Por Daniel Valdivia Alonso

Vivimos días de consumo masivo. El Black Friday ha logrado un puesto privilegiado en nuestro calendario, en una época anteriormente de relax en el consumo, previa a la llegada de la Navidad y sus correspondientes compras multitudinarias. En esta ‘orgía’ consumista, un producto se atreve a asomar por encima de la tecnología, sector líder cuando se trata de comprar ‘chollos’. No hablamos de otra cosa que del turismo, ahora accesible para la mayoría, con precios de saldo para que cualquiera pueda emular la experiencia del influencer de moda, cuyas redes sociales están llenas de stories en las cuales podemos verlo en Austria, Perú o Marruecos, ya que cualquier destino está a su alcance y -gracias a la caída de los precios turísticos- también al nuestro. ¿Hasta qué punto se han convertido los países y sus ciudades en marcas comerciales? ¿Cómo influye en los ciudadanos esta fiebre turística?

¿Vivimos en un mundo consumista?

“¡Todos somos turistas!”, fue el grito que inspiró a MacCannell a desarrollar El Turista: una nueva teoría de la clase ociosa, obra imprescindible para acercarnos al el turismo de masas. El paso de las décadas no ha restado un ápice de vigencia al planteamiento de MacCannell, hoy de plena actualidad debido al auge del turismo low-cost, posible gracias al desarrollo tecnológico, la competencia entre aerolíneas y la ‘turistificación’ de los países perjudicados por la globalización, obligados a reconvertir sus economías en ‘paraísos turísticos’. Es un proceso auspiciado por la industria turística y los propios entes institucionales, capaces de transformar las ciudades en ‘marcas’, productos de consumo auténticos caracterizados para la ocasión y para el consumidor-turista, diluyendo su arraigo local para incorporarse a la dinámica de consumo global. 

El grito que inspiró a MacCannell recuerda que todos, de una u otra manera, somos consumistas. Ahora bien, esta expresión nos plantea una pregunta no tan común en los debates actuales: ¿todos somos consumistas? Para acercarnos a esta cuestión nos podemos valer de Veblen y su teoría de la clase ociosa: todos queremos ser consumistas para emular a los que sí lo son, ya que dentro del capitalismo debemos demostrar la clase social a la que pertenecemos mediante el consumo. Esta idea de Veblen se hace evidente en la era tecnológica, donde las redes sociales marcan la pauta de consumo. Por tanto, dando un paso más allá, el consumo sería entonces una expresión -¿la máxima?– de interiorización del sistema capitalista. 

Todos queremos ser consumistas para emular a los que sí lo son, ya que dentro del capitalismo debemos demostrar la clase social a la que pertenecemos mediante el consumo

MacCannell inserta esta idea de Veblen en un mundo moderno, donde ‘’el progreso de la modernidad depende de su sentido mismo de inestabilidad y autenticidad”. En este mundo moderno, el consumo se ha intensificado respecto a aquel donde Veblen planteó su teoría de la clase ociosa; sin embargo, no hemos cambiado tanto nosotros como consumistas-turistas sino los mecanismos a través de los que se nos interpela. Dentro de estos mecanismos destacaremos uno de ellos: la propaganda. “El discurso ideológico de la modernidad nos invita a consumir” (Marín y Moulian, 1998), con la propaganda actuando como un anfitrión latoso que nos invita a la fiesta del consumo. Como señala Klein al comenzar No Logo, “a veces no se ve nada en la superficie, pero por debajo de ella todo está ardiendo”.

Hay un motor del consumo que excede la capacidad coercitiva del sistema, motor que no es otro que nuestro deseo de emular a aquellas personas que percibimos con un estatus superior al nuestro. Es decir, las clases altas nos hacen consumir más a fin de emular su particular ritmo de vida, un modelo de consumo que el resto deseamos alcanzar. Este ciclo virtuoso -¿o vicioso?– alimenta al propio capitalismo, con miles de millones personas deseosas de poder consumir ya no solo como las clases sociales altas, sino también como las clases sociales inmediatamente superiores. La emulación, epicentro de la teoría de la clase ociosa de Veblen, es perceptible en nuestro día a día, aún más desde el momento que encendemos –para los que lleguen a apagarlos– sus dispositivos móviles y ingresamos en nuestra red social preferida. Si esa red es Instagram, la emulación aparece con mayor virulencia, debido al rol de los influencers, figura que mezcla tanto el papel del clásico vendedor como el de líder de opinión, siendo una parte vital para el marketing viral que llevan a cabo las grandes compañías (Bichler y Kiss, 2008).

¿Sueñan los jóvenes con ciudades eléctricas?

