Por Salvatore Nocerino

“El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.

Rodolfo Walsh, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar.

Las calles de Buenos Aires hablan. En el suelo, a las puertas de una casa, de un comercio, de un colegio, casi 500 placas recuerdan los nombres de algunos de los desaparecidos durante la última dictadura militar. Fueron 30000. En la calle Chacabuco, barrio de San Telmo, una placa recuerda a Guillermo Moller, desaparecido el 24 de junio de 1978. Tenía 27 años, un hijo, originario de Rosario. En Bulnes (Almagro), desapareció Gloria Stella Maris Ruiz. 33 años, de Paraguay, trabajaba como profesora. Miles de historias que, durante mucho tiempo, fueron anónimas. Pequeños reflejos del gran esfuerzo de la sociedad argentina por recordar su historia. Son gestos simples: baldosas con nombre y apellidos, decoradas con vidrios de colores vivos que compensan tanta muerte.

La represión de la última dictadura cívico-militar

Pero, ¿de dónde viene tanto horror? ¿Por qué tanto horror? ¿Quién fue responsable de tanto horror?

El 24 de marzo de 1976, la cúpula del ejército argentino consumó un golpe de Estado que era ya un secreto a voces. Desde la muerte de Perón en 1974, el país era ingobernable: el propio gobierno buscaba la aniquilación del peronismo de base -con fuertes conexiones con el socialismo y la lucha armada-, representada, sobre todo, por la organización Montoneros. La situación era tan difícil que, en un primer momento, sectores ideológicamente diversos apoyaron o toleraron el golpe, a la espera de ver qué sucedía con ese nuevo gobierno militar -el enésimo ya en un país acostumbrado a ellos. Sin embargo, la expectación inicial rápidamente se convirtió en miedo, cuando empezó a  conocerse la brutalidad con la que actuaba la junta militar. El mismo día del golpe hubo cientos de desapariciones de militantes políticos, estudiantes, sindicalistas y trabajadores.

Una semana después comenzaron a aplicar las recetas neoliberales que el vecino Chile llevaba tres años siguiendo, bajo la dirección del ministro de economía, Martínez de Hoz. Bajada de salarios, endeudamiento y desmantelamiento del modelo de ‘bienestar’ instalado desde los años 50’ (durante la primera década peronista). Para 1982, el desastre económico generado por esta política fue la chispa que prendió la mecha de las Malvinas, en un intento desesperado del gobierno militar de ganar prestigio y legitimidad ante el evidente deterioro del país. Argentina se convertía en la enésima víctima de un programa económico impuesto desde el Norte, que tenía unos planes para América Latina que poco tenían que ver con los intereses de las mayorías de sus pueblos.

Pero no fueron los desmanes económicos lo peor de la dictadura. El mal gobierno tiene siempre un fin, y sus políticas, con mayor o menor esfuerzo, son reversibles. La muerte, sin embargo, no tiene vuelta atrás. Los 30000 desaparecidos durante esos 7 años no volverán. Y el accionar de ese gobierno monstruoso quedará siempre en la memoria gracias al trabajo del pueblo argentino por recordar -incluso lo doloroso- y no repetir. La mejor explicación, hasta ahora, del modus operandi de la maquinaria represiva creada por la Junta Militar es el informe presentado por la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), conocido habitualmente como Informe Sábato, y editado después en forma de libro: Nunca más.

En él se cuenta que se llegaron a instalar más de 600 centros clandestinos de detención en todo el país. Por el más conocido, en la antigua Escuela de Marina, pasaron unas 5000 personas -sobrevivieron alrededor de 250; fue el único que funcionó a lo largo de toda la dictadura. Las personas detenidas ilegalmente eran llevadas a estos centros, donde primero los torturaban y después los mantenían hacinados durante meses, días e incluso años. Semanalmente, se organizaban “traslados”: escogían a varios detenidos, volvían a someterlos a torturas, los drogaban y después los arrojaban al vacío desde aviones. Vivos. Al mar. Por supuesto, también había fusilamientos, muertes por las condiciones inhumanas de encierro, asesinatos por tortura… En la ex-ESMA se obligaba a los detenidos a realizar trabajo político -propaganda- para el régimen; en particular, para el general Massera, que preparaba así su propia proyección política. Cuando una mujer embarazada ‘desaparecía’, el destino de ambos estaba decidido: el bebé iría a parar a una familia de confianza de los represores, y la madre sería ‘trasladada’. Antes, le obligarían a escribir una carta a sus padres donde mentía sobre las condiciones en las que había dado a luz. Una carta que, como su hijo, no llegaba jamás a sus destinatarios. Más de 400 bebés fueron robados en toda Argentina durante los siete años que duró la dictadura.

Son solo algunos de los datos de la represión. Los más conocidos, quizás. Los más horribles, seguramente. Pero, por cada uno de los desaparecidos, hay una historia de vida, de lucha, de ideales. Y una historia de dolor, torturas, injusticia, rabia, muerte. El reto es conseguir que perduren los ideales, que triunfe la vida, que siga la lucha.

