Por Pepe Tesoro

El regreso de la razón conspirativa

Las teorías de la conspiración vuelven a estar de moda. No es difícil observar que esta popularidad recuperada corre en paralelo con el auge del nacionalpopulismo y la extrema derecha por todo el globo. El propio Donald Trump, antes de ser candidato a las primarias del Partido Republicano en 2016, se hizo un hueco en los medios de comunicación como uno de los más prominentes portavoces de las paranoicas sospechas sobre el lugar de nacimiento de Obama. Para gran parte de la derecha populista norteamericana y europea, George Soros se ha convertido en un fantasma que maquina para la importación del islamismo radical a Occidente y el discurso público, contaminado por lo que denominan “ideología de género” y la corrección política, ha sido tomado por una minuciosamente planeada operación de la izquierda, el así llamado “marxismo cultural”.

Quizás no sea de extrañar que en el laberinto de espejos de las post-verdades y las fake news, la conspiraciones hayan vuelto para devorar pocos restos de legitimidad de los medios de comunicación tradicionales y retroalimentarse por los bucles infinitos de los foros más oscuros de Internet y la magia viral del meme. Pero aunque escuchemos constantemente que este revival conspirativo se debe a las horizontalidades anárquicas y ecocámaras tóxicas de las redes sociales, cabe presentar dos advertencias a esta explicación. La primera es que la desestabilización espistémica de las redes sociales conduce más a menudo que lo que creemos a una dimensión irónica y mediatizada casi por completo contraria a la lógica conspirativa, lo que Skip Williams llama la “teoría de la contingencia” (Williams, 2002): la sensación de que la verdad no está en ningún sitio y todo es resultado de la aleatoriedad o, si acaso, de las ciegas e inhumanas leyes del mercado. En segundo lugar, un pequeño vistazo a la historia nos demostrará que la lógica conspirativa precede con holgura a los antecedentes más primitivos de nuestras redes de información contemporáneas. La relación entre las teorías de la conspiración y la extrema derecha, por el contrario, es mucho más antigua.

La lógica conspirativa precede con holgura a los antecedentes más primitivos de nuestras redes de información contemporáneas. La relación entre las teorías de la conspiración y la extrema derecha, por el contrario, es mucho más antigua

La historia de dos viejos amigos

Ya a finales del siglo XVIII existen las primeras diatribas de reaccionarios varios que se esforzaban por demostrar que la Revolución Francesa era obra de una detallada y compleja conspiración masónica. El propio Edmund Burke, en su seminal obra Reflexiones sobre la revolución en Francia, reducía a los revolucionarios a una “conjura literaria” que hacía años que “había venido diseñando algo así como un plan regular de la religión cristiana”. Planes, conjuras y otras figuras de la conspiración, asumieron popularidad explicativa a medida que la historia comenzaba a girar a toda velocidad y se ponía en cuestión la agencia humana sobre las profundas transformaciones de las tempranas sociedades industriales.

Por ello no es de extrañar que el momento de mayor efervescencia del pensamiento conspirativo se sitúe en la segunda mitad del siglo XIX, en el momento en el cual la figura medieval del judío como un insidioso brujo satánico y su posición en las nuevas ocupaciones del mundo financiero (fundamentalmente por el hecho de que los judíos tenían vedadas otras ocupaciones tradicionales), desembocó en la mezcla explosiva del antisemitismo moderno. Reaccionarios de toda nacionalidad no tuvieron escrúpulos en achacar los perniciosos efectos de desestabilización histórica y la introducción del liberalismo político a un oscuro complot judío mundial (Cohn 2010, 23). Figuras fundamentales de la izquierda del siglo XIX tampoco fueron inmunes a estas ideas, como cabe recordar en el caso de Pierre-Joseph Proudhon y Auguste Blanqui, ambos revolucionarios y anti-semitas reconocidos.

Cabría argumentar que hasta el momento de solidificación del marxismo como la ortodoxia de la izquierda socialista (lo que no se da, cabe recordar, hasta la Revolución de 1917), no se implementó como una de las señas fundamentales del pensamiento de izquierdas la idea de que las transformaciones históricas se deben más bien a procesos materiales y a movimientos de masas que a la débil agencia y la impotente voluntad de pequeños grupos de conspiradores. Hoy en día resulta más sencillo (y quizás efectista) decir, con una frase comúnmente atribuida a August Bebel, que “el antisemitismo es el socialismo de los tontos”.