“¿Quieres ser un nuevo Kerouac? Métete en el túnel llamado vamos a Europa”. La reflexión de Klein sobre sus anhelos de adolescente la podría firmar cualquier estudiante de clase media en la actualidad. Si los padres de Klein – y los nuestros – deseaban viajar sin trabas en un Volkswagen, nosotros aspiramos a la autenticidad de las grandes cities europeas, soñando con ganar ese magnífico viaje que sortea nuestro influencer favorito. La caza de lo cool, con la que Klein ilustra el capítulo de No Logo dedicado a los jóvenes, se mantiene hoy en día. La obsesión de las empresas por encontrar el secreto de lo cool se hace evidente en el día a día de las redes sociales. Siempre hay un nuevo producto que promocionar y que conocer. La tensión entre promoción y autopromoción se torna algo fascinante. Somos parte – en muchas ocasiones involuntaria – de la estrategia de marketing viral de las compañías. Los sorteos de las marcas logran ser trending topic en Twitter. Las stories de las influencers son compartidas por propios y extraños. Este modelo de ventas cumple una doble función: por un lado, autopromocionamos la marca al entregarles el espacio de nuestras redes sociales; por otro lado, en esa cadena de promoción, aumentamos el deseo de emulación de nuestros ‘amigos digitales’, al llegar a miles y miles de turistas potenciales imágenes de un maravilloso viaje a Disneyland París o a Roma. 

La caza de lo cool, con la que Klein ilustra el capítulo de No Logo dedicado a los jóvenes, se mantiene hoy en día. La obsesión de las empresas por encontrar el secreto de lo cool se hace evidente en el día a día de las redes sociales

Hemos otorgado un papel fundamental a las redes sociales, con sus influencers a la cabeza, debido a la proyección de autenticidad que les permite su condición de líder de opinión, de no ser un ‘vendedor de seguros’ que llama puerta por puerta, sino un invitado de honor a nuestra pantalla, a nuestra vida. “Las redes sociales son una trampa”, afirmaba Bauman. Una trampa perfecta, ya que no somos capaces de percibirla. Si MacCannell señalaba a la industria del entretenimiento, con el cine a la cabeza, nosotros, años después, debemos actualizar el catálogo de causas con las redes y sus líderes de difusión. Con las grandes compañías continuando su monopolio industrial, con el turismo como punta de lanza del capitalismo de nuestro tiempo, la sociedad de la información en el mundo digital que habitamos ha modificado la manera de consumir – y de viajar – para siempre.

Nuestra experiencia vital se desarrolla en este marco digital. No somos nativos digitales, pero nos falta poco para serlo. Un mundo cibernético donde somos ‘libres’ de navegar o bucear, de conocer y descubrir. La incertidumbre personal que nos acompaña en la juventud se diluye en la red, donde tenemos todo lo que deseemos conocer y ver al alcance de un par de clicks. Esta sensación de falsa seguridad, como la que podemos tener al montar en un avión, aumenta nuestra susceptibilidad a la publicidad, circunstancia aprovechada por las compañías para proyectar sus marcas en las pantallas con las que interactuamos. Pero la publicidad no actúa en el vacío. La incertidumbre, el riesgo y la precariedad que caracterizan nuestra vida forman un contexto idóneo para los estímulos de las marcas. Así lo expresa la redactora de VICE, Ana Iris Simón: “compartes piso porque no te queda otra y las muchas cosas que tienes que hacer antes de “asentarte” son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días, aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o hay en Tailandia”.

Los turistas jóvenes nos desplegamos por el mundo buscando experiencias que nos permitan escapar de la precaria realidad vital de nuestro tiempo, con el Instagram lleno de fotos pero sin un proyecto de vida. La tensión entre inestabilidad y autenticidad se resuelve escapando de la primera a través de la segunda. Viajar mucho permite huir de la inestabilidad, “persiguiendo esa promesa de autenticidad” (MacCannell, 2003), caracterizada hoy por rincones exóticos y billetes baratos. Podemos hablar de ‘países eléctricos’, rincones que engarzan con esa fina línea entre lo artificial y lo natural, en esa decadencia de nuestro tiempo donde todo es turístico, incluso aquellos “pueblos anclados en la Edad de Piedra, aquellos que guardan una supuesta pureza anterior a la industrialización” (MacCannell, 2003). La vieja Europa hoy es la cima de la autenticidad. “¡Todos soñamos con viajar!”, podría gritar un alumno en las clases de sociología de la Universidad Pablo de Olavide. Y no le faltaría razón. ¿Cómo escapar de la ‘patera’ a la deriva? Pocos remedios más eficaces para huir de esa desafección respecto a nuestras ocupaciones vitales que tanto nos abruman; que logrando pillar un chollo de Ryanair dos días antes de que salga el vuelo.