 

Por eso, la lucha por la memoria no tuvo descanso. La legitimidad moral ganada por las Madres durante la dictadura las convertía en el principal baluarte de todas las organizaciones en defensa de los DDHH, eje en torno al cual se movió toda la batalla a partir del regreso de la democracia. El informe de la CONADEP sirvió de prólogo a los juicios a la cúpula militar. Pero una maquinaria represiva no se desmonta en un día, y el ejército seguía ejerciendo un poder enorme sobre el Estado argentino. Tanto así, que aún hubo varios intentos de golpe hacia mediados de los años 80’. La rebelión de los ‘carapintadas’ hizo que el presidente Alfonsín diera marcha atrás y frenara gran parte de los procesos judiciales para poner la ‘casa en orden’.

Sin embargo, los argentinos no olvidaron. A pesar del aparente ‘parón’ de los años 90’, la llegada al gobierno de Néstor Kirchner en 2003 -tras el quiebre social de 2001- volvió a poner la memoria en la primera página de la agenda. La ‘bajada de cuadros’ [link] fue el primer gesto que dio pie a la reapertura de los juicios, la derogación de los indultos y la recuperación de espacios de memoria. Fruto de este nuevo impulso es la apertura de la ex-ESMA al público, la entrada en la cárcel de muchos genocidas y la vuelta a ella de muchos otros.

El 24 de marzo de 2004, Néstor Kirchner ordenaba bajar los cuadros de Videla y el resto de la cúpula de la dictadura del Colegio Militar.

Los actos por la memoria

Una semana antes del 24 de marzo –Día de la Memoria-, en distintos barrios de la capital se celebran las ‘Marchas de las Antorchas’, donde se recuerda y homenajea a los detenidos desaparecidos del barrio. Se reúnen militantes de distintos colectivos: Kolina, La Cámpora, Nuevo Encuentro, Patria Grande…

Frente al Museo de la Emigración Gallega, en San Telmo, su director recuerda la conexión del pueblo gallego con la ciudad de Buenos Aires y la Argentina; recuerda a aquellos que llegaron huyendo de una dictadura y una represión feroces, cuyos hijos engrosarían la lista de desaparecidos treinta años después. Lo recuerda mientras suena una gaita que entona el ‘hit’ del verano. Mientras recalca la dignidad del pueblo argentino por llevar a sus genocidas ante la justicia y manda un recado a su madre patria: aún queda mucho por hacer.

En el barrio de Monserrat, otra marcha parte de la esquina donde asesinaron al escritor y luchador Rodolfo Walsh, un año después del golpe militar. Su ¿hija? Le recuerda antes de comenzar a marchar: “Un 25 de marzo de 1977, el grupo de tareas de la ESMA creía que mataba a Rodolfo Walsh. Creían que lo mataban”. Pero Rodolfo Walsh sigue vivito y coleando en la memoria de todos los argentinos, la carta que le dirigió a la Junta militar, y que estaba enviando a varios periódicos en el momento en que fue abordado, es quizás uno de los símbolos más bellos de resistencia y dignidad ante la barbarie. Poco después, se descubren dos placas: Bárbara, de 21 años y Raúl, de 24, detenidos el 23 de octubre de 1974 (durante el gobierno constitucional de Isabelita, cuando ya se aplicaba el terrorismo de Estado contra militantes de izquierdas).

La Marcha de las Antorchas de Monserrat contó con la participación de varios ‘nietos’ -hijos de desaparecidos cuya identidad fue restablecida gracias a la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo.

Pero la fecha que aparece grabada a fuego en la cabeza de todo militante es el 24 de marzo. El aniversario del golpe de Estado de 1976 que consolidó el terror y la muerte. La manifestación que recorre la Avenida de Mayo es siempre una de las más multitudinarias del año.

La convocatoria oficial es a las 13h, pero desde temprano por la mañana se puede ver la Avenida de Mayo repleta de gente que organiza distintos homenajes, particulares, sencillos, humildes. La música siempre acompaña, y el olor al mítico ‘choripán’ recorre toda la calle. Las organizaciones se preparan, las columnas se organizan; es un momento de reencuentro de muchos militantes que vienen de todos los puntos de la ciudad. Y poco a poco se van calentando los ánimos. Todas las entradas a la Plaza de Mayo -símbolo nacional de resistencia y dignidad- se transforman en ríos de gente que marcha y espera, pacientemente, a que hablen los distintos colectivos de Derechos Humanos y se lea el manifiesto final. En primera línea están siempre, como no podía ser de otra manera, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. La encarnación de la dignidad, como las llamaba Galeano. Ante su palabra callan todos, desde el Presidente hasta el Papa. Con ellas se cierra el acto sobre lo que nunca debería haber comenzado.

Y así, año tras año, la sociedad argentina demuestra que no está dispuesta a olvidar. Y año tras año consiguen dar un ejemplo al mundo de dignidad y resistencia, de lucha y de victoria. Año tras año gritan ‘nunca más’.