Reseña de ‘El eclipse de la fraternidad’ de Antoni Domènech

Por Albert Portillo

No es fácil empezar una reseña de una obra tan imponente como es El eclipse de la fraternidad, acabada de reeditar por Akal, más cuando se trata de un libro que se presiente como de época. A esta dificultad se le suma el hecho de que se trata de un libro que contribuye extraordinariamente a reavivar una tradición intelectual, como es la republicana, con muchos altos y bajos en los últimos años. Además, se trata de una reedición que pareciera que aterriza en el momento adecuado en el lugar adecuado, no solo por razones de tipo teórico, sino incluso, o fundamentalmente, por lo que se adivina como un afán político que puede llegar a ser decisivo.

Como seguramente le habría gustado a Antoni Domènech. Teórico republicano comprometido con la teoría como práctica. De ahí, su anudamiento de un proyecto como la revista Sin Permiso con una clara apuesta política republicana como la renta básica. La revista debía alumbrar una “elaboración intelectual radical”, como explica Daniel Raventós en el Epílogo, que enunciara una hipótesis política republicana, democrática y socialista, supliendo así a una “izquierda académica derrotada” sin norte, ni proyecto político o teórico alguno[i]. Mientras que la renta básica la planteaba como una semilla republicana para el siglo XXI que estimulara un nuevo derecho isomórfico comparable a la conquista del sufragio universal para cumplir dos objetivos plenamente republicanos: el derecho a la existencia y la constitución de una comunidad política igualitaria[ii].

En consonancia con este impulso, en esta reseña trataré de presentar los que me parecen los más destacados aciertos de El eclipse de la fraternidad con una peculiar estructura hegeliana. Es decir, con la introducción de una antítesis a la que la obra responde con una tesis para luego proponer una clausura que vaya algo más allá de una síntesis de la contradicción. O dicho de otro modo, dado el revival de la teoría republicana, a la que la academia anglosajona ha contribuido en las últimas décadas, Antoni Domènech responde hurgando en los intersticios, los huecos, y, sobre todo, en los desplazamientos de una restauración de la teoría republicana que deja de lado los impulsos más plebeyos de tal tradición. En el caso de El eclipse estos vacíos son resarcidos con una original aproximación a lo nacional-popular que reinscribe la soberanía popular y la autodeterminación en la concepción republicana mediante un registro que con la inclusión de la fraternidad, como categoría epicentral, incluye los afectos.

En este sentido, debe entenderse el surgimiento del neorrepublicanismo anglosajón, en los setenta, como el fruto de una nueva recepción del pensamiento de algunos autores republicanos, como Maquiavelo, que a la vez pretendía reavivar esta tradición frente a otras. De este modo, historiadores como Pocock y Skinner pondrán al día la validez intelectual de Maquiavelo, y de algunos teóricos republicanos de la Commonwealth británica y de la república estadounidense. A lo que se sumará, en los noventa, Pettit, desde el campo de la filosofía política, para estructurar una filosofía política con fuerza normativa suficiente para retar al oleaje liberal que amenazaba con anegar, y subsumir, todo campo teórico rival; el feminismo, el multiculturalismo, el marxismo…etc. Oleaje al que hasta entonces sólo se presentaba un dique de dimensiones colectivas como es el comunitarismo pero cuyo despliegue político entrañaba una idea de pueblo fundado en la tradición y en las esencias nacionales. Y por otra parte, el populismo, como sistema de ideas alternativo, no cobraría un cuerpo sólido hasta algo más tarde. Así que el peso del embate lo asumió un neorrepublicanismo que a pesar de tratar de presentarse como alternativa al liberalismo se escudaba en un conjunto de elementos que lejos de distinguirlo del liberalismo lo acercaban peligrosamente a sus facetas más demofóbicas.

La apelación de Pettit al Cicerón de la república romana, a un cierto Maquiavelo, al conjunto de la tradición anglosajona, que abarca desde los teóricos ingleses de la guerra civil hasta los founders estadounidenses, no es un gesto casual. Sobre todo, porque tal selección, que prima principalmente la última vertiente, obedece a la lógica de considerar representativos a quienes “dominaron el pensamiento político inglés y americano a finales del XVII y XVIII”[iii].  Una vertiente del republicanismo moderno que invocaba la libertad republicana nada más que “para una elite de propietarios, en general varones”[iv]. Una elite temerosa, como expresara el segundo presidente de la república estadounidense John Adams, de un legislativo democrático porque “no puede confiarse en sus manos sin perder al punto toda seguridad: los pobres y los viciosos robarían al instante a los ricos y a los virtuosos”[v].