Cabe recordar, por el contrario, la gloriosa popularidad durante la primera mitad del siglo XX del descabellado documento antisemita de Los Protocolos de los Ancianos de Sión, de lectura obligatoria en la escuela de la Alemania Nazi. La inverosímil y extravagante historia de los orígenes de los Protocolos, que involucra al a policía secreta rusa, el plagio de la obra de un escritor francés fracasado y a místicos oscuros de la corte del Zar, palidece en comparación con su delirante contenido, que asegura ser la transcripción de un congreso judío donde se planea desde la explosión controlada de los túneles del metro de París hasta la conquista absoluta del globo terráqueo. Pero no fue hasta el Atentado de Oklahoma de 1995, que se saldó con 168 víctimas, que la relación de la extrema derecha y las teorías de la conspiración no salió de nuevo a la superficie (Barkun 2013). La opinión pública estadounidense se sacudió entre la confusión y el escalofrío al conocerse que Timothy McVeig, el perpetrador del atentado, no solo era un fervoroso aficionado a la ufología, sino que la matanza parecía una recreación casi perfecta del clímax de la profundamente conspirativa novela The Turner Diaries, del suprematista blanco William Luther Pierce.

No fue hasta el Atentado de Oklahoma de 1995, que se saldó con 168 víctimas, que la relación de la extrema derecha y las teorías de la conspiración no salió de nuevo a la superficie

No es ningún secreto que el pensamiento reaccionario y de extrema derecha de casi cualquier época ha encontrado con facilidad en la conspiración, ya sea por parte de los jacobinos, los judíos, los bolcheviques, la CIA, los jesuitas, el gobierno federal, los masones, los reptilianos, los Illuminati o todos a la vez, una paradigma explicativo del orden social y del sentido del transcurso de la historia. Ahora bien, a la hora de preguntarse por el papel que juegan las narrativas de la conspiración en los movimientos nacionalpopulistas actuales, es oportuno cuestionarse si, como argumentan autores como Eatwell y Goodwin, el nacionalpopulismo es un movimiento político de una índole nueva condicionado por fenómenos sociales de total actualidad, las teorías de la conspiración juegan un papel igualmente renovado con respecto a su relación tradicional con el pensamiento de extrema derecha. (No deja de ser importante matizar las diferencias internas de un fenómeno lo suficientemente complejo y diverso como para que las expresiones “nueva extrema derecha” o simplemente  “nacionalpopulismo” no hagan justicia a movimientos que en ocasiones ni son tan nuevos ni caen necesariamente bajo la definición de populismo. Mi acercamiento a la relación entre las teorías de la conspiración y la derecha en la actualidad lo hace, en definitiva, en torno al fenómeno que denomina este segundo término, nacionalpopulismo, como aquellos movimientos políticos que, de una forma más o menos explícita, aúnan la estrategia política populista con un discurso de excepcionalidad nacionalista, con llamamientos explícitos a la soberanía entendida en términos nacionales, que no necesariamente tiene que presentar una deriva reaccionaria o racial, pero que habitualmente lo hace. No todos los movimientos de la nueva extrema derecha caen bajo esta definición, pero las sinergias con la lógica conspirativa pueden quedar más claros a la luz de esta configuración política concreta).

La actualidad de la conspiración

A lo hora de entender la actualización de esta tradicional afinidad, cabe apuntar algunas importantes mutaciones. La primera mutación tiene que ver con las afinidades particulares de la lógica conspirativa con la narrativa populista. El populismo generalmente se define como el establecimiento discursivo de un antagonismo simbólico que enfrente al “pueblo” como mayoría social y moral a una élite corrupta, una minoría que gobierna en contra de los intereses generales de la sociedad. Las narrativas conspirativas, a su vez, plantean una imagen del mundo donde la mayoría social no es más que la masa inerte de operaciones y maquinaciones oscuras de un grupo reducido de conspiradores que manejan las fuerzas sociales e institucionales a su antojo. Ambos discursos se asientan, por tanto, en una caracterización más o menos dualista de lo social, que la lógica conspirativa no tiene demasiadas dificultades en transformar en un planteamiento ontológico de la sociedad como el enfrentamiento entre una mayoría indefensa y manipulada y una minoría poderosa y malintencionada.

Esto no significa, ni mucho menos, que el populismo y la conspiración estén destinados a encontrarse. Sigo pensando que la izquierda está hasta cierto punto vacunada frente al discurso conspirativo como no lo está la derecha, gracias a, como ya he indicado, la generalizada lógica de la historia marxista que pone en una perspectiva más amplia la agencia y la voluntad de los individuos y de los grupos reducidos. Pero cabe recordar la tentación conspirativa ha sobrevolado algunos movimientos populistas actuales que podemos identificar más o menos con el espacio de la izquierda, como es el caso de la sugerencia de la alcaldesa de Roma, del Movimiento 5 Stelle, de que el gran número de frigoríficos y muebles que estaban siendo arrojados al vertedero de la ciudad eran el resultado de un complot de sus enemigos políticos, o la sorprendente afirmación de Nicolás Maduro de que, tras la muerte de Hugo Chávez, tenía la convicción personal de que el presidente venezolano había sido afectado por “una máquina para propagar el cáncer”.

