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Por Antonio Gómez Villar 

El 28 de junio de 2010 es el antecedente inmediato de lo que hoy se conoce como el Procés. Se hace pública la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya de 2006, cuatro años después de la presentación del recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Partido Popular (PP). La sentencia declaraba inconstitucionales 14 artículos. Además, estimó que “carecen de eficacia jurídica” las referencias que se hacen en el preámbulo del Estatut a “Catalunya como nación” y a la “realidad nacional de Cataluña”. Esta sentencia tuvo importantes efectos en la sociedad catalana, moduló la certeza de que era imposible cualquier cambio político en el Estado español.

El texto completo del fallo y los cinco votos particulares que la acompañan se conocieron el 9 de julio de 2010, un día antes de la celebración en Barcelona de la manifestación de rechazo a la sentencia bajo el lema “Som una nació. Nosaltres decidim”. Dos años después, la manifestación de La Diada, el 11 de septiembre de 2012, supone una exhibición del independentismo sin precedentes, más de un millón y medio de personas se manifiestan a favor de la independencia. Ello provoca que CiU, el partido que gobernaba en el Parlament de Catalunya, asuma e intente cooptar parte de ese movimiento.

Por entonces, el gobierno de CiU era un gobierno deslegitimado, desgastado y desprestigiado por los casos de corrupción en los que estaba implicado y por los recortes sociales y la depauperación del Estado de bienestar que acarreaban sus políticas de austeridad. Pero tuvo una gran habilidad táctica para cabalgar la coyuntura y asumir esa intensificación democrática al tiempo que trataba de tapar el desmoronamiento de la democracia, la corrupción y los recortes sociales. De hecho, CiU había votado a favor de todas las contrarreformas democráticas en el Congreso de los diputados de Madrid junto al PP, pero supo aprovechar la coyuntura para conseguir resguardar su dominio político. Días después de la Diada, Artur Mas, President de Catalunya, anuncia la convocatoria de elecciones anticipadas para el 25 de noviembre de ese mismo año (dos años antes de que finalizara la legislatura); y asume como programa estrella una consulta para el derecho a decidir de Catalunya. Aquí nace el Procés.

Desde entonces, el proyecto de construir una República catalana consiguió una importante transversalidad en amplios sectores de la sociedad. En primer lugar, sirviendo como ilusión para una posible salida de la crisis económica que comenzó en 2008. La crisis ha supuesto una desarticulación progresiva de las “clases medias”, una creciente precarización y destrucción de los niveles de cualificación de la fuerza de trabajo. Un desclasamiento y pérdida de derechos sociales, elementos que constituyen buena parte de la base social del Procés; en segundo, la independencia lograba codificar muchos de los malestares contemporáneos, no solo económicos, entre el deseo reactivo de orden y un proyecto a futuro de estabilidad; y, tercero, tiene lugar una ampliación del campo del independentismo, desde una matriz nacionalista, que entiende es el momento, al fin, de dar cuerpo político a una reivindicación histórica, bajo la forma-Estado, a una nación, Catalunya.

Al tiempo, importantes capas de la sociedad asumían como propia la reivindicación del derecho a decidir y abrir el candado de la Constitución del 78 para repensar el encaje de Catalunya en España. Por ello, se equivoca quien piense que los grandes momentos expresivos del Procés catalán responden a la mera y simple manipulación por parte de la derecha catalana y sus élites. El juego de actores es mucho más complejo.

Ese juego complejo de actores y la enorme transversalidad del movimiento tiene su máxima expresión en el referéndum convocado el 1 de octubre de 2017. Una propuesta de referéndum, ilegalizado y desmontado por el Tribunal Constitucional antes de su celebración, que se terminó convirtiendo en un proceso de movilización luego del cual nada volvió a ser como antes. El 1 de octubre nos desbordó a todos: a quienes acudieron a los colegios electorales y a quienes no; dentro y fuera de Catalunya. Incluso la fuerza y enorme capacidad de autoorganización mostrada por el movimiento independentista se vio desbordada. El significante privilegiado el 1 de octubre no fue el de “independencia” sino el de “democracia”. Era en la profundización de la democracia donde radicaba la posibilidad de la construcción de una hegemonía, el punto de identificación capaz de aunar a una mayoría amplísima de la sociedad catalana.

Pero como quien trata de encauzar un río o poner diques al mar, la ideología procesista no quiso navegar la ola que anunciaba cambios profundos. Renunció a hacer del significante “democracia” el ideal político universalizado, dar cuerpo político a esa demanda que había adquirido centralidad. La insistencia de Puigdemont y los suyos por encerrar aquella potencia mediante la forma “República catalana” truncó esa potencia originaria y telúrica, cifrada en torno a un 80% de la sociedad; y se continuó con el despliegue de la impotencia política de tratar de fundar un Estado carente de fuerza de ley, sin capacidad efectiva para constituirlo, sin poder de mando efectivo, con el 50% de la población. No había margen para ganar al Estado un pulso unilateral en su propio terreno y nunca quisieron afrontar la realidad de la correlación de fuerzas.

El privilegio otorgado a la independencia obviaba que nunca un poder constituyente puede definir, a priori, la forma de lo constituido. La clave de un discurso constituyente es siempre la ruptura de los alineamientos políticos existentes y la apertura del porvenir. Proyectar la inminente llegada de la rutina jurídica y administrativa del nuevo Estado partía de un error: creer que el pasado explica el presente; que en el 1 de octubre se encontraba la legitimidad necesaria para declarar la independencia. Pero únicamente el futuro podía explicarlo. El poder constituyente del 1 de octubre fue siempre tiempo futuro. Su desborde nos situaba en el vórtice del vacío, del abismo de la ausencia de determinaciones, una necesidad totalmente abierta. Por eso aquella potencia no podía concluir en la construcción inminente, e imposible, del nuevo Estado. Hubo en el procesismo una imposibilidad: asumir la mutación, el cambio, el momento de crisis como verdadero. Por el contrario, el mérito de Maquiavelo consistió, justamente, en hacer del cambio el principio de comprensión del tiempo histórico.

El 1 de octubre fue la oportunidad de pensar lo múltiple, aprender a vivir con articulaciones transversales y complejas, valorizar diferentes éticas del habitar, componer las diferencias y sus identidades múltiples como puntos de partida para redefinir el bien común. Más allá del debate sobre la forma jurídica que Catalunya habría de adoptar, debate del todo necesario, lo fundamental del 1 de octubre fue su dimensión viral y desbordante, la pluralidad de voces, de ruidos y murmullos que no podían ser reducidos a una sola voz. Las murallas humanas que protegían los colegios electorales eran un exceso contra la normatividad de lo único, una tensión constante con lo indeterminado, resistiéndose a ser nombrado.

El 1 de octubre fue la posibilidad, hoy ya truncada, de ver surgir nuevas composiciones políticas. Su potencia radicaba en el ir más allá del límite, la clausura, el recorte. Hace un año, en los colegios electorales, vi una potencia abierta sobre múltiples horizontes, determinaciones basadas en la esperanza, que el procesismo las encerró sobre un sueño que sabían imposible. Lo que Maquiavelo le hubiera dicho a Puigdemont es que solo la realidad efectiva puede nutrir lo absoluto. Ay, Puigdemont, qué poca virtú para tanta fortuna.