Una invocación que era más que una bandera agitada por una parte de la tradición política e intelectual. Ya que la demofobia será un eje central, constitutivo, del republicanismo oligárquico. Para el cual, el elemento central, de la libertad republicana, no será ni la autodeterminación ni la participación sino una definición negativa de la libertad según la cual lo central del orden republicano es garantizar institucional, y jurídicamente, la no dominación con tal que cada individuo pueda asegurarse el disfrute de sus posesiones[6].

Ello dará lugar a dos consecuencias. En primer lugar, de nuevo, a un cruce de caminos entre la tripulación republicana que se enrola en el poder democrático y aquella otra que en su afán por constituir un pueblo de propietarios hará de la república el nombre de un orden consensualista, e institucionalista, y sobre todo excluyente de las demandas plebeyas[7]. Este impulso daría lugar a una refundación entera del pensamiento republicano que iría deslindándolo de su carácter plebeyo y conflictivo[8]. A la par que iría tratando de parias a aquellos que habrían tratado de dar lugar a una episteme republicana plebeya, como el propio Rousseau. Un republicano tratado de populista, por neorrepublicanos como Pettit, y señalado como culpable del giro populista de una parte de la tradición republicana a causa de su “creciente énfasis puesto en la democracia [que] llevó a algunos a separarse de la posición tradicional y a acercarse a una posición populista”[9].

Una segunda consecuencia, como resultado de este núcleo demofóbico, consiste en el desarrollo de una práctica teórica republicana que imagina cómo construir un orden que garantice los privilegios de los mejores. Lo que da lugar a un conjunto de prácticas políticas para asegurar el control del ímpetu democrático mediante una batería institucional que tenga sujeta a la tiranía de la mayoría mediante checks and balances que aseguren la exclusión de las pasiones plebeyas del orden institucional.

De este modo, la libertad republicana quedará convertida en un privilegio particular y la inscripción de la soberanía popular en los nuevos ordenes políticos será vista como una amenaza de los cualquiera a la que se debe responder con un poder judicial aristocrático con la venia de suspender a una cámara baja democrática, también a tiro de una cámara alta senatorial y de un poder ejecutivo presidencialista, o monárquico, con capacidad de doblar el brazo al poder legislativo democrático. Garantizando todo ello con una lucha por defender a lo largo de todo el siglo XIX el sufragio censitario, garantía, y reconocimiento político de un sujeto cívico de un puñado de viejas y nuevas elites.

Más interesante aún es la lógica que anima la demofobia de esta vertiente aristocrática o lo que señala Domènech como aquel singular vínculo sensible que anuda una dimensión estética, de repulsa fanática a; prendas, hábitos, ritos e incluso fisonomías plebeyas, y otra sentimental, de desprecio a los valores morales populares. Una demofobia entonada con particular ahínco en la virulenta reacción a los impulsos democráticos de 1789 y 1793 por parte de una boheme dorée y una jeunesse dorée. Como Ernest Renan al tildar a los celos como motor sensible del impulso democrático y a la envidia como el fuelle del socialismo[10]. Un impulso extraordinario que, pese a la férrea oposición, recorrió el espinazo del siglo XIX europeo con las revoluciones de 1789, las de 1830 y 1848 o la de 1871. Pillando por sorpresa a una aristocracia confusa y sin horizonte que sólo conseguía explicarse este auge como el resultado de un “optimismo epistemológico”[11] tremendo por parte de los cualquiera.

El cuestionamiento del absolutismo como proyecto político viable fue tal, y el impacto simbólico en los imaginarios políticos de tal calibre, que fue imposible plantear seriamente un orden fundado en la servidumbre feudal. Como explica Domènech, los esfuerzos por validar el orden feudal cada vez fueron más costosos y menos creíbles. Hasta el punto de que operaciones de ingeniería geopolítica como el Congreso de Viena de 1815 no se atrevieron a restaurar enteramente el antiguo régimen a pesar de modificar la faz de Europa en favor de los imperios. De modo que la búsqueda de nuevos aliados, y la necesidad de un nuevo imaginario político, anudó liberales postnapoleónicos, y reaccionarios, en un destino común: el de un régimen de isonomía oligárquica o, como dice Domènech, de libertad no democrática[12]. Por el cual se refundaban las viejas exclusiones políticas e incluían las nuevas formas de subordinación civil de la siguiente manera: absorbiendo parte de las demandas cívicas del republicanismo plebeyo; como la constitucionalización de la vida social para dar lugar a normas jurídicas iguales para toda la comunidad, pero introduciendo una lógica estratificadora que convirtiera la isonomía republicana en una nueva orografía jerárquica. Por ejemplo, mediante el impulso del sufragio censitario y la definición de ciudadanos activos y pasivos en función de la renta y la propiedad o con la conservación de la autonomía de instituciones legadas por el antiguo régimen como la propia Monarquía.