Podemos hablar de ‘países eléctricos’, rincones que engarzan con esa fina línea entre lo artificial y lo natural, en esa decadencia de nuestro tiempo donde todo es turístico

A favor de los jóvenes está el hecho de que no soñamos mal, nadie nos podrá negar que no llenemos nuestros sueños de electricidad. Se hace complicado escuchar a algún conocido anhelar con viajar a Albacete – a no ser que hablemos del Viña Rock. Deseamos alcanzar los lugares más auténticos, Viena, Berlín, Roma o París. El sentimiento de escape, de búsqueda de la experiencia está presente, pero también el de emulación, hacia nuestros pares, como ese amigo que siempre nos preguntamos de dónde saca el dinero para tanto viaje; y hacia los influencers que se dedican a ponernos los dientes largos con la belleza de sus fotografías. Las ciudades-marca conceptualizadas por Klein han ampliado e intensificado su colaboración con las multinacionales, sometiendo su territorio a los designios de las grandes marcas. La ‘museización’ se combina con la expansión de las marcas, conviviendo bienes públicos monumentales con Starbucks, Burger King y McDonald’s, compañías que asumimos como propias y que ocupan un papel importante en la experiencia turística: ¿quién no ha elegido un McDonald’s antes que la gastronomía local? Este proceso de transformación de las ciudades para hacerlas más atractivas combina esa ‘autenticidad eléctrica’ con la uniformización cultural propia de la globalización, lo que degenera en una tensión inherente entre lo viejo y lo nuevo, tensión señalada por asociaciones y movimientos en defensa de la cultura local, pero que escapa a nuestros ojos cuando somos nosotros los que viajamos, cegados por la intensa luz y emoción que sentimos al ver cumplido nuestro anhelo de tomar un café  – ¿qué importa que sea en un Starbucks? – en la Plaza de Roma. 

 Las consecuencias de esta forma de turismo joven, fundamentada en el estímulo publicitario y no en un deseo real de conocer otras culturas y sociedades, son negativas, tanto para nosotros como para los territorios ‘turistificados’. Nosotros nos centraremos en las primeras, aquellas referentes a los jóvenes, debido al papel que ocupa el turismo en nuestro desarrollo vital. “El turista es una persona real, y, al mismo tiempo, el ‘turista’ es uno de los mejores modelos disponibles para el hombre moderno en general”. Esta definición; dada por MacCannell en su introducción es idónea para nuestra conclusión. Hoy; el turismo define nuestra identidad. Una pregunta común en las citas es el “¿cuántos países has visitado?”, procediendo de manera inmediata a un intercambio de experiencias culturales. Si en etapas anteriores de la historia vivíamos arraigados a un territorio, pudiendo ser caracterizados como ‘habitantes’ o, como apuntaba MacCannell, éramos turistas, en la actualidad podríamos dar un paso más allá y definirnos como ‘pasajeros’, personas a la deriva en un mundo de caos e incertidumbre, montados en un tren sin saber de dónde viene ni hacia dónde va, con la única certeza de que podremos aumentar, como señalaba Ana Iris, nuestro número de sellos y experiencias, ya sea para presumir en las redes sociales, vacilar con los colegas o triunfar en Tinder.

No parece exagerado afirmar nuestra condición de pasajeros, pasajeros de una vida desarraigada, desafectos de las experiencias vitales que compartieron nuestros padres y descontentos por el ‘engaño’ sufrido; debido a unas expectativas de progreso – ¿no íbamos a vivir mejor que nuestros padres? – que nunca se harán realidad, atrapados entre contratos precarios, inestabilidad laboral y unas relaciones sociales cada vez más complejas. En este tsunami de rechazos y fracasos en el que navega nuestra generación, Ryanair, como aerolínea low-cost, asume el papel de ‘salvavidas’, salvaguardando nuestras expectativas de vivir, aunque no sea en los ámbitos de la vida que hubiéramos elegido, experiencias – por efímeras que estas sean – que nos hagan creer que ha existido un progreso del que somos parte. Podemos soportar la precariedad del día a día si nos espera una experiencia turística auténtica el siguiente puente. El sistema nos asegura la posibilidad del consumo para soportar la pérdida de expectativas a medio-largo plazo. El cortoplacismo se apodera de nuestras experiencias, ocupando el espacio vacío del no future, esa pesadumbre que embarga nuestra transición a la adultez. 

Bibliografía 

Iris, A. (2019). Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. VICE

Klein, N. (2001). No logo. El Poder de las marcas.

MacCannell, D. (2003). El turista: una nueva teoría de la clase ociosa. Barcelona: Melusina.

Moulian, T., & Marín, G. (1998). El consumo me consume. Santiago: lom.

Veblen, T. (2005). Teoría de la clase ociosa (Vol. 3809). Fondo de cultura económica.