La izquierda está hasta cierto punto vacunada frente al discurso conspirativo como no lo está la derecha, gracias a, como ya he indicado, la generalizada lógica de la historia marxista que pone en una perspectiva más amplia la agencia y la voluntad de los individuos y de los grupos reducidos

La segunda mutación tiene que ver con el metabolismo de la información en la era digital. Al fin y al cabo, no cabe desdeñar el papel de las redes sociales, los procesos de memetización, ironía descontrolada y anarquismo epistémico, como genuina gasolina para el fuego conspirativo. Una de los más extendidos prejuicios sobre las teorías de la conspiración es que quienes las propagan y popularizan lo hacen con la convicción y el fervor del fanatismo religioso. No cabe más que observar la cuenta de twitter de Donald Trump, nuestro actual Teórico de la Conspiración en Jefe, para detectar que la mayoría de las afirmaciones conspirativas actuales tienen más bien el tono de las alusiones supuestamente inocentes, la toma en consideración irónica o directamente son catapultadas sin que la pregunta por su verdad o falsedad sea pertinente, sino como una estrategia de desinformación, disrupción e interferencia, como el bullshit del que hablaba Harry Frankfurt hace ya más de treinta años. Es por ello por lo que en ocasiones es más adecuado el término “narrativas” de la conspiración, que designa con mejor precisión la naturaleza adaptativa y operacional del discurso conspirativo contemporáneo que la rigidez y la supuesta sistematicidad a las que alude la palabra “teoría”.

La conspiración y la pregunta por la totalidad

Pero la tercera y última mutación de la historia de la relación entre la extrema derecha y las narrativas de la conspiración, sobre la cuál creo que es más urgente reflexionar, cabe achacarla a la cada vez más profunda grieta que se ha abierto entre la experiencia subjetiva y las causas ausentes, sistémicas, de esa experiencia. Así es como Fredric Jameson plantea la popularidad de la conspiración, que conocidamente definió como “el mapa cognitivo del pobre”. Vivimos en un escenario global donde las injusticias y sufrimientos particulares de la vida privada persisten, pero sus conexiones con la dinámica general de la economía y de la totalidad social, cada vez más abstracta y remota, se están volviendo oscuras y elusivas. Por ello no cabe extrañar que la conspiración se haya instalado como un recurso fácil para encuadrar la decadencia y la descomposición de las viejas clases aspiracionales, la impotencia de las instituciones estatales frente a las fuerzas sobrenaturales del Capital, y la persistente sensación de colapso eco-civilizatorio inminente.

Si acaso puede extraerse algo como una “enseñanza” de la renovada popularidad de las narrativas de la conspiración, especialmente caracterizada en su papel al interior de los nacionalpopulismos, es el ineludible carácter que tiene la figuración de la totalidad, es decir, una representación de las reglas o contingencias fundamentales que determinan el transcurso de la historia en su nivel más profundo. Las teorías de la conspiración, junto con otras paranoias políticas, han resurgido siempre en los momentos de mayor crisis y desestabilización de las formas tradicionales de hacer política y construir discurso. No es de extrañar que es en el momento en el cual la verdad se encuentra más disputada, cuando los horizontes de posibilidad se fracturan y la realidad de consenso se descompone vertiginosamente, cuando entran en la lid las más peligrosas y dañinas fantasías.

Las teorías de la conspiración, junto con otras paranoias políticas, han resurgido siempre en los momentos de mayor crisis y desestabilización de las formas tradicionales de hacer política y construir discurso

Ocasionalmente nos vemos encerrados en un punto en el cual, frente a las profundas dificultades y en ocasiones monstruosos resultados que nos arroja, hemos abandonado la pregunta por la totalidad. Pero si la viralidad de los nacionalpopulismos han de enseñarnos algo, es la inevitabilidad final de esta pregunta. Es por lo tanto imprescindible plantearse si poseemos los instrumentos adecuados para enfrentarse a las narrativas de la conspiración, como los nacionalpopulismos, en sus propios términos. Es decir, en los términos del cuestionamiento radical por la totalidad social, por las formas en las cuales un poder global y abstracto condiciona profundamente la experiencia subjetiva. La desatención de este problema no puede más que favorecer a que otros se hagan cargo de la respuesta.