De este modo el republicanismo plebeyo de nuevo cuño problematizó la soberanía, introdujo la libertad de nuevo en el léxico político y puso en cuestión el modelo patriarcal como vínculo social, y metáfora definitoria, de la sociedad. Y, aunque como cambio ex novo fuera derrotado, su potencia fue tal que los adversarios tuvieron que moverse dejando de lado ciertos planteamientos que habían regido el mundo europeo feudal.

Así, Antoni Domènech señala la crisis aguda del pensamiento aristocrático y de sus raíces aristotélicas. Un pensamiento inspirado en la filosofía política de Aristóteles cuyo esencialismo psicológico alumbraba una suerte de sociología moral que había de estructurar el pensamiento aristocrático feudal y liberal. Es decir, lo que entra en crisis es un modo de pensar según el cual el conflicto social, entre ricos y pobres, se ve determinado por el antagonismo entre virtud y vicio. Siendo la virtud vista como un atributo innato de sujetos selectos, y casi divinos, en definitiva, los mejores para gobernar, mandar…etc. De modo que en esta perspectiva si el problema reside en “hasta donde debe extenderse la soberanía de los hombres libres”[13] para el pensamiento aristocrático debe reducirse a aquella exquisita parte de la sociedad que atesora la virtud porque es su esencia constitutiva.

Para el republicanismo impregnado de este modo de ver la respuesta se ampliaría a todo padre de familia. Es decir, a todo hombre propietario. Hay en común aquí una lógica patriarcal en esta definición de la libertad dado que se respalda el ser libre, no depender de otros y, por tanto, ser dueño de uno mismo, en ser propietario. Lógica que cancela la libertad republicana, como apunta Domènech, cuando la mayoría de la sociedad no es propietaria e incluso si lo fuera no se halla liberada de relaciones sociales mediadas por la dependencia civil.

La etimología aun cuando no produzca verdades si sirve como herramienta arqueológica de los sentidos y es relevante, en este caso concreto, el origen etimológico de la palabra familia que significa ‘esclavos’ en latín[14]. El problema pues es que en esta segunda respuesta se restringe la libertad republicana como derecho político a los cabezas de familia pudiendo estos establecer relaciones de servidumbre en la familia. Generando de este modo un ámbito de la comunidad republicana que se guía por lógicas no republicanas, esto es, inciviles. Y el desarrollo y la implantación del modo de producción capitalista alumbrará nuevos espacios guiados por lógicas familiares, como las fábricas mismas, en los que unos voluntariamente se someterán contractualmente a otros. Una forma de vasallaje de nuevo cuño representado como un contrato de igualdad simbólica porque unos serían propietarios de su fuerza de trabajo y serían tratados en pie de igualdad por otros propietarios al emplearlos. Si bien en realidad se legitimaría una nueva forma de vasallaje que introduce la disciplina monárquica y absolutista en la fábrica[15].

De esta forma, la lógica patriarcal del antiguo régimen que parcelaba la vida social en distintas esferas; pública, privada y doméstica, sometidas a distintas formas de exclusión social y dependencia civil eran refundadas alumbrando nuevas formas de “subalternidad civil” en una sociedad civil estratificada como una “orografía segmentada”[16].

Sin embargo, el surgimiento del republicanismo democrático instaurará, de forma difícilmente reversible, una concepción de la libertad como autodeterminación individual que entraña una inalienabilidad jurídica. Esto es, el reconocimiento político de la ciudadanía como sujeto que no puede ser tampoco jurídicamente sometido a un feudo, o a un señor feudal, y por tanto la erradicación del vasallaje o la cancelación de la privatización de la dominación mediante su regulación jurídica republicana.

