Por Pablo Cerezo (@Pablo_Cerezo_)

En 1994 Bill Clinton acudió a los estudios de MTV donde le esperaban un grupo de jóvenes para hacerle diversas preguntas. Allí, Dahila Scweitzer, una estudiante de 17 años le pidió al presidente estadounidense su opinión acerca del suicidio de Kurt Cobain que había conmocionado al país unos meses antes. La chica de Maryland afirmó que el suicidio del famoso cantante ejemplificaba el vacío que sentían muchos componentes de su generación, la poca importancia que le concedían a la vida”  Y le pedía a Clinton su propuesta para acabar con aquella mentalidad, a lo que el presidente respondió que no disponía de ninguna solución de tipo legislativo. 

Clinton no mentía: el problema que veía Dahila no se resolvía únicamente con parches legislativos, ya que las raíces del mismo eran (y son) mucho más profundas. Prueba de ello es que esa sensación de vacío que inundaba a gran parte de la juventud en los 90 se ha mantenido en las nuevas generaciones. 

El desasosiego que sentía la generación de Dahila y ahora también la nuestra se debe en buena medida a que el capitalismo ha vaciado nuestras vidas de contenido remplazándolo por un consumismo fútil. Eso explica, por ejemplo, que el resto de jóvenes que preguntaron antes de Dahila mostrasen interés por la marca de zapatillas favorita del presidente norteamericano o por el tipo de ropa interior que usaba. 

Como Kevin Spacey en American Beauty nos damos cuenta de que nuestras vidas han sido vaciadas de contenido de manera sutil pero sin concesiones

El consumismo ha sido la punta de lanza de un proceso más amplio donde la individualización ha roto de manera sistémica con los lazos sociales, arremetiendo sin tregua contra todo aquello que estructuraba nuestras comunidades. Y así, como Kevin Spacey en American Beauty, nos damos cuenta de que nuestras vidas han sido vaciadas de contenido de manera sutil pero sin concesiones. Que el particularismo y la competición han primado sobre la solidaridad, y que el consumismo ostentoso no ha hecho más que generar identidades frágiles que se ven arrojadas luego al sumidero de la modernidad. 

Si nuestras vidas se han vaciado con tanta facilidad es porque también se han vaciado nuestras plazas, parques, y calles. En las ciudades se ha desprovisto a los espacios públicos de su capacidad de encuentro y expresión, reduciéndolos solo a su mera función circulatoria. Así, lo urbano cada vez se asemeja más a una suerte de pasarela desde donde poder desplazarnos rápidamente de un espacio privado a otro. El fin último del espacio público se ha vuelto salvaguardar lo comercial, porque como ya apuntó el filósofo y urbanista francés Henri Lefebvre, la relación de los habitantes para con sus ciudades es cada vez más una relación de consumo y no de uso. Y eso, claro está, ha repercutido en la juventud y en nuestras vidas vacías. Porque las comunidades no solo necesitan de identidades compartidas, sino también de espacios comunes donde expresarlas y reflexionar acerca de ellas: lugares donde encontrarse y compartir vivencias, desde donde hacer política y cuidarse.

A raíz de ese vacío agudizado desde la crisis de 2008, las casas de apuestas han aflorando como el nuevo mal endémico. Y así, esta nueva droga se ha expandido de manera vertiginosa sobre los barrios trabajadores destruyendo a miles de sus familias.

Las comunidades no solo necesitan de identidades compartidas, sino también de espacios comunes donde expresarlas y reflexionar acerca de ellas: lugares donde encontrarse y compartir vivencias, desde donde hacer política y cuidarse

Ya son muchas las voces críticas que arremeten contra todo un sistema que se lucra a costa de la clase trabajadora. Y aunque desde el ejecutivo se haya empezado a legislar (muy levemente) contra todo el entramado que constituye el negocio de las apuestas, no hay que olvidar que el ascenso de esta epidemia responde a otra cuestión más amplia: la precariedad e incertidumbre han corroído la vida de la juventud de clase trabajadora. Es en ese escenario, ante la falta de un ocio alternativo y asequible, donde las casas de apuestas se muestran como una escapatoria asequible.

Hay que luchar por tanto para legislar contra las casas de apuestas y sacarlas de los barrios. Pero hay otra dimensión de esa batalla política (que no podemos olvidar): la defensa de lo público como espacio de encuentro frente a la mercantilización absoluta que trae consigo el capitalismo. 

Lo urbano se ha desarmado como punto de encuentro y casi cualquier actividad tiene que pasar por el filtro del consumo. Los espacios deportivos son viejos o se han  privatizado, los eventos culturales son caros y muy centralizados y muy a menudo, cuando la juventud intenta promover actividades alternativas se siente criminalizada. Las casas de apuestas encuentran este escenario de inseguridad y desidia, el contexto perfecto para tender su trampa, ofreciendo un entretenimiento barato y la falsa esperanza del éxito.

Es por eso que hay que defender los espacios públicos como fin en sí mismos para la reconstrucción de la comunidad. Volver a trazar los lazos que nos unen. Abogar por la cultura como elemento de arraigo colectivo, y los centros sociales y bibliotecas como su expresión más democrática; porque defender las plazas y los parques donde juegan los niños y niñas es defender el tiempo y el ocio frente a la alienación y la desidia. En definitiva, construir una ciudad donde prime la democracia frente a la privatización y la vida frente al consumo.