Por Pablo Romero Medina

La presidencia de Macron ha estado marcada desde finales de su primer año de mandato por la caída de una imagen y de un discurso bonapartista, que a cada poco sufre un nuevo golpe que derriba aquel cuento del presidente Júpiter, todopoderoso y portador de un “Nuevo Mundo”, que cambiaría la política francesa respecto al viejo bipartidismo que había entrado en crisis. Los gestos de opulencia que recordaban a los antiguos reyes instalados en Versalles, la resistencia de los ferroviarios de SNCF a sus reformas (que aunque fueron realizadas no supusieron una victoria al estilo Margaret Thatcher, sino algo más ajustado que rompía la idea de las reformas bulldozer), la explosión del affaire Benalla, la dimisión de importantes ministros, la aparición de los chalecos amarillos y, por último, la reforma de las pensiones, el segundo gran acto de la presidencia. Todos hechos que se traducen en puñaladas hacia quien pretendía ser un nuevo Napoleón Bonaparte, capaz de agrupar derecha e izquierda bajo su control. En suma, el joven paladín del neoliberalismo europeísta ha envejecido pronto y ha revelado que no es tan distinto de la vieja política que pretendía denunciar y sustituir con su revolución estilo start-up. Tan solo el coronavirus parece ser su amigo en esta última semana.

Macron supo aprovechar el desmoronamiento del viejo bipartidismo para aparecer como un outsider, como el que defendía la república ante los peligros del populismo reaccionario de Marine Le Pen por un lado y del populismo de izquierdas de Jean-Luc Mélenchon por el otro. El presidente más joven de la historia de la V República trató de consolidar en “la República en Marcha” (su movimiento que devino partido político) un bloque burgués que comprendía a toda la gran burguesía, así como a sectores de las clases medias acomodadas. Sin embargo, como señalan tanto Bruno Amable como Stefano Palombarini en L´illusion du bloc bourgueois, la base social de este bloque fue frágil en tanto que, a diferencia del viejo bipartidismo, no sólo excluía a las clases populares sino a sectores de las clases medias que habían constituido la base clientelar del bipartidismo anteriormente. Esto llevaría a que ambos autores opinasen que Macron no ha tratado de imponer las reformas a toda prisa porque se viera como omnipotente (esa imagen de presidente Júpiter que trató de vender desde el día uno) sino porque, sabedor de la fragilidad de sus fuerzas, necesitaba actuar rápidamente antes de que todo explotara. Como explica Juan Chingo en Gilets Jaunes, le soulèvement: quand le trône a vacillé, el macronismo siempre fue un bonapartismo débil. A pesar de cómo se viera en un primer momento, el capitalismo francés vive una crisis orgánica cuya última expresión es el macronismo. Así, el macronismo sería: “un neoliberalismo senil, no hegemónico, que tiende a profundizar la polarización social y política lo que podrá crear en un momento dado condiciones favorables a proceso de radicalización política y agudización de la lucha de clases”. Palabras que el autor pronunciaba en 2018 y que se vieron confirmadas con la aparición de los chalecos amarillos y, más recientemente, con la lucha contra las reformas de las pensiones. Estos dos últimos procesos son los que han propiciado la explosión del macronismo, que ha visto como su ala izquierda se alejaba cada vez más de su presidente mientras el sector a su derecha pone cada vez mejores ojos a Reagrupamiento Nacional –el antiguo Frente Nacional de Le Pen– como verdadero partido de orden ante un escenario político polarizado.

El cambio de panorama tras la aparición de los chalecos amarillos

El impacto de los chalecos amarillos durante el gobierno de Macron resulta esencial, ya que se trata uno de los movimientos sociales a la ofensiva más importantes tras un largo periodo de victoria neoliberal. Los chalecos suponen un movimiento político que logra no solo parar una reforma sino obligarle al gobierno a darle algo que, aunque se trate de una victoria mínima en términos materiales, tiene fuertes efectos simbólicos. Así, la acción de los chalecos supuso poner de patas arriba el escenario político francés a izquierda y a derecha. No solo se le paró los pies al presidente de los ricos, destruyendo de una manera casi definitiva la imagen de Júpiter (convertido ahora en Manu, el que tiene que huir a un bunker por miedo al avance de los chalecos amarillos por las calles de París), sino que también son quienes pusieron en jaque el rol de las burocracias sindicales y la estrategia que estas habían defendido durante décadas sin lograr victoria alguna. Una de las cuestiones más importantes de por qué los chalecos amarillos no lograron tener un mayor impacto en su momento de mayor fuerza fue, precisamente, la negativa de las direcciones sindicales a apoyarles, llegando a acusarles de un movimiento reaccionario al servicio de Reagrupamiento Nacional, todo en pos de mantener su rol de concertación con el gobierno, de actor privilegiado en la negociación y de no poner en duda su papel respecto al Estado. Su emergencia también obligó a muchas corrientes de la extrema izquierda a replantearse sus análisis, los errores del obrerismo y de sus políticas marcadas por una lógica sindical y no política. Tampoco el populismo de la Francia Insumisa –cada vez más cercana a la retórica clásica de la socialdemocracia– supo realmente dar una respuesta a este movimiento, quizás porque no entendían que no podía darse en los marcos de las instituciones de la V República.

