Por Guillem Pujol

Cada vez pasamos más tiempo en nuestra habitación. El aumento de los precios de los alquileres y los cambios en la estructura familiar nos empujan inevitablemente a compartir vivienda, a veces con gente que no se desea. En este contexto, la habitación se empieza a configurar como reducto último de resistencia del sujeto en el hogar. La habitación toma, cada vez más, la forma de la casa. Parto de una hipótesis: la habitación es un espacio que aún podemos habitar – y habitamos – pero que la lógica expansiva del “mercado” amenaza en convertirlo en una tierra inhabitable.

Para poder habitar el espacio (y la habitación es probablemente el espacio más íntimo que hemos tenido nunca), es necesario que nos podamos integrar en sus rincones y vivir a través de sus objetos. Si nos acercamos a un ejercicio bachelardiano de la imagen poética de la habitación primera, todos podremos ir repasando momentos de nuestra vida en aquella habitación que atesoramos con una calidez especial: aquellos pósters de nuestros artistas, actrices y cantantes preferidas, la fotografía con el grupo de amigos, el recuerdo de aquel viaje de verano, etc. La habitación primera muta y madura con nuestros cuerpos, y los recuerdos del tiempo que hemos pasado no sólo nos ha configurado el sentimiento de intimidad, sino que prefigura, por comparación y evolución, la habitación que está por venir.

Sin embargo, quizás debemos empezar a preguntarnos si ésta relación íntima está en peligro. No hace demasiado leíamos la noticia de un grupo inversor que quería construir en Barcelona los pisos-enjambre / pisos-colmena. Es decir, habitaciones que no alcanzan los tres metros cuadrados y que amenazan en convertir el espacio-habitación en una dictadura de la funcionalidad. La función, entendida en esta lógica neoliberal como el uso productivo del espacio, implica la imposibilidad de habitar con la propia voluntad un espacio que ya se presenta configurado por una voluntad ajena. El cajón para la ropa sucia, los enchufes por el cargador del móvil, cuatro perchas para las camisas, un pequeño armario para la ropa y una cómoda. Todo ha sido pensado. La habitación-vivienda se convierte en un espacio sin imaginación que se nos haría imposible de habitar. Es decir, y para ir encarando un poco una idea para reflexión, podemos avanzar que no todo espacio está capacitado para ser habitado. Para ubicarnos en este esquema nos puede ser útil pensar en dos conceptos: vivir en la habitación / y habitar la habitación. La primera sería una referencia física al hecho de que un cuerpo ocupe un espacio determinado. La segunda hace referencia a la fantasía que nos creamos en relación a la habitación y que nos permite vivir la habitación más allá de la materia. Ya sabéis, lo que nos lleva a decir: “esto es mi casa”.

Ante éste peligroso devenir del habitar-función, se activan los mecanismos de supervivencia de la imaginación, que quiero reflejar con una pequeña anécdota. Fui a visitar a una compañera que vive en Ginebra desde hace unos meses realizando un internship en una de estas organizaciones internacionales tan prestigiosas que pagan tan poco, y me contaba que había alquilado el piso (compartido, claro) a través de una agencia que destacaba la decoración como uno de sus elementos distintivos. Sólo al visitarla me di cuenta de la magnitud del tragedia. Ciertamente, esta agencia había recogido un conjunto de elementos que se suponía que cumplían la función decorativa. Pero el resultado era otro. ¿Qué pintaba aquella imitación de falsa radio de los años 20 encima del mueble del comedor (digo falsa porque lo era, no funcionaba)? ¿Cuál era el sentido de la trompeta pegada a la pared como si se tratara de una foto de familia? Pero lo más extraordinario era una pizarrita que había en la entrada, que, escrita con tiza por quien fuera de la agencia decía algo así: “Monday night is sushi night”. Cuando le pregunté a mi amiga y me explicó que no se trataba de una actividad entre compañeros de piso, sino que ya estaba allí cuando entró a vivir al piso en cuestión, me dijo que aquello la hacía sentir como que aquel espacio no le pertenecía. En su habitación, sin embargo, era diferente. Como mucha otra gente de mi generación, ella está acostumbrada a vivir en diferentes ciudades y adaptarse a nuevos contextos. Y me contaba que tiene un truco: hace ya años que colecciona postales de los museos o lugares que, por alguna u otra razón, le han llamado la atención.  Así que en cada habitación nueva que ocupa, despliega las postales a lo largo de la pared, estableciendo una continuidad en esta fantasía que llamamos habitar la habitación. Sólo cuando están todas colgadas la habitación se convierte en su habitación, y el habitar se convierte, en este caso, en el último reducto donde ella, una vez más, se puede sentir como en casa.