Pero el republicanismo plebeyo más compelido generará una vuelta de tuerca al redefinir la libertad republicana no solo como una inclusión en la vida civil sino como una libertad que para ser tal sea recíproca, es decir: fraterna. Sin lugar a dudas, el mérito de Antoni Domènech es haber reconstruido las prácticas históricas que dieron lugar a una consigna democrática con importantes consecuencias para pensar un orden más justo, democrático e igualitario.

Ya que aquí un conjunto de prácticas políticas, que Domènech repasa en la Francia sansculotte pero que rastrea también a lo largo del siglo XIX y XX, sintetizaron en una genial consigna, una metáfora, que concretaba el ideal de la emancipación. La fraternidad, como síntesis de múltiples determinaciones, anudaba con su dimensión metafórica una visión horizontal y democrática tanto del funcionamiento de la familia como de la comunidad. A la vez que entrañaba una dimensión afectiva indisociable de su carácter retórico ya que la metáfora movilizaba unos afectos al interpelar al conjunto familiar-comunitario a abandonar “la minoría de edad” para emanciparse y ser capaces de hermanarse horizontalmente reconociendo a un único progenitor: la nación, la patria[17].

De este modo, Domènech plantea el funcionamiento teórico de una metáfora que funciona como interpelación movilizando el reconocimiento entre diferentes como iguales al apelar a un lazo tan poderoso como es tratar a un conciudano como a un hermano. De ahí que Domènech señale el “raro sentido de la unidad popular”[18] que evoca una metáfora conceptual capaz de articular “todo el ideario programático de la democracia en Europa”[19].

Es cierto que la metáfora de la fraternidad puede tener múltiples usos y evocaciones, no siempre de orientación democrática o plebeya, y muy diferentes lugares de enunciación ya que al ser un vínculo lo que señala es una forma de vincular, de hermanar, no lo que efectivamente aglutina. Y más importante aún es el reconocimiento, por parte de Domènech, que el vínculo fraternal genera efectos de frontera; un nosotros frente a un ellos. Un ellos en el que hay efectivamente un otro que queda excluido de la hermandad[20].

Aun así, en este uso de la fraternidad, en un sentido democrático y plebeyo, es posible ver una aproximación republicana a lo nacional-popular. Aunque Domènech no lo plantee explícitamente, esta concepción de la nación como una comunidad de destino que debe reglarse por lo que aspira; la igualdad de derechos civiles, por lo que siente, una comunidad de afecto que se trata en términos de hermandad, y por lo que garantiza, el derecho a la existencia: produce, sin lugar a dudas, un imaginario nacional guiado por la emancipación. Un imaginario que da lugar a afectos, reconocimientos colectivos, seguridad institucional y libertades civiles.

De ahí que Gramsci señalara a los jacobinos como “la encarnación categórica del príncipe de Maquiavelo”[21] ya que inauguran un mecanismo de enunciación de la revolución nacional como voluntad colectiva nacional y popular. Una enunciación ciertamente magnética al apelar a un imaginario que inspiraba la “confraternización”, esto es, la “nivelación sentimental”, “la elevación ilusoria” de los cualquiera en “los goces de esa generosa embriaguez de fraternidad”[22]. Un eco difícil de eclipsar, como dejara sentenciado Danton en sus últimos momentos al explicar el atractivo de esta soberanía popular y fraternal resultante de “haberle dicho al más humilde entre los humildes de esta tierra que era tan grande como el más grande de los grandes de esta tierra”[23].

A modo de conclusión, a pesar de que esta reseña sea especialmente selectiva y recorte la explicación de las numerosas prácticas republicanas analizadas en El eclipse de la fraternidad espero haber presentado los aciertos teóricos de la episteme republicana que Domènech configura.
Por una parte, una aproximación sumamente original a lo nacional popular, des de un enfoque republicano, que sintetiza; el orden del discurso, de los afectos y del conflicto, en una metáfora conceptual de la familia, con un uso partisano, capaz de producir un sentido metafórico singular que lejos de eclipsarse lleva más bien a la pregunta de si la fraternidad no está destinada a ser un impulso democrático y plebeyo también en nuestra época.