Los chalecos amarillos no entraban en ese esquema clásico, simplemente porque no eran un movimiento que peleaba por reformas puramente económicas, sino que entró directamente al terreno político poniendo en duda los pilares de la V República Francesa, exigiendo que la verdadera república pasa por un sistema que asegure unos mínimos dignos a las clases populares junto con un modelo de democracia más directa y una representación más cercana al propio pueblo francés. Reivindicándose herederos de los sans-culottes y de Robespierre, muchas voces dentro del movimiento clamaban estar realizando una vez más la Revolución de 1789, ese hito fundacional de la nación francesa, queriendo recuperar su carácter anti-privilegios y los modelos de democracia más plebeya. Con este horizonte en mente, supieron construir un movimiento desde la base, apoyado por la mayor parte de la población, que se ha convertido en el movimiento social más duradero de la historia francesa y que, a día de hoy, sigue proponiéndose combatir a Macron. Uno de sus hitos fue la radicalización de las formas de lucha por fuera del clásico esquema sindical de manifestaciones puntuales y pacíficas, que parecía haberse convertido en la práctica común. Su política de autoorganización desde la base y el rechazo expreso a que existan líderes oficiales del movimiento expresa un profundo descontento con el funcionamiento clásico de la representación política. Los chalecos amarillos no desean institucionalizarse, por lo que en gran medida (a pesar de que ha habido intentos) no se han articulado en una estructura formal que los asemeje a otros movimientos, como pueda ser el movimiento obrero construyendo sindicatos.

 Esto se debe a la crisis de los llamados cuerpos intermedios (partidos y sindicatos) que con su apoyo desde los años 80 a las medidas neoliberales han cosechado un gran descontento popular. Los chalecos amarillos desean actuar por fuera del funcionamiento normal de dichas instituciones, desconfiando de una mayor estructuración que les haga perder fuerza o que permita que un liderazgo cooapte su movimiento. Juan Chingo en su obra citada, identifica dicha desconfianza con una herencia de un concepto de ciudadanía popular que se remontaría a los sans-culottes y que les haría desconfiar del concepto burgués de representación.

Esto plantea una serie de consecuencias, la primera es que confrontan y deslegitiman la estrategia favorita de las direcciones sindicales, en tanto que no se pliegan a su liderazgo y tampoco buscan una política de concertación. La segunda, es que explica en parte porque el surgimiento de su movimiento no ha podido ser un apoyo a fenómenos populista como la Francia Insumisa, que no supo afrontar un movimiento que se reclamaba externo a los partidos y que no apoyó conjuntamente ninguna opción política precisamente para mantener en su seno la mayor parte posible de militantes. En tercer lugar, esta falta de estructuración y de construcción de liderazgos jerárquicos impide al Estado francés seguir un esquema clásico de negociación, a diferencia de cuando trata por ejemplo con el movimiento obrero a través de sus sindicatos, en este caso no tiene un actor equivalente con el que discutir. No hay posibilidad de construir una mesa de negociación con un movimiento horizontal que se niega a nombrar portavoces nacionales consensuados que debatan con el Estado. Esto supone una ruptura con el esquema clásico de las políticas de concertación que se habían llevado a cabo en las últimas décadas.

