Por Belén Jiménez Camacho

Tras la eliminación de la reelección presidencial en 2015, el pasado 27 de mayo, Colombia inauguró sus elecciones presidenciales con proyectos políticos diferentes al de Santos. Como anticipaban las encuestas, el más aventajado en la primera vuelta fue Iván Duque −candidato del Partido Centro Democrático y continuador del proyecto de Álvaro Uribe− con un 39,14% de los votos, seguido de Gustavo Petro con un 25,08%, candidato de Colombia Humana, exalcalde de Bogotá y representante de la izquierda. En tercera posición, Sergio Fajardo con un 23,73% de los votos, portador de la bandera del centro.

La segunda vuelta representa sin duda un hito en la historia electoral colombiana. Tras la eliminación del proyecto continuista de Santos en la primera vuelta, los candidatos Duque y Petro se sitúan en las antípodas ideológicas para presentar dos proyectos de país que oscilan entre el conservadurismo tradicional y la izquierda progresista comprometida con la paz. La derecha de Duque sigue encabezando las encuestas, mientras que el reto de Petro es conseguir los votos del centro que apoyaron en la primera vuelta a Fajardo.

El foco de atención de este panorama electoral proyecta varios enigmas en materia de paz. Colombia ha sufrido y sufre las consecuencias de una guerra de más de cincuenta años, el conflicto más longevo del continente latinoamericano. El acuerdo para la terminación del conflicto armado encuentra su particularidad en algunos puntos importantes, entre ellos, el diálogo y los años de negociación en la Habana con la ya ex-guerrilla. Así como, y aunque fuertemente criticado desde diferentes sectores de la sociedad, la aceptación por parte del Estado colombiano de ser también responsable en dicho conflicto, lo que supone un nuevo paradigma de comprensión y construcción de paz en Colombia. Esta nueva lógica de comprensión pretende superar las viejas dicotomías de víctima y verdugo para construir lo que los estudios de paz y resolución de conflictos entienden como “paz positiva” es decir, una paz en la que se reconozca una violencia estructural continuada que siembra y perpetúa las condiciones políticas, económicas y sociales para la guerra.

Este cambio supone un hito en la historia de Colombia, un país con experiencias guerrilleras más allá de las FARC –ELN (Ejército de Liberación Nacional), M-19 (movimiento 19 de abril), Movimiento Armado Quintín Lame, entre otras– cuya complejidad se encuentra en múltiples factores, algunos de ellos, el reparto desigual de la tierra, las condiciones de exclusión social o la eterna lucha bipartidista entre liberales y conservadores. El proyecto de la paz de 2016 –a este le preceden otros diez intentos con resultados negativos– es el primero que consigue la firma bilateral y que contempla la idea de paz no solo como ausencia de guerra, sino como necesidad de justicia social, verdad, reparación de víctimas y garantías de no repetición. Los principales puntos del acuerdo tocan cuestiones fundamentales para la terminación del conflicto, entre ellos, políticas agrarias, alternativas a los cultivos ilícitos o refuerzo de la participación política.

Como toda transición, la paz en Colombia se encuentra en una tensión constante, y así pudimos comprobarlo en el pasado plebiscito de 2016 luego de que ganara el ‘no’ con un 50,2% de los votos. La campaña por el ‘no’ fue liderada por el partido de Iván Duque (Partido Centro Democrático), con el expresidente Álvaro Uribe como su principal abanderado. El ‘no’ basó su discurso en la supuesta ruptura del Estado de Derecho y de la democracia con la puesta en marcha de la poderosa maquinaria del establishment y a través de la tergiversación de los acuerdos. Sus banderas maniqueas redujeron el proyecto de la paz a la impunidad, la “ideología de género”, la ruptura de la familia o la reducción del régimen pensional. Finalmente, los acuerdos se aprobaron por mandato presidencial, sin embargo, y en contra del objetivo que perseguía el convocante del referéndum, el resultado del mismo precipitó hacia una polarización entre el ‘sí’ y el ‘no’ que hoy se convierte en el telón de fondo de la segunda vuelta de las presidenciales.

Gustavo Petro presentando la Gran Coalición por la Paz. Fotografía de Colprensa.

Así se refleja en ambos programas electorales, Gustavo Petro representa la defensa de la paz con un discurso progresista basado en la justicia social. Tras sus años de universidad, Petro estuvo vinculado al M-19, una guerrilla urbana que, tras su desmovilización, se convirtió en un movimiento político fundamental para la creación de la Constitución de 1991, en la que se contemplaron por primera vez los derechos de los pueblos indígenas y afrodescendientes. Petro apuesta abiertamente por las políticas afirmativas de inclusión social en un país en el que la izquierda continúa profundamente denostada. La izquierda colombiana todavía recuerda el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y otra lista de magnicidios a líderes progresistas, –Lara Bonilla, Guillermo Cano, Jaime Pardo Leal, Jaime Garzón etc.– que evidencian la dificultad que existe para desanudar a la derecha de las estructuras del Estado. Por su parte, Iván Duque se presenta como la cara joven del Centro Democrático. Sin embargo, en su programa electoral se refleja claramente la sombra del expresidente Uribe, quién todavía lleva en su mochila el peso de más de 150 procesos judiciales abiertos. Conformación de grupos paramilitares, masacres, asesinatos de líderes sociales o narcotráfico entre otros, son algunos de los cargos que se le imputan. Duque centra su campaña electoral en la “modificación estructural” de algunos de los puntos de los Acuerdos, la reactivación de la economía, la lucha contra la delincuencia y la impunidad y el modelo tradicional de familia.

Las encuestas vaticinan la victoria de la derecha, por lo que el reto de Petro en esta semana es conseguir el apoyo de aquellos que votaron al centro a través de la recién anunciada ‘Gran Coalición por la Paz’. Algunos líderes de los principales partidos se niegan a dar su apoyo al candidato uribista, otros, como Fajardo, se cubren las espaldas al manifestar su opción de voto en blanco frente la polarización del país. Mientras tanto, el presidente Juan Manuel Santos se mantiene discreto y sin manifestar su apoyo directo al único candidato defensor de los Acuerdos que él mismo firmó, lo cual provoca sentimientos encontrados ante el Nobel de la Paz de 2016.

Si el próximo domingo la balanza se inclina hacia la longeva derecha colombiana, la paz estaría sometida a preocupantes cambios. Si, por el contrario, el proyecto de Petro consigue la presidencia, no solo existiría la voluntad de respetar lo pactado en los acuerdos, sino que acudiríamos a la primera administración de izquierdas en la historia de Colombia. Todo un acontecimiento frente a la ola conservadora que inunda el continente latinoamericano en los últimos años.

Los acuerdos de paz contemplan una transformación política y cultural propia de un nuevo proyecto de país. Con independencia del resultado electoral, se evidencia la imposibilidad de construir un relato de paz que involucre a la mayoría y que sitúe a los detractores en un terreno minoritario. Si el imaginario común continúa dicotomizado entre partidarios y opositores es posible que la ventana de oportunidad que se abrió con la firma de la paz en Colombia se resquebraje.