En segundo lugar, y en relación con lo anterior, Domènech presenta lo que podríamos sentir la tentación de calificar como una crítica republicana de la economía política al analizar en la economía formas de servidumbre, tanto feudal como capitalista, que comparten una misma lógica patriarcal que las anima a ambas. Esta aportación contribuye a pensar también nuestra época en la que grandes poderes privados tratan de romper las costuras legales y morales de nuestro contrato social dando lugar a nuevas esferas de la vida en peligro de verse enfeudadas. Pero, es más, este aporte presenta una zona de confluencia intelectual con el feminismo a la hora de analizar críticamente el vínculo patriarcal feudal parcialmente restaurado en las sociedades modernas. Pero también de convergencia en términos de hipótesis políticas para evocar un orden de seguridades y derechos plenamente inscriptos en el contrato social que rija una comunidad democrática definida por el devenir colectivo, esto es, por la voluntad general.

Por último, cabe señalar que si las polémicas que engendra una tradición intelectual son un buen síntoma de vitalidad entonces el republicanismo sigue bien vivo a juzgar por los debates que enciende en España y América Latina. En este sentido, es bien prometedora la confluencia virtuosa que plantean autoras como Luciana Cadahia y Valeria Coronel entre populismo y republicanismo[24]: hibridando así la escuela de Laclau con la republicana para pensar el papel del conflicto y los afectos en la constitución de un orden, un pueblo y sus instituciones.

Más en un momento como el diagnosticado por César Rendueles en el Prólogo al Eclipse de la fraternidad: de desvanecimiento de ideales igualitarios en la esfera pública[25] y de desaparición de un horizonte moral[26]. Dando lugar a un deterioro, de incierto devenir, de los vínculos sociales. Por ello, un republicanismo del siglo XXI, inequívocamente plebeyo y por qué no, populista, es un proyecto estratégico sumamente interesante para conjugar “energías políticas plebeyas” y objetivos estratégicos que “conquisten la mayoría de edad política de los grupos sociales subalternos”[27] como señala Rendueles. Probablemente una hipótesis democrática, y fraterna, a la altura de las estrategias rivales de reconstrucción comunitaria que vemos surgir en otras partes de Europa.

Notas

[i] Raventós, D. “Epílogo. Antoni Domènech Figueras: <<Alternativo a los alternativos>>”, en El eclipse de la fraternidad, de Domènech, A. Madrid, Akal, 2019, pp. 573.

[ii] Op. Cit. pp. 581.

[iii] Pettit, P. Republicanismo. Barcelona, Paidós, 2017, pp. 23.

[iv] Ibidem.

[v] Citado en Domènech A. El eclipse de la fraternidad. Madrid, Akal, 2019, pp. 82.

[6] Op. Cit. pp. 48.

[7] Op. Cit. pp. 50.

[8] Rinesi, E. y Muraca, M. “Populismo y república -algunos apuntes sobre un debate actual- “, en Si éste no es pueblo, comp. por Rinesi, E.; Vommaro, G. y Muraca, M. Buenos Aires, Ediciones IEC – CONADU/Universidad Nacional de General San Martín, 2011, pp. 69.

[9] Pettit, pp. 50.

[10] Domènech, pp. 40.

[11] Como dejara escrito Nietzsche en su El nacimiento de la Tragedia (citado en Domènech, pp. 46).

[12] Op. Cit. pp. 47.

[13] Aristóteles (citado en Domènech, 64).

[14] Op. Cit. pp. 20.

[15] Op. Cit. pp. 125.

[16] Op. Cit. pp. 97.

[17] Op. Cit. pp. 106-108.

[18] Op. Cit. pp. 111.

[19] Op. Cit. pp. 109.

[20] Op. Cit. pp. 143-144.

[21] Gramsci, A. La política y el Estado moderno. Barcelona, Edicions 62, pp.  68.

[22] Como dejara dicho Marx en La lucha de clases en Francia, con un punto irónico y mordaz, para analizar los fracasos de la segunda república francesa, la del 48, también llamada la <<República Fraternal>> (citado en Domènech, pp. 151).

[23] Citado en Domènech, X. et alteri. Entre Ítaca i Icària. Sant Llorenç d’Hortons, Roca Editorial, pp. 74.

[24] Cadahia, L. y Coronel, V. “Populismo republicano: más allá de <<Estado versus pueblo>>”. Nueva Sociedad, nº 273, 2018, pp. 72-82.

[25] Rendueles, C. “Presentación”, en El eclipse de la fraternidad, de Domènech, A. Madrid, Akal, 2019, pp.  6.

[26] Op. Cit. pp. 7.

[27] Op. Cit. pp. 10.