©Portada La broma infinita (2002) D. Foster Wallace, DeBolsillo

Por Pablo Cerezo (@pablo_cerezo_)

Si durante los años de consenso socialdemócrata en Europa se consolidó la figura de la clase media, con el neoliberalismo y sus trajes de capitalismo popular, esa categoría implosionó. Se creó así algo un tanto más ostentoso al que le hemos añadido el adjetivo de aspiracional.

A finales de la década de los sesenta la identidad de clase se encontraba en un impasse. Seguía siendo una categoría troncal para explicar el conflicto social, pero iba perdiendo fuelle como articulador político. En buena medida, porque empezaron a consolidarse nuevos ejes de confrontación como por ejemplo el género o la etnia. Pero también porque la propia clase trabajadora comenzó a mutar, cambiando sus anhelos y expectativas. La izquierda no supo interpretar ese cambio y llegó tarde, dando margen para que fuera el neoliberalismo y no las fuerzas progresistas las que dieran respuesta a esas nuevas inquietudes.

Existe ahora una corriente que busca en esos años el pecado original, como si el mayo del 68 hubiera corrompido una supuesta pureza en la identidad de clase. Y en esa búsqueda de culpables se suele señalar la «fragmentación» de las identidades, cuando la derrota tuvo más que ver con la incapacidad de la izquierda para adaptarse a los nuevos escenarios[1].

Esa impotencia política duele. Sobre todo en un mundo donde las cartografías se diluyen y es más fácil perderse. Ante tal desbarajuste y desorientación, pareciera que la respuesta pasa por volver a una utopía un tanto remota que precedió a nuestras madres y abuelas. Un mundo de identidades claras y firmes donde la clase fuera troncal; casi el único eje de disputa.

Lo que intentaré defender en este texto es que precisamente fue esa noción de clase rígida la que incapacitó a la izquierda para dar nuevas respuestas a un mundo que estaba cambiando, facilitando así el ascenso del neoliberalismo. Y que, por tanto, es no solo injusto sino ineficaz buscar enemigos externos a los que culpar de la debacle propia. Es más importante analizar otros frentes. La clase media aspiracional puede ser uno de ellos.

Volvamos a la cuestión de la identidad. Como viene analizando Jorge Lago, las identidades son una cuestión compleja, paradójica y casi contradictoria que se mueven en una constante tensión[2]. Pues en la afirmación de una identidad, existe también un deseo de fuga. Me explico. Uno se identifica y afirma como clase trabajadora por varios motivos. El primero es como una suerte de homenaje y reconocimiento a todo un pasado de lucha y dignidad; la continuación de todo un legado. En segundo lugar, porque al afirmarse de manera conjunta, es decir, en torno a una comunidad compartida, uno aspira a ser más fuerte. Pero más fuerte, ¿para qué? De primeras para mejorar tus condiciones (salarios, vacaciones, servicios públicos), pero a largo plazo, para acabar con las estructuras que te oprimen. En otras palabras, uno se afirma como clase obrera porque quiere dejar de serlo. ¿O acaso no era la principal aspiración de los movimientos socialistas abolir la clase?

Si aceptamos esta premisa como cierta, lo siguiente sería asumir que el neoliberalismo entendió mejor que las fuerzas de izquierdas esa tensión de la identidad entre el ser y el dejar de ser. Para ello podemos tomar como ejemplo el fenómeno de la clase media aspiracional. Hablaríamos de sectores de la clase trabajadora, que creen que mediante ciertas prácticas pueden abandonar su estatus de clase. Buscan escapar, fugarse de su condición originaria. Pero como hemos visto, esa voluntad de huir, esa aspiración a una vida diferente, se desarrolló de manera paralela a la propia construcción de la clase trabajadora. Mientras que las tradiciones socialistas trataban de dar respuesta a ese anhelo de manera colectiva, el neoliberalismo lo hace mediante prácticas culturales individualizadas (pádel, educación concertada, el voto a la derecha, un coche pagado a plazos…) y un modo de vida competitivo y frágil.

