemos y que mediante esa metáfora pretendemos estudiar. En estos días de confinamiento he aprovechado para retomar las guías del Capital de Marx escritas por David Harvey, y en ellas se puede apreciar el poder de la metáfora: no es lo mismo una concepción de la empresa como proveedora de trabajo y sustento; que al trabajador como un prestatario de su capacidad de generar riqueza que sólo le es pagada (en parte) 31 días después del inicio de su actividad. No es lo mismo pensar el capital como el generador de la riqueza, que pensar en el trabajo como generador de riqueza.
No hace mucho leía a Zizek que en las crisis es cuando la Realidad sale a flote y se ve en toda su crudeza, pero no estoy de acuerdo con esta afirmación. Creo que en los momentos de crisis se pueden cambiar las metáforas que utilizamos para afrontar la realidad, de tal manera que aquella que parecía sernos útil durante los períodos de normalidad puede, de golpe, aparecernos falsa. La realidad es demasiado compleja para verla en toda su crudeza, y precisamente por ello necesitamos de ciencia y de teorías. Es aquí donde entra todo el juego del sentido común, y donde la pugna de los grupos por crear un sentido común a medida de sus necesidades entra en juego. La cuestión es: ¿el drama humano y las consecuencias económicas derivadas de la pandemia del coronavirus son uno de esos momentos en los que las mayorías se pueden replantear su cosmovisión?
Obviamente la contingencia del momento hace que lo que vendrá sea impredecible, pero sí que podríamos apuntar elementos importantes para empezar a construir hipótesis. Uno podría ser que las sociedades de 2020 están mucho más politizadas que las sociedades de 2007. Otro, la conciencia de que nuestra actividad económica es cada vez menos racional y más divergente respecto a la habitabilidad de nuestro planeta, es decir la conciencia de que lo que hacemos irá a la larga en contra nuestra como especie. Por último, creo que esta crisis ha supuesto otro durísimo revés para el modelo institucional supraestatal que se consolidó en Breton Woods, inició una fuerte decadencia con el consenso sobre los principios neoliberales, y hoy languidece en medio de medidas indirectas, mediadas por instituciones financieras y que no intentan salvar otra cosa que la economía.
Los dos primeros elementos se han tratado mucho y muy bien en los últimos años. El tercero es, en mi opinión, el que más huella va a dejar en los próximos meses o años. Porque, si a la hora de la verdad, sólo la sanidad pública nos puede garantizar el tratamiento, si sólo al Estado le podemos exigir medidas y sólo de él esperamos el cobijo para luchar contra las crisis, si la deslocalización nos lleva a tener que importar lo necesario y en momentos de emergencia el mercado, tal y como lo conocemos, nos puede jugar la mala pasada de no ofrecer las mercancías necesaria. Si todo esto ocurre, y está ocurriendo, el Estado, la economía y la globalización tal y como nos la habían explicado se muestra inválida, es el momento de cambiar la manera de entenderla.
Se han lanzado grandes titulares en las últimas semanas hablando de un Plan Marshall. En términos materiales, ya sabemos que la inversión del actual gobierno supone un 1,4% del PIB, mientras que, en el plan de inversión de 2008, también del PSOE y aquella vez para rescatar a los bancos, fue del 4,68%. El Plan Marshall se situó en torno al 6%. Andamos lejos pues de alcanzar aquella cifra. La solidaridad entre europeos parece que se va a reducir a una mayor laxitud en el equilibrio presupuestario y a la reimplantación de las fronteras dentro del espacio Schengen: una vez más el sueño de la federación europea se vuelve a alejar y vuelve a quedar en el centro político el Estado, último garante de mínimos entendidos como derechos fundamentales y de salvaguarda de la dignidad material de los individuos.
El Estado vuelve a resurgir, los voceros no han tardado en alabar las donaciones y la predisposición de las grandes corporaciones a arrimar el hombro delante de la crisis. Mientras, las peticiones de ERTE, que empiezan a denunciar las organizaciones de autónomos y pequeños empresarios parece que vuelven a estar hechas a medida de las grandes, teniendo en cuenta que la PYME emplea al 66% de los asalariados de este país, y la administración pública en torno al 13%, no es un mal trato.
Así, empecemos a construir hipótesis. En este momento, los estados más fuertes y autoritarios parecen haber ganado la batalla al virus, y de paso la batalla de la propaganda. La capacidad movilizadora de los recursos necesarios, el sometimiento de las lógicas de producción a las necesidades sanitarias y las medidas basada en explotación de datos han posicionado a China y Corea como ejemplos. El uso de los datos, algo que en Europa genera pánico, se ha demostrado útil, pero ¿es acaso el no acceso o la imposibilidad de la utilización de esos datos algo que haga que los datos desaparezcan? Los datos están allí, el tema es quién los controla y para qué y en esto la política de los próximos años ha de intervenir de manera decidida con unos objetivos, salvaguardar los derechos fundamentales, incluido el de la intimidad, y hacer un uso de los mismos en beneficio del interés general. El control de las minorías sobre las mayorías ha existido siempre ya fuera mediante el acceso a la tierra, el trabajo o ahora a los datos. La democratización ha de significar la progresiva utilización de ellos para el interés general.
Otra hipótesis es el repliegue hacia las fronteras, hacia lo interno. En este sentido, la geopolítica del todos contra todos, las alianzas inestables y las guerras comerciales pueden replantear la práctica de la deslocalización productiva. Dado que las guerras entre las economías más ricas se dan en términos de aranceles más que de cañonazos, puede ser una medida de necesidad en un futuro no muy lejano. Podríamos ser testigos de una reformulación del estado corporativista, de una nueva Gran Transformación en términos de Polanyi, con un pacto entre Estado, grandes corporaciones y sectores trabajadores.
Finalmente, una hipótesis basada en la esperanza. Puede convertirse este terrible momento en un momento de ruptura, de cambio de profundo en las metáforas que veníamos usando. Se ha demostrado que el dinero no genera riqueza, solo el trabajo, los millones de trabajadores que cada día se ponen a producir en sus empleos son los generadores de riqueza. Se ha demostrado que delante de situaciones como esta sólo podemos esperar una respuesta del Estado, para garantizarnos servicios básicos o algún tipo de ingreso. Se ha demostrado también que los tecnócratas que toman decisiones alejados del vivir cotidiano de la gente son incapaces de tomar medidas frente a situaciones como esta. Se ha demostrado que sin mecanismos públicos (industria farmacéutica pública, por ejemplo) se pueden dar situaciones en las que el mercado no da respuesta a una demanda, con el agravante de la tragedia que representa ese fallo de mercado. Se ha demostrado que no podemos seguir lógicas de reproducción capitalista que atentan contra nuestro hábitat que van en contra de nuestra propia supervivencia como especie, científicos de todo el mundo alertan de que la pérdida de biodiversidad nos hace más vulnerables a pandemias como la actual. Se ha demostrado en definitiva que la sociedad de individuos no existe y que para salir adelante necesitamos de lo colectivo, necesitamos de la comunidad. Una comunidad que nos arrope en este planeta a la vez maravilloso y peligroso que nos sigue recordando que por mucho que nos creamos semidioses continuamos a la intemperie.