Las reformas de las pensiones, el coronavirus y el futuro del macronismo

En los últimos meses, se ha llevado un combate en Francia contra la reforma de las pensiones, esta vez ha tenido un matiz distinto a lo descrito anteriormente, debido a que sí ha habido un protagonismo del movimiento obrero a pesar de una nueva negativa de las direcciones sindicales a combatir con fuerza las medidas del gobierno. “Chaleco-amarillados” como ellos mismos dicen, los chalecos amarillos han tenido una influencia en la manera en que el movimiento obrero ha respondido esta vez a las reformas, con la llamada a una huelga indefinida en diciembre con un núcleo combativo de militantes de base en los ferroviarios y los transportes de la región de París. Ello les ha supuesto tener que combatir a sus propias direcciones sindicales en muchos casos, y en tener que mantener el combate a pesar del abandono de estas, que desde el primer momento han buscado negociar con el gobierno siguiendo la clásica política de concertación. Esta vez, la radicalidad de los chalecos amarillos ha tenido sus efectos y la militancia de base ha puesto en problemas al gobierno y a direcciones sindicales. Con acciones que dejaban sin luz a la sede del sindicato CFDT (Confederación democrática del trabajo francés) para señalar la complicidad de su secretario Laurent Berger, aliado evidente del gobierno en el intento de imponer la reforma de pensiones, o con escraches a Macron que le obligaron a abandonar el teatro como si tuviera miedo por su vida, se ha visto como este asunto ha supuesto problemas para un gobierno que ha visto su popularidad caer aún más. Figuras provenientes del movimiento obrero, como por ejemplo Anasse Kazib, han aparecido en múltiples emisiones televisivas para denunciar las políticas gubernamentales, protagonizando polémicas con representantes del macronismo y ganando debates hábilmente a supuestos expertos que trataban de explicar como la reforma de las pensiones iba a mejorar las vidas de las clases populares (algo a todas luces falso). Como el propio Anasse ha pronunciado alguna vez en entrevistas y declaraciones públicas, se ha producido un escenario de retorno de la lucha de clases en Francia. Esto ha abierto un debate sobre la posibilidad de construcción de organizaciones revolucionarias, un debate que el propio Anasse mantuvo con el filósofo Alain Badiou en el programa “Contre-Courant”.

Todo esto ha obligado a Macron a activar el 49.3, famoso artículo de la Constitución de la V República francesa, que permite al primer ministro suspender el debate sobre un proyecto de ley, dando a esta por aprobada salvo si una moción de censura es propuesta en las siguientes 24 horas. Algo que no se ha dado ya que Eduard Phillipe –primer ministro francés– activó el artículo el pasado sábado 29 febrero, cuando gran parte de los diputados se encontraban ausentes de la Cámara y que no dejaba posibilidad de respuesta a la oposición. El Consejo Constitucional ha votado que dicho movimiento es acorde a la Constitución, por lo que legalmente la ley está aprobada.

Una hábil jugada en términos institucionales (salvo por el hecho de que Macron posee una mayoría parlamentaria que hace totalmente innecesario hacer esto), pero totalmente pírrica en términos políticos. Esto es algo que descubrió el presidente Hollande en su momento con la aprobación de la ley del trabajo en 2016, que acabó costándole al Partido Socialista Francés su existencia política en el panorama nacional y que precisamente generó la crisis política que permitió a Macron tomar el poder. La decisión provocó una oleada de manifestaciones espontaneas, que se han ido repitiendo a lo largo de la semana con miles de personas en las calles denunciando la política autoritaria del gobierno. Aún más grave para el macronismo:  varios de sus diputados han anunciado que abandonan la República en Marcha por estar en contra de la activación del 49.3, quizás no porque estén en contra de la medida en sí, pero porque son conscientes del tsunami político que se viene. 

Y en todo esto viene el coronavirus, ya que paralelamente a la activación del 49.3 y aprovechando la reciente epidemia que parece generar graves problemas de forma global según se nos informa día a día, el gobierno francés anunció que se prohibían las reuniones de más de 5.000 personas como medida de seguridad contra el coronavirus. Un chiste, puesto que evidentemente la prohibición va más como intento de impedir la respuesta de las clases populares al 49.3 que porque realmente esa sea la forma de evitar una pandemia de algo que apenas había tenido incidencia en Francia por el momento. No obstante, como cualquiera que conozca o haya participado en la vida política francesa, esto no va a impedir la movilización ya que la cultura política francesa posee y defiende ante estas situaciones de autoritarismo, la idea de las manifestaciones “salvajes” que simplemente son manifestaciones ilegales en las que los manifestantes ignoran la prohibición estatal y se manifiestan de todas formas. Algo que es el día a día de las clases populares que llevan combatiendo las políticas neoliberales de Macron. Es de suponer que el joven presidente espera que la crisis del coronavirus absorba toda atención mediática mientras resuelve sus problemas internos, pero teniendo en cuenta las movilizaciones de esta semana y el espíritu chaleco amarillo que ha calado en la sociedad francesa, es algo ciertamente improbable, al menos en el corto plazo. 

En cualquier caso, quedaría un interesante escenario de cara a la segunda parte del mandato de Enmanuel Macron, asediado por la derecha por el populismo reaccionario de Le Pen, cuestionada su omnipotencia por los chalecos amarillos y ahora con una crisis política dentro de su mayoría parlamentaria que, si bien se mantendría aun así a pesar de las dimisiones, supone un nuevo síntoma de descomposición de lo que siempre fue un bonapartismo débil y un bloque inestable. ¿Qué quedará del macronismo después de esta crisis? Esta parece ser la pregunta del momento.