Mientras tanto, la izquierda quedó desnortada defendiendo identidades que se acabaron convirtiendo en lo que Wendy Brown ha llamado «jaulas de plástico»[3]. Identidades ensimismadas consigo mismas, con sus ritos, símbolos y heridas, que acabaron por aprisionar y anclar a las estructuras de las que pretendían huir. Y cuando la batalla estaba ya perdida, las fuerzas progresistas, aun sin comprender del todo lo que acababa de pasar, respondieron a este fenómeno desde una superioridad moral complaciente, pero inoperante políticamente.

Ante este escenario, la izquierda necesita hacerse cargo de los anhelos e inquietudes que abandonaron. Entender, en términos spinozianos, cuáles son los afectos que motivan nuestros actos[4]. Pues solo así podremos dar una respuesta alternativa a la neoliberal a la legítima pregunta por una vida mejor. Necesitamos de un discurso que reactive el deseo y se aleje de la superioridad moral. Dejemos de buscar enemigos internos a los que tachar de traidores a la gran causa y pasemos a tratar de entender en qué momento el neoliberalismo respondió mejor que la izquierda a la llamada por una vida buena.

Pongamos un ejemplo a modo de conclusión. El modelo de trabajo fordista comenzó a quebrar, en buena medida por cambios estructurales, pero también porque no era atractivo para la propia clase trabajadora que buscaba entornos más dinámicos. Nadie quiere pasar ochos horas al día apretando tuercas en una fábrica o doblando pantalones en una tienda. El neoliberalismo surgió cómo un modelo que brindaba flexibilidad y creatividad, valores muy atractivos ante los que nadie podría negarse.

Ahora, aunque conozcamos los efectos desastrosos que han tenido las políticas neoliberales, no podemos olvidar los anhelos sobre los que se construyeron. Solo así recordaremos que es inviable contraponer rigidez a flexibilidad pues nadie prefiere lo primero. Que tampoco basta con «revelar» la precariedad que habría escondida tras estas medidas. Y desde luego, que no podemos volver a una identidad obrerista que encuentre en las largas jornadas en la fábrica un pasado mitificado al que habría que aspirar.

La izquierda debería buscar una vía alternativa. Defender, por ejemplo, una Renta Básica Universal o una reducción de la jornada laboral. Proponiendo así otra flexibilidad vinculada al tiempo libre y a la libertad más allá del mundo laboral.

En definitiva, para salir de este difícil callejón, necesitamos volver a buscar los afectos que mueven los actos. Articular un nuevo discurso en torno al deseo; seduciendo y no moralizando. Una política que de una respuesta democrática a la aspiración de una vida mejor. Que es, al fin de cuentas, lo más legítimo que se puede pedir.

Notas

[1] Stuart Hall ha sido uno de los grandes pensadores del neoliberalismo. En su libro El largo camino a la renovación analiza desde una perspectiva gramsciana el ascenso del neoliberalismo en Reino Unido y la crisis de la izquierda como dos elementos relacionados. Hall, S. (2018) El largo camino a la renovación, Lengua de Trapo, Madrid.

[2] Lago, J. (2021) Identidad y reacción, Infolibre, 21 de julio. Disponible en: https://www.infolibre.es/noticias/ideas_propias/2021/07/18/identidad_reaccion_122749_2034.html

[3] Brown, B. (2019) Estados de agravio: poder y libertad en la modernidad tardía, Lengua de trapo, Madrid

[4] Para seguir profundizando en el pensamiento de Baruch Spinoza, recomendamos el fanzine de Neuraceleradísima: Un panfleto populista. Aquí se puede encontrar un fragmento: https://latrivial.org/alegrias-tristezas-y-deseos-fragmento-de-un-panfleto-populista/